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No debía de ser mucho mayor que yo, dieciocho, puede que diecinueve años. Aunque, bueno, por lo que sé, igual tenía setecientos diecinueve. Han pasado cinco meses y ni siquiera estoy segura de si la cuarta ola es humana, una especie de híbrido o los Otros en persona. De todos modos, la verdad es que no creo que los Otros tengan el mismo aspecto que nosotros, hablen como nosotros y sangren como nosotros. Me gusta pensar que los Otros son…, bueno, otros.

Fue en mi incursión semanal en busca de agua. Hay un arroyo cerca de mi campamento, pero me preocupaba que estuviera contaminado, ya fuera por algún producto químico, por aguas fecales o por algún cadáver río arriba. O que estuviera envenenado. Privarnos de agua potable sería una forma excelente de barrernos por completo.

Así que una vez a la semana me echo al hombro mi fiel M16 y salgo del bosque a pie camino de la interestatal. A dos kilómetros al sur, nada más tomar la salida 175, hay un par de gasolineras que tienen tienda. Cargo con todas las botellas de agua que puedo, lo que no es mucho, ya que el agua pesa, y, antes de que caiga la noche, regreso a toda prisa a la autovía y a la relativa seguridad de los árboles. El mejor momento para moverse es el anochecer. Nunca he visto a un teledirigido a esas horas. Tres o cuatro durante el día y muchos más por la noche, pero nunca al anochecer.

En cuanto entré por la puerta destrozada de la gasolinera supe que algo había cambiado. En realidad no vi nada distinto; la tienda parecía estar exactamente igual que la semana anterior: las paredes cubiertas de grafiti, los estantes volcados, el suelo lleno de cajas vacías y heces secas de rata, las cajas registradoras reventadas y las neveras saqueadas. Era el mismo revoltijo apestoso y desagradable por el que había tenido que pasar semana tras semana durante el último mes para llegar a la zona de almacenaje de detrás de las vitrinas refrigeradas. No lograba entender por qué la gente se había llevado las cervezas, los refrescos, el dinero de las cajas y los rollos de billetes de lotería y, sin embargo, había dejado allí los dos palés cargados de agua potable. ¿En qué estaban pensando? ¿«¡Es el Apocalipsis alienígena! ¡Corre, coge las cervezas!»?

El mismo caos de desperdicios, el mismo hedor a rata y a comida podrida, el mismo remolino de polvo que se movía caprichosamente bajo la luz turbia que entraba por las sucias ventanas, y el desorden seguía en orden, intacto, como siempre.

Sin embargo…

Había cambiado algo.

Estaba en el pequeño charco de cristales rotos de la entrada de la tienda. No lo vi, no lo oí, no lo olí ni lo sentí, pero lo sabía.

Algo había cambiado.

Hace mucho tiempo que los humanos no son presas, puede que unos cien mil años. Sin embargo, en lo más profundo de nuestros genes permanece el recuerdo: la gacela siempre alerta, el instinto del antílope. El viento que susurra entre la hierba. Una sombra que se mueve entre los árboles. Entonces aparece la vocecita que dice: «Shh, está cerca. Muy cerca».

No recuerdo haberme descolgado el M16 del hombro. De repente lo tenía en las manos con el cañón hacia abajo y el seguro quitado.

«Cerca».

Hasta entonces, el blanco más grande al que había apuntado era un conejo, y en realidad había sido una especie de experimento para asegurarme de que era capaz de usar el arma sin acabar pegándome un tiro en alguna parte de mi anatomía. Una vez disparé por encima de la cabeza de unos perros salvajes que se habían interesado más de la cuenta por mi campamento. Y otra disparé casi al cielo, apuntando a un diminuto punto reluciente de luz verde: era su nave nodriza, que se deslizaba por el cielo con la Vía Láctea de fondo. Vale, reconozco que fue una estupidez. Como montar un cartel publicitario con una flecha enorme señalándome la cabeza junto a las palabras: «¡EEEH, ESTOY AQUÍ!».

Después del experimento del conejo (volé al pobre animalito en mil pedazos, convertí al Conejo Blanco en una masa irreconocible de tripas y huesos rotos), renuncié a la idea de usar el fusil para cazar. Ni siquiera hacía prácticas de tiro. En el silencio que se impuso en la Tierra tras la cuarta ola, las balas hacían más ruido que una bomba atómica.

De todos modos, el M16 era como mi amigo del alma. Siempre a mi lado, incluso de noche, metido en el saco de dormir conmigo, fiel y leal. En la cuarta ola no puedes confiar en que la gente siga siendo gente, pero sí en que tu arma siga siendo tu arma.

«Shh, Cassie, está cerca».

«Muy cerca».

Tendría que haber huido, tendría que haberle hecho caso a esa vocecita que me hablaba. Esa vocecita es más vieja que yo, más vieja que la persona más vieja que haya existido nunca.

Debería haberle hecho caso.

Sin embargo, en lugar de eso, me concentré en el silencio de la tienda abandonada, escuché atentamente. Algo estaba cerca. Me alejé un paso de la puerta y un pedazo de cristal roto crujió ligeramente al pisarlo.

Entonces, el Algo hizo un ruido, un sonido entre tos y gemido. Procedía de la habitación trasera, la de detrás de los refrigeradores, donde estaba mi agua.

Y entonces ya no me hizo falta la vocecilla para saber lo que tenía que hacer. Era obvio, no había vuelta de hoja: huir.

Sin embargo, no lo hice.

La primera regla para sobrevivir a la cuarta ola es no confiar en nadie, sea cual sea su aspecto. Los Otros han acertado en eso… Bueno, en realidad han acertado en todo. Da igual que alguien tenga el aspecto adecuado, diga las cosas adecuadas y actúe justo como esperas. ¿Acaso no fue la muerte de mi padre prueba de eso? Aunque el desconocido sea una ancianita tan dulce como tu tía abuela Tilly y lleve un gatito en brazos, no puedes estar seguro (nunca se sabe) de que no sea uno de ellos, de que detrás de ese gatito no haya un 45 cargado.

No es inconcebible. Cuanto más piensas en ello, más posible te parece. Hay que acabar con la ancianita.

Es la parte más difícil. Si me paro a pensarlo, me dan ganas de esconderme en el saco de dormir, cerrar la cremallera y morir de hambre poco a poco. Si no puedes confiar en nadie, no debes hacerlo. Mejor dar por sentado que la tía Tilly es uno de ellos en vez de arriesgarte a suponer que es otro superviviente como tú.

Es diabólico.

Nos divide. Hace que resulte más sencillo cazarnos y erradicarnos. La cuarta ola nos obliga a permanecer en soledad, a olvidarnos de que la unión hace la fuerza, hasta que, poco a poco, nos volvemos locos por culpa del aislamiento, el miedo y la terrible espera de lo inevitable.

Así que no hui, no podía. Ya fuera uno de ellos o una tía Tilly, tenía que defender mi territorio. La única forma de seguir viva es seguir sola. Esa es la segunda regla.

Me dejé guiar por esa tos entre sollozos o esos sollozos entre toses, como queramos llamarlo, hasta que llegué a la puerta que daba a la habitación de atrás sin apenas respirar, de puntillas.

La puerta estaba entreabierta, había el espacio justo para entrar de lado. Justo delante de mí, en la pared, había una estantería metálica; a la derecha, el largo pasillo estrecho que recorría la fila de refrigeradores. Allí no había ventanas. La única iluminación procedía del pálido brillo naranja del día que moría detrás de mí, aunque el resplandor bastaba para proyectar mi sombra sobre el suelo pegajoso. Me agaché, y mi sombra se agachó conmigo.

No podía ver el pasillo más allá del borde del refrigerador, pero oía a alguien (o a algo) al otro extremo. Tosía, gemía y dejaba escapar aquellos sollozos húmedos.

«O está malherido o finge estarlo —pensé—. O necesita ayuda o es una trampa».

A eso se ha reducido la vida en la Tierra desde la Llegada: o una cosa o la otra.

«O es uno de ellos y sabe que estás aquí o no es uno de ellos y necesita tu ayuda».

En cualquier caso, tenía que levantarme y doblar aquella esquina.

Así que me levanté.

Y doblé la esquina.

La quinta ola
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