37
Cassie, cada vez más pequeña a través de la ventana manchada.
Cassie en la carretera, con Oso en la mano.
Levantando el brazo de Oso para que se despida de él.
«Adiós, Sammy».
«Adiós, Oso».
El polvo de la carretera sube como vapor de agua levantado por las grandes ruedas negras del autobús, y Cassie se hace cada vez más pequeña en medio del remolino marrón.
«Adiós, Cassie».
Cassie y Oso se encogen cada vez más, y él nota la dureza del cristal bajo los dedos.
«Adiós, Cassie. Adiós, Oso».
Hasta que el polvo se los traga, y él se queda solo en el autobús abarrotado, sin mamá, sin papá, sin Cassie… A lo mejor tenía que haberse quedado con Oso, porque Oso había estado con él desde antes de que tuviera memoria. Oso siempre había estado. Pero mamá también había estado siempre. Mamá, la yaya, el abu y el resto de la familia. Y los niños de la clase de la señorita Neyman, la señorita Neyman, los Majewski y la simpática señora del supermercado Kroger que guardaba los chupachups de fresa bajo el mostrador. Ellos también habían estado siempre ahí, como Oso, desde antes de lo que podía recordar, y ahora no estaban. Las personas que habían estado siempre ya no estaban, y Cassie decía que no regresarían.
Nunca.
El cristal recuerda cuando le quita la mano de encima. Guarda el recuerdo de su mano. No como una fotografía, más bien como una sombra borrosa, igual de borrosa que la cara de su madre cuando intenta recordarla.
Todas las caras que ha conocido desde que supo lo que eran las caras se desvanecen, salvo las de papá y Cassie. Ahora todas son nuevas, todas son caras de desconocidos.
Un soldado se le acerca por el pasillo. Se ha quitado la máscara negra y tiene la cara redonda, y la nariz pequeña y salpicada de pecas. No parece mucho mayor que Cassie. Reparte bolsas de gominolas de frutas y zumos. Los dedos sucios de los niños se abalanzan sobre los dulces. Algunos no han comido nada en varios días. Para muchos, los soldados son los primeros adultos que han visto desde la muerte de sus padres. A algunos niños, los más callados, los encontraron en las afueras de la ciudad, vagando entre las pilas de cadáveres ennegrecidos y a medio quemar, y ahora se quedan mirándolo todo como si lo vieran por primera vez. A otros, como Sammy, los recogieron en campos de refugiados o en pequeñas bandas de supervivientes en busca de rescate, y no llevan ropa tan andrajosa, no tienen el rostro tan chupado y sus ojos no están tan vacíos como los de los niños callados, los que encontraron vagando entre las pilas de los muertos.
El soldado llega a la última fila. Lleva una banda blanca con una gran cruz roja en la manga.
—Hola, ¿quieres tomar algo? —le pregunta.
El zumo, y las gominolas pegajosas y correosas con forma de dinosaurios. El zumo está frío. Frío. Hace un siglo que no toma nada frío.
El soldado se acomoda en el asiento de al lado y estira las largas piernas en el pasillo. Sammy empuja la fina pajita de plástico para meterla en el brik de zumo y sorbe mientras detiene la mirada en la forma silenciosa de la chica que hay acurrucada en el asiento de enfrente. Lleva unos pantalones cortos desgarrados, una camiseta rosa manchada de hollín y los zapatos cubiertos de lodo. Sonríe en sueños. Un buen sueño.
—¿La conoces? —pregunta el soldado a Sammy.
Sammy sacude la cabeza. No estaba en el campo de refugiados con él.
—¿Por qué llevas esa cruz roja tan grande?
—Soy sanitario. Ayudo a la gente enferma.
—¿Por qué te has quitado la máscara?
—Ya no la necesito —responde el sanitario, y se mete un puñado de gominolas en la boca.
—¿Por qué no?
—La plaga está ahí detrás —responde el soldado mientras mueve el pulgar para señalar la ventanilla trasera, donde el polvo hierve y Cassie se ha ido encogiendo hasta desaparecer, con Oso en la mano.
—Pero papá dice que la plaga está por todas partes.
El soldado sacude la cabeza.
—No donde vamos.
—¿Adónde vamos?
—Al Campo Asilo.
Con el ruido del motor y el viento que entra silbando por las ventanas abiertas, no ha oído bien lo que le ha dicho: «¿El Campo Cielo?».
—¿Adónde? —insiste Sammy.
—Te va a encantar —responde el soldado dándole unas palmaditas en la pierna—. Lo tenemos todo preparado.
—¿Para mí?
—Para todos.
Cassie en la carretera, ayudando a Oso a decir adiós.
—Entonces, ¿por qué no los habéis traído a todos?
—Lo haremos.
—¿Cuándo?
—En cuanto vosotros estéis a salvo.
El soldado mira de nuevo a la chica, se levanta, se quita la chaqueta verde y la arropa con ella.
—Vosotros sois lo más importante —dice, y su cara de niño parece decidida y seria—. Vosotros sois el futuro.
El estrecho camino polvoriento se convierte en una carretera más ancha y pavimentada, y luego, el autobús tuerce para tomar otra carretera más ancha todavía. Los motores aceleran con un rugido gutural, y los vehículos salen disparados hacia el sol por una autopista libre de accidentes y coches parados. Los han arrastrado o empujado hasta sacarlos del camino para dejar paso a los autobuses cargados de niños.
El sanitario de nariz pecosa vuelve a recorrer el pasillo, esta vez con botellas de agua, y les pide que cierren las ventanas porque algunos de los niños tienen frío y a otros les asusta el ruido del viento, que parece el rugido de un monstruo. El aire del autobús no tarda mucho en enrarecerse y la temperatura aumenta, así que a los niños enseguida les entra el sueño.
Sin embargo, Sam le dio a Cassie su oso para que le hiciera compañía y nunca ha dormido sin él, al menos, no desde que Oso llegara a sus manos. Está cansado, pero también está desosado. Cuanto más intenta olvidar a Oso, más lo recuerda, cuanto más lo echa de menos, más desearía no haberlo dejado atrás.
El soldado le ofrece una botella de agua y se da cuenta de que algo va mal, aunque Sammy sonríe y finge no sentirse vacío y desosado. El sanitario se sienta de nuevo junto a él, le pregunta su nombre y le dice que él se llama Parker.
—¿Cuánto queda? —pregunta Sammy.
Pronto anochecerá, y la noche es lo peor. Nadie se lo ha dicho, pero sabe que, cuando por fin lleguen, lo harán por la noche y sin aviso, como las otras olas, y no se podrá hacer nada al respecto: pasará sin más, como cuando la tele se apagó, los coches murieron, los aviones cayeron, llegó la plaga (las Molestas Hormigas, como la llamaban Cassie y papá), y su madre acabó envuelta en sábanas ensangrentadas.
Cuando aparecieron los Otros, su padre le dijo que el mundo había cambiado y que ya nada sería como antes, y que a lo mejor lo llevaban a su nave nodriza, o de aventuras por el espacio exterior. Y Sammy estaba deseando entrar en la nave y salir volando por el espacio como Luke Skywalker en su caza espacial X-wing. Se sentía como el día antes de Navidad. Cuando amaneció, creyó que despertaría y que todos los maravillosos regalos de los Otros estarían allí.
Sin embargo, lo único que trajeron los Otros era la muerte.
No habían llegado para regalarle nada, sino para quitárselo todo.
¿Cuándo acabaría (acabarían)? Puede que nunca. A lo mejor los alienígenas no pararían hasta habérselo llevado todo, hasta que el planeta entero estuviese como Sammy, vacío, solo y desosado.
Así que pregunta al soldado:
—¿Cuánto queda?
—No queda mucho —responde el soldado llamado Parker—. ¿Quieres que me quede contigo?
—No tengo miedo —asegura Sammy.
«Ahora tienes que ser valiente», le había dicho Cassie el día que murió su madre, cuando vio la cama vacía y supo sin preguntar que se había ido con la yaya y con todos los demás, los que conocía y los que no conocía, los que se apilaban en hogueras a las afueras de la ciudad.
—No deberías tenerlo: ahora estás completamente a salvo —dice el soldado.
Es justo lo que le había dicho papá una noche después de que se quedaran sin electricidad, después de tapar las ventanas con tablas y bloquear las puertas, cuando los hombres malos con pistolas salieron a robar cosas.
«Estás completamente a salvo».
Después de que mamá enfermara y papá les pusiera a Cassie y a él las máscaras de papel blanco.
«Solo para estar seguros, Sam. Creo que estás completamente a salvo».
—Y te va a encantar el Campo Asilo —dice el soldado—. Ya lo verás, lo hemos preparado para los niños como tú.
—¿Y allí no nos pueden encontrar?
—Bueno —responde el soldado, sonriendo—, eso no lo sé, pero es probable que ahora mismo sea el sitio más seguro de Norteamérica. Incluso tenemos un campo de fuerza invisible, por si los visitantes intentan algo.
—Los campos de fuerza no son reales.
—Bueno, la gente decía lo mismo de los alienígenas.
—¿Has visto alguno, Parker?
—Todavía no. Nadie los ha visto, al menos no en mi compañía, pero estamos deseándolo.
Esboza una típica sonrisa de soldado duro, y a Sammy se le acelera el corazón. Ojalá fuese lo bastante mayor para ser un soldado como Parker.
—¿Quién sabe? —añade Parker—. A lo mejor son como nosotros, a lo mejor estás mirando a uno ahora mismo.
Una sonrisa distinta, burlona.
El soldado se levanta y Sammy va a cogerle la mano. No quiere que Parker se vaya.
—¿De verdad hay un campo de fuerza en el Campo Cielo?
—Sí, y torres de vigilancia, y cámaras de seguridad que funcionan las veinticuatro horas del día, vallas de seis metros de altura que terminan en alambre de cuchillas y unos feroces perros guardianes capaces de oler a un extraterrestre a ocho kilómetros de distancia.
—¡Eso no suena como el cielo! —exclama Sammy, arrugando la nariz—. ¡Suena como una cárcel!
—Salvo que las cárceles sirven para que los malos no salgan, y nuestro campo sirve para que los malos no entren.