Pero me esfuerzo

Tras ganar el Nobel, los Curie se hicieron mundialmente famosos. Y gracias a esa fama empezaron a llegar los reconocimientos que les habían sido esquivos durante tanto tiempo. Porque lo cierto es que hasta entonces, pese al descubrimiento del radio y la radiactividad, la sociedad francesa se había portado de una manera muy rácana con ellos. Pierre intentó obtener la cátedra de Mineralogía de la Sorbona, para la que estaba sobradamente acreditado, pero no se la dieron; se presentó a la Academia de Ciencias, pero lo rechazaron. Los ingresos de la pareja eran muy modestos; Marie se tenía que ir hasta Sèvres varios días a la semana para dar clases, y Pierre, debilitado como estaba, se agotaba atendiendo a sus propios alumnos. Pero lo peor era no disponer de un buen laboratorio. Los Curie estaban desesperados por conseguir un lugar en condiciones en el que poder trabajar, pero, aunque lo probaron todo, no hubo manera de lograrlo. En 1902 le quisieron dar a Pierre la Legión de Honor, y él la rechazó con las siguientes palabras: «Por favor, agradezca al Ministro de mi parte e infórmele de que no siento la más mínima necesidad de ser condecorado, pero que estoy en la más aguda necesidad de un laboratorio». Pues bien, ni con esas. «Es bastante dura esta vida que hemos escogido», le confió Pierre a Marie un día de desaliento.

Pero con el Nobel empezó a cambiar la situación. La Sorbona ofreció por fin a Pierre una cátedra de Ciencias y, después de mucho discutir, un laboratorio, aunque se trataba de un lugar pequeño, sólo dos habitaciones, y en todos los sentidos insuficiente. Muchos años después, Marie escribió: «Uno no puede evitar sentir cierta amargura al pensar que […] uno de los mejores científicos franceses nunca tuvo a su disposición un laboratorio como es debido, aunque su genialidad se había revelado desde que tenía veinte años». Pero, de todos modos, esas dos habitaciones eran preferibles al ruinoso hangar y además, y esto era lo mejor, la Sorbona había puesto a Marie como jefa del laboratorio. Así que por primera vez Madame Curie podría hacer sus investigaciones con sueldo y con un cargo reconocido. Todo su trabajo anterior, incluyendo el descubrimiento del radio, lo había hecho gratis y de manera extraoficial, como una okupa del sucio y viejo galpón.

Pero la fama también tenía su precio. No paraban de dar entrevistas y de ser reclamados en todas partes y Pierre, disminuido por la enfermedad, se sentía angustiado por el tiempo que eso les robaba del trabajo. En cuanto a Marie, se quedó de nuevo encinta, y cuenta Ève que ese embarazo (que era el suyo, es decir, era ella quien estaba ahí dentro) fue un tiempo terrorífico y muy deprimente para Madame Curie. «¿Por qué estoy trayendo a esta criatura al mundo?», repetía constantemente Marie. Pobre Ève: si escribió eso en el libro tuvo que ser porque su madre se lo había contado. Sería una de esas leyendas familiares que se te clavan en corazón como un cuchillo. Y Ève añade las supuestas razones que su madre aducía para no querer tenerla: «La existencia es demasiado dura, demasiado árida. No deberíamos infligírsela a seres inocentes…». Paparruchas: no hay justificación para una hija que pueda anestesiar semejante herida: su madre no quiso tenerla. Sí a Irène, sí a la niña que murió, pero no a ella. E inmediatamente después, Ève escribe: «El parto fue doloroso, interminable». No me extraña que diga que su infancia fue desdichada.

Sin embargo, tras el nacimiento de la niña el ánimo de Marie mejoró rápidamente. Pronto se la vio razonablemente feliz; por un lado, era la primera vez que podían estar tranquilos con respecto al dinero, y ella había sufrido mucho toda su vida por los problemas económicos; pero además es que debía de gustarle el éxito más que a Pierre, y no ya por humana pero hueca vanidad, sino porque ese éxito, en ella, suponía el reconocimiento de quien era. Por fin la admitían, por fin conseguía ser vista, después de tanta lucha. Es lógico que disfrutara de ello. Lo único que empañaba la alegría de Marie era el penoso estado físico de Pierre, pero pese a ello estaba intentando cultivar el placer de la vida y la #Ligereza. ¡Incluso había momentos en los que bromeaba y reía! Y aquí viene una de esas #Coincidencias espeluznantes. Algo que parece sacado de una novela.

Fue a principios de 1906. Un desconocido se paró por la calle admirando lo bonita que era Ève, que apenas tenía un año, y probablemente preguntara a quién había salido la nena, porque, de pronto, con sorpresivo humor, Marie contestó muy seria que no sabía de quién había heredado esa belleza, porque la bebé era una pobre huérfana. A partir de entonces solía llamar a Ève «mi pobre huerfanita» y se partía de risa. Es decir, debió de llamarla así durante un par de meses; hasta que, en abril, Pierre murió y Ève alcanzó de verdad la orfandad.

Ah, las #Coincidencias. Son raras, son imposibles, son inquietantes y abundan, sobre todo, en la literatura. No quiero decir dentro de las novelas, sino en las proximidades de la escritura. O en la relación entre la escritura y la vida real.

Por ejemplo: mi penúltima novela se titula Instrucciones para salvar el mundo. El personaje principal es un taxista, Matías, que ha perdido a su mujer por un tumor maligno fulminante; la historia empieza en el cementerio, cuando Matías entierra a su esposa, y luego acompañamos al personaje durante su duelo y hasta que consigue empezar a salir de la oscuridad. Publiqué la novela en mayo de 2008; y el 12 de julio le diagnosticaron el cáncer a mi marido. Es decir: me había pasado tres años escribiendo mi historia sin saberlo. Tres años intentando vivir la pérdida de Matías. Tres años desentrañando o adivinando lo que podía ser ese recorrido de dolor. ¿Lo hice bien? Ahora que lo he vivido de verdad, ¿supe intuirlo? Pues sí y no. Hay detalles atinados. Percepciones exactas. Pero no llegué al fondo. Por ahí abajo había un pez abisal de oscuridad del que sólo llegué a atisbar un pequeño movimiento entre las aguas.

Otro ejemplo, y esta es una #Coincidencia realmente asombrosa, me sucedió cuando estaba escribiendo Historia del Rey Transparente, novela que publiqué en 2005. La acción sucede en la Edad Media y la protagonista es una campesina que al comienzo del libro tiene quince años, una pobre sierva de la gleba que se queda sola en un mundo en guerra porque a su padre y hermano se los han llevado como soldados. Para protegerse, Leola, que es como se llama mi campesina, se mete de madrugada en un campo de batalla, desnuda a un caballero muerto y se cubre con su armadura para ocultar su condición de mujer. Es noche de luna llena y el campo está espectralmente iluminado por una luz de plata que nos permite ver los caballos destripados y los cadáveres de los guerreros, engarabitados por el rigor de la muerte. Yo estaba escribiendo esa escena y me encontraba verdaderamente allí, en ese campo, bajo ese resplandor helado, oliendo a hierro y sangre, deambulando entre los caídos en busca de alguno con la talla apropiada para mi cuerpo de Leola. Hasta que al fin lo encontré y, arrodillándome junto a mi muerto, comencé a desnudarlo: le quité las brafoneras, las calzas, la cota de malla, el gambesón, el casco y… Me quedé con la mano en el aire, porque quería sacarle a mi cadáver esa pieza de armadura que es un verdugo de anillas de hierro, una toca que cubre la cabeza y el cuello y sólo deja el rostro al descubierto, y de pronto me di cuenta de que no sabía cómo se llamaba. Llevaba años preparando este libro; había reunido una documentación abundantísima sobre la Edad Media; creía saberlo todo o casi todo, pero resulta que no tenía el nombre de esa maldita pieza. Y esa palabra que me faltaba me sacó del campo de batalla, de la noche fulgurante, de Leola. Me echó de un empellón de la novela. ¡Y yo que estaba hipnotizada escribiendo! Pero no me sentía capaz de seguir si no conseguía saber el nombre exacto.

Y ahora déjame que te diga lo muchísimo que ha cambiado la vida desde 2003 o 2004, que debió de ser la fecha en la que sucedió esto que estoy contando. Porque hoy tecleas en google «protección de la cabeza armaduras siglo XII» e inmediatamente sale todo lo que quieras saber, con dibujos, reproducciones, etimologías. Lo acabo de hacer y es facilísimo. De hecho, esta foto es de una página que vende armaduras por internet (qué mundo tan raro).

Pero entonces no, oh no, ni mucho menos. Entonces era dificilísimo, por no decir casi imposible, encontrar un dato así: cómo se llamaba esa pieza concreta en el siglo XII, porque además tenía que pertenecer a esa época, las armaduras fueron cambiando con el tiempo y la que yo necesitaba era justamente de ese momento.

Me levanté de mi mesa de trabajo desesperada. Como siempre me ha gustado la historia, llevaba tal vez una década suscrita a las revistas Historia 16 y La aventura de la Historia, y estaba segura de que en alguna de esas revistas y alguno de esos años había visto un par de reportajes sobre las armaduras medievales. Pero ¿serían del siglo XII? ¿Y detallarían las piezas de la cabeza? Y, sobre todo, ¿cómo demonios encontrarlo? Soy caótica y descuidada, en realidad un desastre, y los ejemplares de ambas revistas estaban metidos por cualquier parte, en diversos rincones de mi casa, sin ordenar. Encontrarlo sería un trabajo de muchas horas, quizá de días, y al final tal vez no me sirviera para nada.

Resoplé.

Sufrí.

Me irrité.

Gruñí.

Me puse a dar vueltas como un escualo por la casa mientras pensaba cómo solucionar ese problema. Pero tenía la cabeza embotada. Sintiéndome frustrada y desterrada de mi propia novela, fui al dormitorio, me tumbé sobre la cama y, alargando la mano, cogí distraídamente de la mesilla el último número de La aventura de la Historia, que me acababa de llegar y aún no había leído. Lo abrí al tuntún, por la mitad. Y ahí, en la doble página, había un detallado estudio sobre las piezas de la cabeza en las armaduras del siglo XII, con dibujos y todo. Almófar. La maldita pieza se llamaba «almófar».

Esta historia sucedió exactamente así, como te la cuento. La he pensado bastante, y supongo que, al llegar a casa la revista, la debí de hojear y probablemente vi, aunque no lo recordara, el reportaje de las armaduras. De modo que luego mi inconsciente, siempre mucho más sabio que el consciente, me hizo abrir la revista por el lugar adecuado. Pero en cualquier caso esto no explica que La aventura de la Historia sacara ese trabajo justo en el mes en que yo lo iba a necesitar.

Existe un dios de los novelistas. O una diosa.

Y por último: ¿no es una #Coincidencia que Elena Ramírez me mandara el diario de Marie Curie justo cuando acababa de bloquearme y estaba a punto de sumirme en el pánico? ¿Y que lo hiciera sin tener ni idea de ese bloqueo? ¿Y no es una de esas #Coincidencias que la vida regala el hecho de que, al leer el breve texto, yo sintiera que se despertaban tantos ecos dentro de mí? Y no sólo por la muerte próxima y el duelo, no sólo por la pérdida y la ausencia, sino porque la vida misma de Marie Curie, su personalidad, su biografía, parecía estar atravesada por todas esas #Palabras sobre las que he estado reflexionando recientemente, mis ideas en construcción, mis pensamientos recurrentes del último año. Jung me cae fatal, abomino de la magia y creo que los científicos como Rupert Sheldrake son muy dudosos, pero, con los años, tengo la creciente sensación de que hay una continuidad en la mente humana; de que, en efecto, existe un inconsciente colectivo que nos entreteje, como si fuéramos cardúmenes de apretados peces que danzan al unísono sin saberlo. Y las #Coincidencias forman parte de esa danza, de ese todo, de esa música, de esa canción común que no conseguimos terminar de escuchar porque el viento sólo nos trae notas aisladas. Ya sé que no hay rigor científico en lo que digo, pero es un pensamiento consolador, porque coloca la pequeña tragedia de tu vida individual en perspectiva. Cuando era más joven, de hecho hasta hace poco, aspiraba como novelista a la grandeza; a elevarme como un águila y escribir el gran libro sobre la condición humana. Ahora, en cambio, aspiro simple y modestamente a la libertad; si consiguiera ser verdaderamente libre escribiendo, libre del yo consciente, de los mandatos heredados, de la supeditación a la mirada de los otros, de la propia #Ambición, del deseo de elevarme como un águila, de mis miedos y mis dudas y mis deudas y mis mezquindades, entonces lograría descender hasta el fondo de mi inconsciente y quizá pudiera escuchar por un instante la canción colectiva. Porque muy dentro de mí estamos todos. Sólo siendo absolutamente libre se puede bailar bien, se puede hacer bien el amor y se puede escribir bien. Actividades todas ellas importantísimas. Y entonces me preguntarás: ¿Estás siendo de verdad libre en este texto que ahora estás haciendo? Y yo te contesto: Pues no. Tampoco aquí. Pero me esfuerzo.