Elogio de los raros

Manya se encontró por primera vez con Pierre en la primavera de 1894, tras haber conseguido licenciarse en Física con el número uno de su promoción. Bueno, para entonces ya no se llamaba Manya sino Marie: había cambiado su nombre al llegar a París, un claro símbolo del giro que quería dar a su vida. Cuando se conocieron, Marie tenía veintisiete años y supongo que estaría bastante esquelética porque se alimentaba de rábanos y cerezas. Ese verano lo pasó en Polonia, pero regresó a la Sorbona en otoño gracias a una beca para sacarse otra licenciatura, ahora en Matemáticas. Como todo lo que hizo en su vida, ese segundo título también fue una proeza: se sentía culpable por abandonar de nuevo a su padre para perseguir la quimera de los estudios. La #Culpabilidad es una emoción tradicionalmente femenina. Sobre todo en épocas pasadas, aunque hoy todavía queden algunos jirones que nos manchan, velos pegajosos como telas de araña. Es una #Culpabilidad socialmente inducida por atreverte a seguir tus deseos, por descuidar tus obligaciones de mujer. #Culpabilidad por ser mala hija, mala hermana, mala esposa, mala madre. Marie sintió la mordedura de todas esas culpas corrosivas y a pesar de ello continuó su camino: era una mujer asombrosa. «No necesito decir lo contenta que me siento de estar de nuevo en París… Se trata de toda mi vida lo que está en juego. Me parecía, por tanto, que podría quedarme aquí sin tener remordimiento de conciencia», escribió en una carta a su hermano nada más regresar a la universidad. Qué valiente y qué fuerte tenía que ser para decir y hacer algo así estando tan sola, sin modelos de referencia, sin apenas otras mujeres, abriendo brecha en la endurecida costra de los prejuicios como un pequeño barco rompehielos. En otra carta de 1894 a su hermano, que a la sazón se esforzaba por sacar un doctorado de Medicina en Varsovia, Marie decía: «Parece que la vida no es fácil para ninguno de los dos. Pero ¿y qué? Debemos tener perseverancia y sobre todo confianza en nosotros. Debemos creer que estamos dotados para algo, y que alcanzaremos ese objetivo cueste lo que cueste». ¡Qué temple! La fuerza implacable de su proyecto casi da miedo. «La sostenía una voluntad de hierro, un gusto maníaco por la perfección y una increíble testarudez», explica Ève. Y debía de conocerla bien.

En medio de toda esa lucha apareció Pierre: un amigo común, un físico polaco de visita en París, invitó a ambos a cenar en el hostal en el que estaba hospedado: «Cuando llegué, Pierre Curie estaba de pie en el umbral de la puerta acristalada de un balcón. Me pareció muy joven, aunque tenía treinta y cinco años. Me impresionó la expresión de su mirada clara y la ligera apariencia de abandono de su figura espigada. Su forma de hablar, un poco lenta y reflexiva, su sencillez, su sonrisa grave y joven a un tiempo, inspiraban confianza. Entablamos una conversación sobre cuestiones científicas, acerca de las cuales me sentía dichosa de conocer su parecer, y luego hablamos de cosas de orden social o humanitario, que nos interesaban a los dos; la conversación era cada vez más amistosa. Pese a la diferencia entre nuestros países de origen, existía una afinidad asombrosa en nuestra concepción de vida, debida, en parte, a cierta analogía en la atmósfera moral y familiar en la que nos habíamos criado», escribió Marie muchos años después, ya viuda, en la biografía que redactó sobre Pierre. Y, aunque es parca y pulcra en su expresión, creo que es evidente que le pareció guapo. Le impresionó verle ahí, recortado contra la ventana, en una aparición o un recuerdo muy teatral. Puedo imaginar esa conversación chispeante y cada vez más íntima, aunque hablaran de temas científicos y humanitarios. O precisamente por eso: no sólo eran asuntos que les importaban muchísimo a los dos sino que, además, estoy segura de que Marie Curie basaba su atractivo en su intelecto. Todos tenemos nuestras armas secretas para gustar, sobre todo aquellos que no somos guapos: unos conquistan a través del ingenio, otros intentan ser graciosos, o atléticos, o elegantes, o cultos… (yo siempre he seducido por medio de la #Palabra, para poder ligar tenía que hablar, de ahí que detestara las ensordecedoras discotecas). Aunque de joven no le faltaba atractivo, Marie era la más fea entre sus bellas hermanas, y tengo la sensación de que nunca se consideró hermosa. Pero sabía que su cerebro era una joya. Seguro que encandiló a Casimir con su deslumbrante mente matemática, y en su encuentro con Pierre, que era un hombre más maduro y completo, la sintonía y la seducción debieron de manifestarse explosivamente desde el primero momento. Supongo que el físico polaco que les presentó se estaría frotando las manos, pensando en lo bien que le había salido su bonita maniobra de celestino. Porque oficialmente la cita era para ver si Curie podía prestarle un laboratorio a Marie (no pudo), pero sospecho que el polaco tuvo además una intuición con respecto a ellos y adivinó que esos dos amigos tan solitarios y tan extraños podrían hacerse mucho bien estando juntos.

Y es que tanto Pierre como Marie eran unos frikis, para qué nos vamos a engañar. Ella, pionera en todo, era una extravagancia para la época. Pero es que él también resultaba de lo más rarito. A los treinta y cinco años, todavía vivía con sus padres y estaba muy unido a su hermano, y esas eran las únicas personas con las que había intimado en toda su vida. Desde pequeño había sido un chico especial; tenía dificultades para pasar rápidamente de un asunto a otro y necesitaba concentrarse en temas aislados para poder entenderlos. Se considera probado que padecía dislexia, como Einstein y quizá también como Rutherford, otro premio Nobel de la época y directo competidor de los Curie: Einstein no habló hasta los cuatro años y Rutherford sabía leer a los once, pero no escribir.

Pero permíteme que haga una digresión aquí para cantar las alabanzas de los #Raros, los diferentes, los monstruos. Que suele ser la gente que más me interesa. Por añadidura, con el tiempo he descubierto que la normalidad no existe; que no viene de la palabra normal, como sinónimo de lo más común, lo más abundante, lo más habitual, sino de norma, de regulación y de mandato. La normalidad es un marco convencional que homogeneiza a los humanos, como ovejas encerradas en un aprisco; pero, si miras desde lo suficientemente cerca, todos somos distintos. ¿Quién no se ha sentido monstruo alguna vez? Y además: ser diferente puede tener ciertas ventajas. En 2009 la universidad húngara de Semmelweis publicó un fascinante estudio realizado por su Departamento de Psiquiatría. Tomaron a trescientos veintiocho individuos sanos y sin antecedentes de dolencias neuropsiquiátricas y les hicieron un test de creatividad. Luego comprobaron si los sujetos mostraban una determinada mutación en un gen del cerebro chistosamente llamado «neuregulin 1». Se calcula que el cincuenta por ciento de los europeos sanos lleva una copia de este gen alterado, un quince por ciento suma dos copias y el treinta y cinco por ciento restante no posee ninguna. Y resulta que este gen de nombre inverosímil parece guardar una relación directa con la creatividad: los más creativos tenían dos copias, y los menos, ninguna. Pero ahora viene lo mejor: poseer esta mutación también conlleva un aumento del riesgo a desarrollar trastornos psíquicos, así como una peor memoria y… ¡una disparatada hipersensibilidad a las críticas! ¿No te parece el perfecto retrato robot del artista? ¿Chiflado y patéticamente inseguro? Ahora bien, por otro lado, esa gente un poco rara, bastante neurótica y tal vez algo frágil, parece ser la más imaginativa, lo cual no está nada mal. Por cierto que este estudio podría explicar la existencia de los genios. Dado que la muestra abarcaba a trescientos veintiocho individuos, es natural que sólo encontraran personas con dos copias de la mutación. ¿Pero y si, muy de cuando en cuando, cada cien mil personas, cada millón, hubiera individuos con tres copias, con cuatro, con seis? ¿Y si Mozart, tan desquiciado él, hubiera tenido ocho? ¿Cuántas copias podían poseer Pierre, Einstein, Marie, Rutherford?

Pero regresemos con Pierre Curie y con sus peculiaridades cognitivas. Al advertir los problemas de aprendizaje que el niño tenía, sus padres decidieron, con buen criterio, educarlo con un tutor en casa hasta los dieciséis años, y así lograron que el poderoso aunque algo distinto cerebro de su hijo se desarrollara libremente. Luego Pierre se licenció en Física en la Sorbona y junto con su hermano, y siendo ambos muy jóvenes, hicieron varios trabajos espectaculares sobre cristales y magnetismo, descubriendo un fenómeno llamado piezoelectricidad e inventando instrumentos de medición que luego serían importantísimos. Sin embargo, Pierre era incapaz de sacar un rendimiento convencional a toda esa brillantez: a los treinta y cinco años, cuando conoció a Marie, aún no había obtenido el doctorado (aunque cualquiera de sus descubrimientos le habría bastado para conseguirlo) y además trabajaba en la Escuela Municipal de Física y Química Industrial, que con el tiempo se haría muy prestigiosa, pero que por entonces era un modesto colegio de formación profesional. Viendo al Pierre anterior a Marie, da la sensación de que era un hombre que no conseguía integrarse del todo en el mundo. Ella fue su ancla con la realidad y, de hecho, enseguida le convenció para que por fin se sacara el doctorado.

Lo que sí que está claro es que lo suyo fue un flechazo, al menos para él. En verano de 1894, es decir, apenas un par de meses después de conocerse, Pierre le escribía a Marie, que estaba en Varsovia, cosas como ésta:

Sería muy hermoso, aunque no me atrevo a creerlo, pasar la vida uno junto al otro, hipnotizados por nuestros sueños; su sueño patriótico, nuestro sueño humanitario y nuestro sueño científico. De todos estos sueños, creo que sólo el último es legítimo. Quiero decir que no está en nuestras manos cambiar el estado social, y de no ser así, no sabríamos qué hacer, y si actuáramos a la ligera jamás tendríamos la certeza de no estar haciendo más mal que bien, al retrasar alguna evolución inevitable. Por el contrario, en el ámbito de la ciencia podemos pretender hacer algo; aquí el terreno es más sólido y cualquier hallazgo, por pequeño que sea, es una conquista.

La carta me parece una maravilla, no sólo por la genial manera de ofrecerle una vida en común, sino también por la increíble lucidez con que destripa el carácter cegador que pueden tener las utopías sociales. Y todo ello dicho un cuarto de siglo antes de la Revolución rusa. Es el sereno análisis de una mente científica.

Sin embargo, Marie se resistió durante todo un año a darle el sí. Casarse con Pierre supondría quedarse en París, y a Marie le angustiaba abandonar lo que ella consideraba su obligación: volver a Polonia y ser profesora allí junto a su padre. #HacerLoQueSeDebe. Además, seguro que, después de la experiencia con Casimir, le asustaba doblemente entregarse a alguien. Muchas mujeres temen que sus necesidades emocionales puedan restarles independencia. Cuando tu independencia te ha costado tantísimo como le costó a Marie, tiendes a convertirte en una gallina clueca que, sentada sobre el pequeño huevo de su libertad, arrea picotazos a cuantos se acercan. Me ha sucedido incluso un poco a mí, pese a que mis circunstancias son infinitamente más favorables, así que entiendo su miedo. Ahora bien, dicho todo esto, y teniendo en cuenta la naturaleza secretamente volcánica de Marie, parecería que al principio no se enamoró de forma arrebatada de Curie, porque una pasión así, con lo ardiente que ella era, hubiera pasado por encima de las zarandajas de Polonia, del padre y de la independencia. Sin embargo, la relación, que quizá empezara tibia y demasiado tranquila para el corazón guerrero de Marie, pronto se convirtió en una sólida y hermosa historia de amor. Cuatro años después de su boda, en 1899, Madame Curie confesó a Bronya: «Tengo el mejor marido que podría soñar; nunca había imaginado que encontraría a alguien como él. Es un verdadero regalo del Cielo, y cuanto más vivimos juntos, más nos queremos».

Tenían muchas cosas en común. Para empezar, los dos eran unos idealistas. A los veinte años, Pierre había escrito: «Hay que convertir la vida en un sueño y volver realidad los sueños». Y Marie poseía profundas preocupaciones políticas, nacionalistas y sociales; quería hacer algo por la Humanidad y lo sentía como un deber moral. Para ello, practicaba lo que ella llamaba el credo del desinterés, que consistía en plantearse altos objetivos y trabajar para lograrlos sin prestar atención a las distracciones mundanas. Suena seco, suena duro, suena árido y lo es. Marie tiene algo de misionera, de monja laica, de visionaria ardiendo en la pureza de su visión. Esta parte a lo Juana de Arco es quizá la que menos me atrae de Marie Curie. Pero seguramente era necesario ese núcleo incandescente de inmensa voluntad y duro sacrificio para conseguir todo lo que consiguió, teniendo en cuenta las enormes dificultades a las que se enfrentaba. Por otro lado, Marie era mucha Marie, y su formidable y compleja personalidad no podía quedarse reducida a un perfil tan constreñido, tan pobre, tan carente de refinamientos y placeres. Por ejemplo: siempre había flores frescas en su casa. Y amaba el campo. Hacer excursiones en bicicleta. Ir de picnic. Por no hablar de su pasión por la investigación científica, un placer en sí mismo. Además, creo que, con el tiempo, Marie fue aprendiendo a vivir. En Navidad de 1928 escribió una carta a su hija Irène que decía: «Cuanto más se envejece, más se siente que saber gozar del presente es un don precioso, comparable a un estado de gracia».

Así que Marie también sabía hablar de gozo. Lo cual no me extraña, porque la intuyo carnal y sensual por debajo de su aspecto astringente y su ceño casi siempre fruncido. Dice en su diario:

Tus labios, que yo solía decir eran exquisitos, están pálidos, descoloridos. Tu barbita canosa; apenas se ve tu pelo porque la herida empieza justo ahí y podría verse el hueso superior de la derecha de la frente levantado […]. Qué golpe ha sufrido tu pobre cabeza, que yo acariciaba tan a menudo tomándola en mis manos. Y una vez más te besé los párpados que tú cerrabas tan a menudo para que yo los besara, me ofrecías la cabeza con un movimiento familiar que recuerdo hoy y que veré difuminarse en mi memoria; ya el recuerdo es confuso e incierto.

Cuánta piel, cuánto roce, cuánto deleite en el cuerpo del otro hay en estas líneas. Y cuánta desesperación por haberlo perdido.

Y es cierto, la memoria es traidora, débil, mentirosa. Sobre todo la memoria visual, que se desintegra como una tela podrida a poco que la uses. Claro que luego está la memoria involuntaria. Me refiero a la memoria proustiana, esa que evocan las magdalenas por carambola. Es extraordinario, porque, cuando se te muere alguien con quien has convivido mucho tiempo, no sólo te quedas tú tocado de manera indeleble, sino que también el mundo entero queda teñido, manchado, marcado por un mapa de lugares y costumbres que sirven de disparadero para la evocación, a menudo con resultados tan devastadores como el estallido de una bomba. Y así, un día estás viendo con toda tranquilidad una revista cuando das la vuelta a una página y zas, te das de bruces con la fotografía de una de las maravillosas iglesias de madera medievales de Noruega, sí, aquellas increíbles construcciones rematadas por dragones que más parecían salidas de un pasado vikingo que del cristianismo. Y tú has estado ahí con él en aquel viaje a Noruega delicioso, estuvisteis justamente ahí, ante esta bellísima iglesia de Borgund, absortos, entusiasmados y felices. Juntos. Vivos. Buuuuuummmm, estalla la bomba del recuerdo en tu cabeza, o quizá en tu corazón, o en tu garganta. Puro terrorismo emocional.

Hay gente que, en su pena, se construye una especie de nido en el duelo y se queda a vivir ahí dentro para siempre. Permanecen en el hogar común, repiten el destino de vacaciones, visitan ritualmente los antiguos lugares compartidos, mantienen las mismas costumbres en memoria del muerto. Yo no creo que sea bueno, o quizá sí, quién sabe, quién soy yo para decir cómo debe uno tratar de superar una pérdida; pero, en cualquier caso, no es mi elección. Me cambié de domicilio tras la muerte de Pablo (Marie también se mudó de casa cuando enviudó) y el mundo tiene varios rincones que es posible que yo ya no vuelva a visitar: Estambul, Alaska, Islandia, ciertas zonas de Asturias o estas hermosísimas iglesias de madera.