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No puedo dejar de pensar en el soldado con el crucifijo en la mano, el que me encontré detrás de los refrigeradores. El soldado y el crucifijo. Estoy pensando que a lo mejor por eso apreté el gatillo. No porque pensara que el crucifijo era otra pistola, sino porque era un soldado o, al menos, vestía como un soldado.
No era Branch ni Vosch ni ninguno de los soldados que vi el día que murió mi padre.
No lo era y lo era.
Los era todos y no era ninguno.
No fue culpa mía, eso me digo. Es culpa de ellos. «Es culpa de ellos, no mía —le digo al soldado muerto—. Si quieres culpar a alguien, culpa a los Otros y déjame en paz».
Correr = morir. Quedarse = morir. Parece el tema de esta fiesta.
Debajo del Buick, me sumergí en un crepúsculo cálido y de ensueño. Mi torniquete improvisado había detenido casi toda la hemorragia, pero la herida palpitaba con cada uno de los fatigosos latidos de mi corazón.
«No está tan mal —recuerdo haber pensado—. Esto de morir no está tan mal… ¡Qué va!».
Entonces vi la cara de Sammy apretada contra la ventanilla trasera del autobús escolar amarillo. Estaba sonriendo. Era feliz. Se sentía a salvo rodeado de aquellos otros niños. Además, los soldados ya habían llegado, los soldados lo protegerían, se ocuparían de él y lo arreglarían todo.
Llevaba semanas dándole vueltas. Me producía insomnio, me golpeaba cuando menos me lo esperaba: cuando estaba leyendo, buscando comida o simplemente tumbada en mi tiendecita de campaña del bosque pensando en mi vida antes de la llegada de los Otros.
¿Qué pretendían?
¿Por qué habían interpretado aquella farsa de los soldados acudiendo al rescate en el último momento? Las máscaras antigás, la reunión «informativa» de los barracones… ¿Qué sentido tenía? ¡Podían haberse limitado a soltar uno de sus ojos parpadeantes desde un teledirigido y mandarnos a todos al infierno!
Aquel frío día de otoño, cuando me desangraba debajo del Buick, de repente di con la respuesta. Me golpeó con más fuerza que la bala que acababa de atravesarme la pierna.
Sammy.
Querían a Sammy. No, no solo a Sammy, querían a todos los niños. Y para conseguir a los niños, debíamos confiar en ellos. «Hacemos que los humanos confíen en nosotros, cogemos a los niños y después los mandamos a todos al infierno».
Pero ¿por qué molestarse en salvar a los niños? Habían muerto miles de millones en las tres primeras olas: no parecía que los Otros sintieran mucha debilidad por los críos. ¿Por qué se llevaron a Sammy?
Levanté la cabeza sin pensar y me di contra el chasis del Buick. Apenas me di cuenta.
No sabía si Sammy seguía vivo. En aquel momento, yo podía ser la última persona de la Tierra. Pero había hecho una promesa.
El frío asfalto me araña la espalda.
Siento la calidez del sol en la mejilla helada.
Mis dedos entumecidos se agarran a la manilla de la puerta para ayudarme a levantar mi lamentable culo autocompasivo del suelo.
No puedo apoyar peso en la pierna herida. Me apoyo un segundo en el coche y me enderezo. Sobre una pierna, pero erguida.
A lo mejor me equivoco al pensar que quieren mantener vivo a Sammy. Me he equivocado sobre casi todo desde la Llegada. Sigue existiendo la posibilidad de que sea el último ser humano de la Tierra.
Puede que esté… No, mejor dicho, seguramente esté condenada.
Sin embargo, si solo quedo yo, si soy la última de mi especie, la última página de la historia humana, por mis narices que no dejaré que la historia acabe así.
Puede que sea la última, pero soy la que sigue en pie. Soy la que se vuelve hacia el cazador sin rostro del bosque en una autopista abandonada. Soy la que no huye, la que no se queda, soy la que planta cara.
Porque, si soy la última, significa que yo soy la humanidad.
Y si esta es la última guerra de la humanidad, yo soy el campo de batalla.