Apéndice
Diario de Marie Curie
30 de abril de 1906
Querido Pierre, a quien ya no volveré a ver aquí, quiero hablarte en el silencio de este laboratorio, donde no imaginaba tener que vivir sin ti. Y quiero empezar acordándome de los últimos días que vivimos juntos.
Me fui a St. Rémy1 el viernes antes de Pascua, el 13 de abril; pensaba que a Irène le sentaría bien2 y que, sin nodriza, allí sería más fácil cuidar de Ève3. Hasta donde yo recuerdo, pasaste toda la mañana en casa y te hice prometer que nos alcanzarías el sábado por la tarde. Mientras nosotras salíamos para la estación, tú ibas para el laboratorio y te reproché que no me dijeras adiós. A la mañana siguiente, yo te esperaba en St. Rémy sin estar muy segura de si te vería. Mandé a Irène a tu encuentro en bicicleta. Llegasteis los dos juntos, ella llorando, porque se había caído y se había hecho una herida en la rodilla. Pobre criatura, ahora tu rodilla está casi curada pero tu padre, que fue quien te la curó, ya no está con nosotras. Yo estaba contenta de que mi Pierre estuviera allí. En el salón, se calentaba las manos delante del fuego que yo había encendido para él y se reía al ver que Ève acercaba como él sus manos al fuego y se las frotaba a continuación. Te habíamos hecho las natillas que te gustaban. Dormimos en nuestra habitación con Ève. Me dijiste que preferías aquella cama a la de París. Dormíamos acurrucados el uno en el otro, como de costumbre, y te di un pequeño chal de Ève para que te taparas la cabeza. Ève estaba detrás, en su capazo. Cuando se despertó, a media noche, la mecí y no quise que te levantaras, como pretendías. Por la mañana, buen tiempo; saliste a ver el campo nada más levantarte. Después fuimos todos juntos a por leche a la granja de abajo. Tú te reías al ver a Ève metiéndose en todas las roderas del camino y subiéndose a las partes más pedregosas del trayecto. ¡Oh, cómo me cuesta recordarlo, se me escapan los detalles! Nos sorprendió mucho ver las aulagas florecidas. Luego subiste el sillín de la bicicleta de Irène y después de comer fuimos los tres en bici al valle de Port-Royal. Hacía un tiempo exquisito. Nos paramos delante de la poza que hay en la hondonada donde la carretera cruza al otro lado del valle. Le mostraste a Irène algunas plantas y animales, y nos lamentábamos por no conocerlos mejor. Luego pasamos Milon-la-Chapelle y nos paramos en el prado que hay a continuación. Estuvimos buscando flores y mirando algunas de ellas con Irène. Cogimos también ramas de mahonia en flor e hicimos un gran ramo con ranúnculos de agua, que tanto te gustaban. Te llevaste el ramo a París la mañana siguiente, y todavía seguía vivo cuando tú habías muerto. A la vuelta nos paramos en unos troncos y enseñaste a Irène a andar por encima de ellos poniendo los pies hacia fuera. Ya en casa, no sabías si marcharte, estabas cansado, te retuve, dudabas si ir a comer a la calle de los Martyrs al día siguiente, pero preferiste quedarte con nosotras. La noche fue algo agitada porque Ève lloró un poco, pero tú mantenías la calma. Al día siguiente estabas cansado; hacía un tiempo divino. Por la mañana te sentaste en el prado que hay en el camino del pueblo, el que desciende a la derecha justo después de pasar la pequeña hondonada del camino detrás de la casa de los Borgeaud. Irène corría tras las mariposas con una redecilla endeble y a ti te parecía que no atraparía ninguna. Sin embargo, para su enorme alegría, cogió una, y yo la convencí para que la dejara en libertad. Me senté junto a ti y me tumbé, atravesada sobre tu cuerpo. Estábamos bien, yo sentía cierto remordimiento por si estabas cansado, pero te notaba feliz. Y yo misma tenía esa sensación que había experimentado a menudo durante los últimos tiempos de que ya nada nos turbaba. Me sentía en calma y llena de una ternura dulce hacia el excelente compañero que estaba allí conmigo, sentía que mi vida le pertenecía, que mi corazón rebosaba cariño hacia ti, mi Pierre, y me hacía feliz sentir que allí, a tu lado, bajo aquel sol hermoso y frente a aquellas vistas divinas del valle, no me faltaba nada. Eso me daba fuerzas y fe en el futuro, no sabía que no habría futuro alguno para mí.
Irène tenía calor. Le quité su jersey de ir en bicicleta en mitad del prado, y se fue corriendo a casa con su pantalón de punto azul, los brazos y el cuello desnudos, a buscar su chaqueta de tela. La contemplábamos maravillados, su gracia y su belleza nos hacían felices.
Puse una manta caliente fuera para que descansaras. Nosotras teníamos que ir a la granja de arriba. Quisiste venir con nosotras; yo tenía un poco de miedo de que te cansaras, pero de todas formas estaba contenta porque me daba pena dejarte. Subimos tranquilamente. Tú estabas pendiente de que Irène anduviera con los pies hacia fuera. Una vez arriba mandamos a Irène y Emma a la granja y tú y yo giramos a la derecha con Ève para buscar las charcas con nenúfares que recordábamos. Las charcas estaban medio secas, y no había nenúfares, pero las aulagas habían florecido: las contemplábamos admirados. Llevábamos a Ève primero uno y luego el otro, sobre todo yo. Nos sentamos junto a una garbera, y yo me quité la enagua para que no te sentaras en el suelo sin nada, me trataste de loca y me reñiste, pero yo no te hacía caso, me daba miedo que enfermaras. Ève nos divertía con sus monerías. Por fin, Emma e Irène venían a nuestro encuentro. La chaqueta de Irène se veía desde lejos; se hacía tarde. Bajamos por el camino atravesando el bosque, encontramos algunas encantadoras vincapervincas y violetas.
Una vez en casa, quisiste marcharte. Me daba mucha pena, pero no podía oponerme, era necesario, te hice la cena rápidamente y te fuiste.
Me quedé todavía un día más en St. Rémy y no regresé hasta el miércoles, en el tren de las dos y veinte, con mal tiempo, frío y lluvioso. El tiempo que te acabaría costando la vida. Quería concederles a las niñas un día más de campo. ¿Por qué estuve tan poco acertada?, fue un día menos que viví contigo. Vine a buscarte al laboratorio el miércoles por la tarde. Entré por la puerta pequeña y te vi por la ventana con tu bata y tu gorro, en la sala grande del pabellón, detrás del barómetro. Entré y me dijiste que habías pensado que con el mal tiempo que hacía no lamentaría irme de St. Rémy. Te contesté que sí, que era verdad, y que si me había quedado un poco más había sido por las niñas. Fuiste a buscar tu abrigo y tu sombrero a la habitación donde yo trabajo, y yo te esperé junto al barómetro. Volviste y nos dirigimos a casa de Foyot. De camino hablamos de las cenas de compromiso, nos hastiaban un poco las previsibles molestias, y yo me preguntaba si no habría sido mejor no asistir a la cena. Esa fue la última vez que cenaría contigo. Entramos, me puse a charlar con la señora Rubens; volví a juntarme contigo ya en la mesa. Estábamos en una de las esquinas, con Henri Poincaré entre nosotros. Le hablé de la necesidad de reemplazar la educación literaria por una educación más cercana a la naturaleza, del artículo que nos había gustado, Pierre mío (¿no fue en St. Rémy donde lo leímos?). Luego, algo incómoda de hablar tanto, quise cederte la palabra, obedeciendo a esa sensación que siempre he tenido de que lo que tú pudieras decir sería más interesante que lo que pudiera decir yo misma (en todas las circunstancias de nuestra vida, siempre he tenido esa confianza inquebrantable en ti, en tu valía). La conversación nos condujo entonces hasta Eusapia4 y los fenómenos que realizaba. Poincaré hacía objeciones con su sonrisa de escéptico pero curioso de las novedades; tú alegabas la realidad de los fenómenos. Yo observaba tu cara mientras hablabas y, una vez más, me admiraba tu hermosa cabeza, el encanto de tu palabra sencilla, iluminada por tu sonrisa. Esa fue la última vez que escuché cómo exponías tus ideas.
Después de cenar, nos juntamos de nuevo sólo al momento de marcharnos. Fuimos a la estación (¿con Clangevin y Brillouin?). Volvimos a casa y recuerdo que delante de ella hablamos otra vez de ese tema de la educación que tanto nos interesaba. Te dije que la gente con la que habíamos hablado no entendía nuestra idea, que no veían en la enseñanza de las ciencias naturales más que una exposición de hechos cotidianos, que no entendían que para nosotros se trataba de transmitir a los niños un gran amor por la naturaleza, por la vida, y al mismo tiempo la curiosidad por conocerla. Opinabas como yo, y sentíamos que entre nosotros había una comprensión rara y admirable; si me lo dijiste en ese momento, ya no me acuerdo, pero cuántas veces no me lo habías dicho ya, Pierre mío: «Realmente, vemos todo de la misma forma», o alguna frase análoga, cuyas palabras se me escapan ahora.
Y yo te respondía: «Sí, Pierre, estamos hechos para una existencia en común», o alguna cosa por el estilo. El recuerdo del final de ese último día se me escapa, por desgracia […]. Emma nos había avisado de que Ève estaba mala. Te hice quitarte los zapatos para no hacer ruido. Durante la noche, se despertó y tuve que cogerla en brazos. Luego la acosté entre los dos; te dije que necesitaba entrar en calor; tú dijiste algo animándome a cuidarla y consolarla, luego la besaste varias veces. Poco después se durmió y pude acostarla en su cama. Ève había despertado a Irène, pero se volvió a dormir con facilidad. No me acuerdo bien de la mañana siguiente. Emma regresó, y tú le reprochaste que no tenía la casa suficientemente bien (ella había pedido un aumento). Salías, tenías prisa, yo me estaba ocupando de las niñas, y te marchabas preguntándome en voz baja si iría al laboratorio. Te contesté que no lo sabía y te pedí que no me presionaras. Y justo entonces te fuiste; la última frase que te dirigí no fue una frase de amor y de ternura. Luego, ya sólo te vi muerto […].
Entro en el salón. Me dicen: «Ha muerto». ¿Acaso puede una comprender tales palabras? Pierre ha muerto, él, a quien sin embargo había visto marcharse por la mañana, él, a quien esperaba estrechar entre mis brazos esa tarde, ya sólo lo volveré a ver muerto y se acabó, para siempre. Todavía y siempre repito tu nombre: «Pierre, Pierre, Pierre, mi Pierre», pero por desgracia eso no hará que venga, se ha ido para siempre dejándome sólo la desolación y la desesperación. Pierre mío, te he esperado durante horas mortales, me han traído las cosas que llevabas encima, tu estilográfica, tu tarjetero, tu monedero, tus llaves, tu reloj, ese reloj que no se paró cuando tu pobre cabeza recibió el terrible golpe que la quebró.
Eso es todo lo que me queda de ti, junto a algunas viejas cartas y algunos papeles. Es todo lo que tengo a cambio del amigo tierno y amado con el que contaba pasar mi vida.
Me lo trajeron por la tarde. Primero, en el coche, te besé la cara, que apenas había cambiado. Luego te llevamos a la habitación de abajo y te colocamos sobre la cama. Y te volví a besar, aún estabas flexible y casi caliente, y besé tu querida mano, que todavía se cerraba. Me pidieron que saliera mientras te quitaban la ropa. Obedecí, trastornada, y no entiendo cómo pude ser tan tonta. Me correspondía a mí quitarte la ropa ensangrentada, nadie más debía hacerlo, nadie debía tocarte, cómo no lo entendí entonces. Lo comprendí después, y entonces sólo me podía separar de ti de vez en cuando, y me quedaba en tu habitación cada vez más, y te acariciaba la cara y te la besaba.
Días tristes y terribles. A la mañana siguiente, la llegada de Jacques5; sollozos y lágrimas. Luego los dos, Jacques y yo, entrábamos constantemente a verte, y las primeras palabras de Jacques junto a tu cama fueron: «Tenía todas las cualidades; no había dos como él». Nos comprendíamos bien, Jacques y yo, su presencia es un consuelo para mí. Permanecimos al lado de quien más nos quería, juntos nos lamentamos, juntos releímos las viejas cartas y lo que queda de tu diario. ¡Oh, siento tanto que Jacques se haya marchado!
Pierre, mi Pierre, estás ahí, tranquilo como un pobre herido que descansa mientras duerme con la cabeza vendada. Y tu cara se mantiene aún dulce y serena, aún sigues siendo tú, encerrado en un sueño del que no puedes salir. Tus labios, que yo solía decir eran exquisitos, están pálidos, descoloridos. Tu barbita canosa; apenas se ve tu pelo porque la herida empieza justo ahí y podría verse el hueso superior de la derecha de la frente levantado. ¡Oh, cuánto te ha debido de doler, cuánto has sangrado, tu ropa está empapada de sangre! Qué golpe ha sufrido tu pobre cabeza, que yo acariciaba tan a menudo tomándola en mis manos. Y una vez más te besé los párpados que tú cerrabas tan a menudo para que yo los besara, me ofrecías la cabeza con un movimiento familiar que recuerdo hoy y que veré difuminarse en mi memoria; ya el recuerdo es confuso e incierto. ¡Oh, cuánto maldigo esta carencia de memoria visual que me impide tener una imagen clara de lo que ha desaparecido! ¡Pronto el único recurso serán tus retratos! ¡Oh! Necesitaría una memoria de pintor o de escultor para tenerte siempre visible a mis ojos y que tu querida imagen no se borre jamás y me acompañe fielmente.
Me aflige sentir que todo lo que escribo resulta frío y que no soy capaz de fijar por escrito el recuerdo de aquellas horas atroces.
¿Qué puedo entonces esperar salvar del desastre y conservar en el futuro como apoyo para mis extraviados pensamientos?
1 de mayo de 1906
Pierre mío, cuánto me aflige todo en esta casa que tú has dejado. El alma de la casa se ha ido, todo está triste, desolado y privado de sentido.
Te pusimos en el ataúd el sábado por la mañana, y yo sostuve tu cabeza mientras lo hacíamos. ¿A que tú no habrías querido que nadie más sostuviera esa cabeza? Te besé, Jacques también y también André6; dejamos un último beso sobre tu cara fría pero tan querida como siempre. Luego, algunas flores dentro del ataúd y el pequeño retrato mío de «joven estudiante aplicada», como tú decías, y que tanto te gustaba. Ese es el retrato que debía acompañarte en tu tumba, porque era el retrato de aquella a la que tú habías escogido como compañera, aquella que tuvo la suerte de gustarte tanto que no dudaste en ofrecerle compartir tu vida, a pesar de que no la habías visto más que unas cuantas veces. Y a menudo me decías que había sido la única vez en tu vida que actuaste sin dudarlo, puesto que tenías la absoluta convicción de hacer lo correcto. Pierre mío, creo que no te equivocaste […], estábamos hechos para vivir juntos, y nuestra unión debía producirse. Sólo que, por desgracia, tendría que haber durado mucho más.
Tu ataúd se cierra tras un último beso, y no te vuelvo a ver. No permito que lo recubran con el horrible paño negro. Lo cubro de flores y me siento al lado. Hasta que se lo llevaron, apenas me moví. Quiero decir aquí qué sensación tuve. Estaba sola con tu ataúd y puse mi cabeza en él, apoyando la frente. Y a pesar de la inmensa angustia que sentía, te hablaba. Te dije que te amaba y que te había amado siempre con todo mi corazón. Te dije que tú lo sabías […] y que te había ofrecido mi vida entera; te prometí que jamás daría a ningún otro el lugar que tú habías ocupado en mi vida y que trataría de vivir como tú habrías querido que lo hiciera. Y me pareció que de ese contacto frío de mi frente con el ataúd me llegaba algo parecido a la serenidad y la intuición de que volvería a encontrar el ánimo de vivir. Era una ilusión, o quizá una acumulación de energía que provenía de ti y que al condensarse dentro del ataúd cerrado me llegaba con el contacto, como una acción benefactora de tu parte.
Vienen a buscarte, entristecida concurrencia, los miro, no les hablo. Te acompañamos a Sceaux y te vemos bajar por el agujero grande y profundo que debe acoger tu último reposo. Luego el terrible desfile de gente, se ofrecen a llevarnos. Jacques y yo volvemos, queremos verlo hasta el final; rellenan la fosa, colocan los ramos de flores, todo ha terminado, Pierre duerme su último sueño bajo tierra, es el fin de todo, todo, todo.
¿A que hice bien, Pierre mío, evitando en torno a tu cortejo fúnebre el ruido y las ceremonias que detestabas? Preferiste, estoy segura, irte así, sin revuelo, sin demostraciones vanas, sin discursos. Siempre te gustó la calma. Y los dos últimos días en St. Rémy me dijiste una vez más que esa tranquilidad te sentaba bien.
No sé cómo fueron la tarde y la noche. A la mañana siguiente se lo conté todo a Irène, que estaba en casa de Perrin7. Hasta ese momento, sólo le había dicho que su padre se había dado un fuerte golpe en la cabeza y que no podía venir. Ella reía y jugaba al lado mientras nosotros velábamos a su padre muerto. Cuando se lo dije —quise hacerlo yo misma, era mi deber de madre—, al principio no lo entendió y dejó que me marchara sin decir nada; pero luego, al parecer, lloró y pidió vernos. Lloró mucho en casa, luego volvió a irse a casa de sus amiguitos tratando de olvidar. No quiso saber ningún detalle y al principio tenía miedo de hablar de su padre. Abría mucho los ojos, turbada ante la ropa negra que llevábamos puesta. La primera vez que volvió a dormir en casa, en mi cama, se despertó por la mañana y, medio dormida, buscándome con el brazo, dijo con voz quejumbrosa: «¿A que no está muerto?». Ahora no parece que piense en ello, sin embargo ha reclamado el retrato de su padre que alguien había quitado de la ventana de su habitación. Hoy, al escribirle a su prima, Madeleine, no ha hablado de él. Pronto lo olvidará completamente y, por lo demás, ¿sabía lo que era su padre? Pero la pérdida de ese padre pesará sobre su existencia y nunca sabremos el daño que esa pérdida habrá causado. Porque yo soñaba, Pierre mío, y te lo dije a menudo, que esa niña que se parecía tanto a ti por la reflexión grave y tranquila, pronto se convertiría en tu compañera de trabajo, y te debería lo mejor de sí misma8 ¿Quién le aportará lo que tú podrías haberle dado?
Llegada de Józef y Bronya9. Son buenos. Pero se habla demasiado en esta casa. Se nota que ya no estás, Pierre mío, tú que detestabas el ruido. Irène juega con sus tíos. Ève, que durante todo lo ocurrido correteaba por casa con una alegría inconsciente, juega y ríe, todo el mundo habla. Y yo veo los ojos del Pierre de mi alma sobre su lecho de muerte, y sufro. Y me parece que el olvido ya viene, el horroroso olvido, que aniquila hasta el recuerdo del ser amado. Y mi tristeza aumenta y me sumo en la contemplación de esa visión interior.
Ahora la casa está más tranquila, Jacques y Josef se han ido, mi hermana se irá mañana. A mi alrededor, todos olvidan. En cuanto a mí, tengo momentos de una casi completa insensibilidad y lo que me sorprende mucho es que a ratos puedo trabajar. Pero los momentos de calma son raros y tengo sobre todo este sentimiento obsesivo de desamparo, con momentos de angustia, y también una inquietud, y a veces la idea ridícula de que todo esto es una ilusión y que vas a volver. ¿No tuve ayer, al oír cerrarse la puerta, la idea absurda de que eras tú?
Con mi hermana quemamos tu ropa del día de la desgracia. En un fuego enorme arrojo los jirones de tela recortados con los grumos de sangre y los restos de sesos. Horror y desdicha, beso lo que queda de ti a pesar de todo, querría embriagarme con mi dolor, apurar la copa, para que cada uno de tus sufrimientos repercuta en mí hasta hacer estallar mi corazón.
Por la calle, camino como hipnotizada, sin percatarme de nada. Yo no me mataré, ni siquiera tengo el deseo de suicidarme. Pero entre todos esos coches, ¿no habrá uno que me haga compartir la suerte de mi amado?
La mañana del domingo después de tu muerte fui por primera vez al laboratorio con Jacques. Intenté tomar una medida para una curva de la que cada uno habíamos trazado algunos puntos. Pero al cabo de un rato sentí la imposibilidad de continuar. En el laboratorio había una tristeza infinita y parecía un desierto. Luego regresé y me di mucha prisa con […] los ayudantes de Pierre. He hecho también algunos cálculos para esclarecer las últimas notas de tu cuaderno de laboratorio relativas a la dosificación de la emanación y me he ocupado de la curva de desintegración de ésta. Todo varía según el momento. Hay momentos en los que me parece que no siento nada y que puedo trabajar, luego la angustia regresa con el desánimo.
Me ofrecen sucederte, Pierre mío, en tu curso y en la dirección del laboratorio. He aceptado. No sé si está bien o mal. Tú solías decirme que te habría gustado que yo diera un curso en la Sorbona. Yo querría al menos hacer el esfuerzo de continuar con las investigaciones. A veces me parece que así me será más fácil vivir, otras me parece que estoy loca por embarcarme en esto. Cuántas veces no te habré dicho que, en el caso de que ya no te tuviera conmigo, probablemente no trabajaría. Yo depositaba en ti todas mis esperanzas científicas, y mira, me atrevo a continuar sin ti. Tú me decías que no debía hablar así y «que habría que continuar como si nada», pero cuántas veces no me has dicho tú mismo que «si ya no me tuvieras contigo quizá trabajarías todavía pero que no serías más que un cuerpo sin alma». ¿Y dónde encontraré yo un alma si la mía se ha ido contigo?
[…]
7 de mayo de 1906
Pierre mío, la vida es atroz sin ti, es una angustia sin nombre, un desamparo sin fondo, una desolación sin límites. Desde que no estás, hace ya dieciocho días, no he dejado de pensar en ti ni un solo instante, salvo cuando dormía. Ni un solo momento estando despierta has abandonado mis pensamientos, y cada vez me cuesta más pensar en otra cosa y en consecuencia trabajar. Ayer, por primera vez desde el día fatídico, una ocurrencia de Irène me hizo reír, pero aun riéndome, me dolía. ¿Te acuerdas de cómo te reprochabas haberte reído algunos días después de la muerte de tu madre? «Cariño mío, el osezno se ha reído», me dijiste con voz afligida, y yo te consolé lo mejor que pude. Estábamos sentados en la cama de nuestro dormitorio de la calle de la Glacière. Pierre mío, pienso en ti sin tregua ni fin, mi cabeza estalla y mi razón se trastorna. No entiendo que a partir de ahora deba vivir sin verte, sin sonreír al dulce compañero de mi vida, a mi amigo tan tierno y devoto.
¿Recuerdas cómo me cuidabas cuando me encontraba mal durante los embarazos?
[…] Pierre mío, yo te amaba y no sé cómo vivir sin ti. Desde hace dos días he visto que los árboles tienen hojas y que el jardín está hermoso. Esta mañana he observado admirada a las niñas, qué hermosas. He pensado que a ti te habrían parecido hermosas también y que me habrías llamado para mostrarme los narcisos y las vincapervincas en flor. Ayer estuve en el cementerio. No podía entender las palabras «Pierre Curie» grabadas en la piedra. El sol y la belleza del campo me dolían y me cubrí con el velo para verlo todo a través de la tela. También he pensado que estabas más tranquilo en este cementerio de Sceaux que en cualquier otro sitio […].
Pierre mío, igual que mi corazón se agarra al recuerdo de la imagen querida, me parece que el esfuerzo de mi sufrimiento debería bastar para romperlo y acabar con esta vida de la que tú te has ido.
Mi hermoso, mi bueno, mi querido Pierre amado. ¡Oh, la nostalgia de verte, de ver tu sonrisa bondadosa, tu dulce rostro, oír tu voz grave y dulce, y de apretarnos el uno contra el otro como hacíamos a menudo! Pierre, no quiero, no quiero soportar esto. La vida no es posible. Verte sacrificado de esta manera, tú, el más inofensivo, el más justo, el más benévolo, el más abnegado, oh, Pierre, jamás tendré suficientes lágrimas para llorar esto, jamás tendré suficientes pensamientos para recordarlo, y todo lo que pueda hacer y sentir ante semejante tragedia es en vano […].
Intento retomar mi vida, creo que es una ilusión, y ni siquiera esta es completa. En el fondo de mí misma, soy consciente de que esto ha pasado, y soy como alguien que intenta engañarse y que a duras penas lo consigue. Me doy cuenta sin embargo de que, para tener la menor oportunidad de éxito en mi trabajo, tengo que dejar de pensar en mi desgracia cuando estoy trabajando. Pero no sólo no creo que por el momento pueda conseguirlo, sino que la sola idea de que pudiera ocurrir me repugna. Me parece que después de haber perdido a Pierre no debo de poder reírme de corazón nunca más hasta el final de mis días.
Mañana del 11 de mayo de 1906
Pierre mío, me levanto después de haber dormido bien, relativamente tranquila, apenas hace un cuarto de hora de todo eso y, fíjate, otra vez tengo ganas de aullar como un animal salvaje.
14 de mayo de 1906
Mi pequeño Pierre, quisiera decirte que los ébanos falsos han florecido, y que las glicinias y el espino blanco y los lirios empiezan, te habría encantado ver todo esto y calentarte al sol. Quiero decirte también que me han nombrado para tu puesto y ha habido imbéciles que me han felicitado. Y también que sigo viviendo sin consuelo y que no sé en qué me convertiré ni cómo soportaré la tarea que me queda. Por momentos, me parece que mi dolor se debilita y se adormece, pero enseguida renace tenaz y poderoso.
Quiero decirte que ya no me gustan ni el sol ni las flores, verlos me hace sufrir, me siento mejor con un tiempo sombrío como el del día de tu muerte, y si el buen tiempo no me parece odioso es porque mis hijas lo necesitan.
[…]
El domingo por la mañana fui a la tumba de mi Pierre. Quiero hacer un panteón y habrá que trasladar el ataúd.
Trabajo en el laboratorio todos los días, es todo lo que puedo hacer; estoy mejor ahí que en ningún otro sitio. Siento cada vez más que mi vida contigo se ha terminado irrevocablemente.
Pierre mío, todo ha pasado ya y se aleja de mí cada vez más; me queda la tristeza y el desaliento. No concibo nada que me pueda dar una alegría personal salvo quizá el trabajo científico; y tampoco, ya que si lo consiguiera, me afligiría que tú no supieras nada. Pero este laboratorio me produce la ilusión de conservar un resto de tu vida y las huellas de tu paso.
He encontrado un pequeño retrato tuyo junto a la balanza, un retrato de aprendiz, es cierto, y en absoluto una obra de arte, pero con una expresión sonriente tan bonita que no puedo mirarlo sin que los sollozos me agiten el pecho, porque nunca más volveré a ver esa dulce sonrisa.
10 de junio de 1906
Lloro mucho menos y mi pena es menos punzante, sin embargo no olvido. Todo está triste a mi alrededor. Las preocupaciones de la vida ni siquiera me dejan pensar en paz en mi Pierre. Pero he intentado rodearme de un gran silencio, hacer que todo el mundo se olvide de mí. A pesar de eso, apenas puedo vivir con mis pensamientos. La casa, las niñas y el laboratorio me dan preocupaciones constantes. Pero en ningún momento olvido que he perdido a Pierre, sólo que apenas puedo concentrar mi pensamiento en él y espero con impaciencia los momentos en los que puedo hacerlo. He visto cómo lo trasladaban en la caja que lo encierra al panteón provisional. Estaba tan cerca de mí y me habría gustado tanto verlo. Esa caja que encierra lo que yo más quería en el mundo, cómo lamento que vayamos de nuevo a sellarla bajo tierra. Siento la necesidad de ir al cementerio. Allí estoy más cerca de Pierre y más tranquila para sumirme en mis pensamientos. Soporto la vida, pero no creo que nunca más pueda disfrutar en lo que me queda. No tengo un alma alegre ni serena por naturaleza, me refugiaba en la dulce serenidad de Pierre para sacar el coraje, y esa fuente se ha agotado.
Tú eras la encarnación del encanto y de la nobleza y de los dones más divinos. Nunca antes de conocerte había visto un hombre igual a ti y jamás he visto después un ser tan perfecto. Si no te hubiera conocido, no habría sabido jamás que algo así pudiera existir en realidad.
6 de noviembre de 1906
Ayer di la primera clase sustituyendo a mi Pierre. ¡Qué desconsuelo y qué desesperación! Te habría hecho feliz verme como profesora en la Sorbona, y yo misma lo habría hecho por ti encantada. Pero hacerlo en tu lugar, oh, Pierre mío, ¡se podría soñar una cosa más cruel, cómo he sufrido, qué desanimada estoy! Siento que la facultad de vivir ha muerto en mí, y no tengo más que el deber de criar a mis hijas y continuar la tarea aceptada. Quizá sea también el deseo de demostrar al mundo y sobre todo a mí misma que aquella a quien tú amaste realmente valía algo. Tengo también la vaga esperanza, bien débil desgraciadamente, de que quizá tú conozcas mi vida de dolor y esfuerzo y que me estarás agradecido y que así quizá sea más fácil reencontrarte en la otra vida, si la hay. Si así fuera, tengo que poder decirte que he hecho todo lo posible por ser digna de ti. Esa es ahora la única preocupación de mi vida. Ya no quiero pensar más en vivir para mí misma, ya no tengo el deseo ni la facultad para ello, ya no me siento para nada viva ni joven, ya no sé qué es la alegría ni el placer. Mañana cumpliré treinta y nueve años. Puesto que estoy decidida a no seguir viviendo para mí misma y a no hacer nada con ese fin, quizá me quede aún un poco de tiempo para llevar a cabo al menos en parte las tareas que me he impuesto.
Esa mañana antes de la clase fui al cementerio, frente a la tumba en la que estás. Hacía mucho tiempo que no había ido, por la estancia en St. Rémy y por la preparación del curso. Cuando viva en Sceaux quiero ir a menudo, porque creo que allí podré pensar en ti más tranquilamente que en otros lugares donde la vida me distrae constantemente.
Abril de 1907
Hace un año. Vivo para sus niñas, para su padre anciano. El dolor es sordo, pero sigue vivo. La carga pesa sobre mis hombros. ¿Cuán dulce sería dormir y no despertar más? ¡Qué jóvenes son mis pobres cariñitos! ¡Qué cansada me siento! ¿Tendré todavía el coraje de escribir?