El fuego doméstico del sudor y la fiebre

La infancia es un lugar al que no se puede regresar (y por lo general tampoco quieres hacerlo: yo desde luego jamás volvería) pero del que en realidad nunca se sale. «El niño es el padre del hombre», decía Wordsworth en un célebre verso, y tenía razón: la infancia nos forja y lo que somos hoy hunde sus raíces en el pasado. Dicen que la Humanidad se puede dividir entre aquellos cuya infancia fue un infierno, en cuyo caso siempre vivirán perseguidos por ese fantasma, y aquellos que disfrutaron de una niñez maravillosa, que lo tienen aún mucho peor porque perdieron para siempre el paraíso. Bromas aparte (¿o quizá no sea una broma?), la infancia es una etapa morrocotuda. Toda esa fragilidad, esa indefensión, esa intensidad en las emociones; además de la imaginación febril, el tiempo eterno y una necesidad de cariño tan desesperada como la que siente el náufrago que agoniza de sed por un vaso de agua. En la infancia siempre estamos a punto de morir, metafóricamente hablando. O, al menos, de que mueran o resulten mutiladas algunas de nuestras ramas. Crecemos como bonsáis, torturados y podados y empequeñecidos por las circunstancias, las convenciones, los prejuicios culturales, los imperativos sociales, los traumas infantiles y las expectativas familiares. #HonrarALosPadres.

Hubo un tiempo en que chincheté en la pared de mi casa fotos de mis amigos de cuando eran niños. Luego, en alguna de mis mudanzas, las guardé en una caja. No sé por qué las quité del muro: eran maravillosas. Estaban tan desnudos, eran tan transparentes en esos retratos. Tras la muerte de Pablo, su primo Rafael Fernández del Amo me mandó esta foto:

Por detrás pone: «En el pantano de El Burguillo. Valdelandes. Verano 1961». Pablo es el más pequeño, el que asoma al fondo con la cabeza ladeada. Tenía diez años recién cumplidos. Y el caso es que ya estaba todo él ahí, pero con la inocencia y la ignorancia de lo que después le llegaría en la vida. Es extraño: desde que murió no sólo echo de menos su presencia, seguir viviendo con él y verle envejecer, sino que también añoro su pasado. Las muchas vivencias que no conocí. Esta niñez, esta tarde de verano en un barquito. Querría poderme beber, como un vampiro, todos sus momentos de felicidad.

Creo que es una cuestión de #Intimidad. Pablo y yo estuvimos juntos veintiún años. Fue, tanto para él como para mí, la pareja más larga de nuestras vidas con gran diferencia sobre las anteriores (en ambos casos, no más de cuatro años). Creo que le conocí mejor que nadie, y desde luego en mi vida no ha habido ni habrá una persona que llegue a conocerme tanto como él: aunque tenga la suerte de vivir veintiún años más con buena salud, y la muy improbable fortuna de vivirlos acompañada de la mejor pareja posible, esta etapa que me queda por delante ya no es tan central, tan intensa, tan mudable, tan elocuente como los años que compartí con Pablo. Este desconsuelo de la #Intimidad perdida (para siempre, para siempre, de nuevo la maldita, obsesionante palabra) es un daño colateral que viene con el duelo y que conocen muy bien todos los viudos de parejas largas. En la primera página de su diario, Marie habla de los últimos días que pasó con Pierre. Eran las vacaciones de Pascua y estuvieron un fin de semana juntos en el campo, en un pueblecito llamado Saint-Rémy-lès-Chevreuse:

Te habíamos hecho las natillas que te gustaban. Dormimos en nuestra habitación con Ève [que por aquel entonces tenía catorce meses]. Me dijiste que preferías aquella cama a la de París. Dormíamos acurrucados el uno en el otro, como de costumbre, y te di un pequeño chal de Ève para que te taparas la cabeza.

¡Ah, cuánta, cuantísima #Intimidad hay en estas líneas! La vida real, la más verdadera y más profunda, está hecha de estas pequeñas banalidades. Marie le hizo las natillas que le gustaban. Y no nos dice cómo eran, pero sin duda sabía el punto exacto de cocción que Pierre quería, si prefería tomarlas en un plato o en una taza, más espesas o más ligeras. ¿Y qué decir de la cama de París en oposición a la cama de Saint-Rémy? ¡Nuestras camas son tan importantes! En ocasiones, aunque cada día menos, serán el escenario de nuestra muerte. Y, en cualquier caso, son el cobijo de nuestra desnudez más absoluta, y no me estoy refiriendo sólo a la falta de ropa. ¿Por qué prefería Pierre la cama del campo? ¿Era más blanda, más dura, más alta, más baja, más estrecha, más ancha, estaba al lado de una ventana, junto a un muro, tenía vistas, tenía luz? Por supuesto que Marie hubiera podido responder todas estas preguntas, y eso, justamente eso, es conocer a alguien. Es poseerlo. Dormían acurrucados el uno en el otro, «como de costumbre»: he aquí la #Intimidad estallando en el amor glorioso de la piel. Un amor animal. Y lo mejor: le dio un chal para que se tapara la cabeza. Aquí llegamos a la zona abisal de la #Intimidad. Alcanzamos las manías de cada cual: aguas profundas. En alguna novela he escrito que el amor consiste en encontrar a alguien con quien compartir tus rarezas. A Pierre le gustaba taparse con un trapo. A mi padre también: se enrollaba el embozo de la sábana alrededor de la cabeza. Seguir amando a alguien que se pone un pañuelito bordado de bebé en la cocorota o que se lía como una musulmana con chador es la prueba máxima del amor de verdad. No hay nada ridículo en la #Intimidad, no hay nada escatológico ni repudiable en ese lento fuego doméstico de sudor y de fiebre, de mocos y estornudos, de pedos y ronquidos. Bueno, estos últimos suelen ser motivo de bastantes disputas, pero incluso a eso te terminas acostumbrando. La #Intimidad: no tener muy claro donde acabas tú y empieza el otro. Y saberlo todo de esa persona, o al menos saber tanto. En su precioso libro Tiempo de vida, escrito tras la muerte por cáncer de su padre, Marcos Giralt Torrente anota los gustos del fallecido en largas retahílas de ínfimos datos: «Tenía debilidad por los fritos y por todo lo que llevara bechamel […], le gustaban los embutidos, los macarrones, las albóndigas; le gustaba el repollo, la remolacha, el atún…». Todas esas pequeñeces, en efecto, conforman a una persona. Son nuestra fórmula básica, el garabato único que cada uno dibuja en la existencia. Por ejemplo: yo detesto las coles y me pellizco los pellejos de los dedos hasta hacerme sangre. Estas nimiedades, y muchísimas más, son exactamente lo que soy.

Por eso echo de menos conocer también el pasado, la vida de Pablo que yo no viví. Quiero saberlo todo sobre él. Si consiguiera saberlo todo, absolutamente todo, sería como si no hubiera fallecido. Acarreamos a nuestros muertos subidos a nuestra espalda: eso me decía Amos Oz en una entrevista (los judíos tienen tantos muertos, sostenía él, que el peso es sobrehumano). O más bien somos relicarios de nuestra gente querida. Los llevamos dentro, somos su memoria. Y no queremos olvidar:

Irène juega con sus tíos. Ève, que durante todo lo ocurrido correteaba por casa con una alegría inconsciente, juega y ríe, todo el mundo habla. Y yo veo los ojos del Pierre de mi alma sobre su lecho de muerte, y sufro. Y me parece que el olvido ya viene, el horroroso olvido, que aniquila hasta el recuerdo del ser amado.

Lo de no querer olvidar es una obviedad, un lugar común del que te previene todo el mundo, y desde luego dificulta el duelo y lo hace más largo. Pero es lógico que nos resistamos al olvido porque esa es la derrota final frente a nuestra gran enemiga, frente a esa asquerosa muerte que es la destructora de las dulzuras, la separadora de las multitudes, la aniquiladora de los palacios y la constructora de tumbas, como la denominan en Las mil y una noches, que es un libro que sabe mucho sobre el combate desigual de los humanos contra la Parca.

De modo que Marie recordaba a Pierre en carne viva, y por eso prohibió a sus hijas que mencionaran al padre en su presencia: supongo que le dolía demasiado y temía romperse delante de las niñas. En cualquier caso, esa prohibición me parece brutal y propia de una mujer violentamente poseída por sus emociones, aunque se esforzara por ocultarlo. Ella misma reconoció su disimulo en una carta que escribió a una amiga a los veinte años: «En cuanto a mí, estoy muy contenta, pues a menudo oculto riéndome mi absoluta falta de alegría. Es algo que aprendí a hacer cuando me di cuenta de que las criaturas que lo viven todo tan intensamente como yo y no son capaces de cambiar esta característica de su naturaleza, tienen que disimularla lo mejor posible». Como los géiseres, sólo de cuando en cuando dejaba escapar su interior ardiente.

Hay una foto tremenda de Marie con sus hijas en el jardín de su casa. Parece un retrato trágico de un duelo muy reciente, se diría que acaban de regresar del cementerio, pero está tomada dos años después de la muerte de Pierre.

Marie con Ève e Irène en 1908.

Las niñas tienen la misma expresión de dolor contenido, sobre todo Irène, que abraza a su madre conmovedoramente, no sé si intentando protegerla. Debió de ser una infancia dura para las dos huérfanas. Ève lo reconoció más tarde y por escrito, pero creo que fue Irène quien se llevó la peor parte. Yo diría que Marie Curie, la gran Marie, fue una madre terrible para su hija mayor. Una madre de exigencia insaciable que, cuando murió Pierre, entregó a la niña en ofrenda a la memoria sagrada del marido. Lo escribió en el diario a las pocas semanas del fallecimiento:

Yo soñaba, Pierre mío, y te lo dije a menudo, que esa niña que se parecía tanto a ti por la reflexión grave y tranquila, pronto se convertiría en tu compañera de trabajo, y te debería lo mejor de sí misma.

Irène recibió el mandato de sustituir a su padre y obedeció: #HonrarALaMadre. Y obedeció con tanto ahínco, con tan tremenda entrega, que no sólo consiguió ganar también un Nobel de Química, sino que además murió prematuramente a los cincuenta y nueve años como resultado de las radiaciones, mientras que su madre lo hizo a los sesenta y seis. En este sacrificio la ganó.

Hay un poema espeluznante de Philip Larkin sobre este legado de dolor que a menudo se hereda de los padres. Se titula This Be The Verse (He aquí el verso) y dice así:

They fuck you up, your mum and dad.

They may not mean to, but they do.

They fill you with the faults they had

And add some extra, just for you.

But they were fucked up in their turn

By fools in old-style hats and coats,

Who half the time were soppy-stern

And half at one another’s throats.

Man hands on misery to man.

It deepens like a coastal shelf.

Get out as early as you can,

And don’t have any kids yourself.

Que en traducción pedestre mía viene a decir esto:

Te joden bien, tu padre y tu madre.

Quizá no sea su intención, pero lo hacen.

Te han colmado con los fallos que ellos tenían

Y han añadido algo extra, sólo para ti.

Pero ellos fueron jodidos a su vez

Por cretinos vestidos con abrigos y sombreros anticuados,

Que la mitad del tiempo se comportaban entre ñoños y severos

Y la otra mitad se la pasaban peleando.

La miseria se transmite de persona en persona.

Se va haciendo tan honda como una fosa marina.

Sal de aquí tan pronto como puedas,

Y no tengas hijos.

La verdad es que creo que este poema es demasiado tenebroso. No me parece que, por lo general, la situación sea tan desesperada ni tan siniestra y me consta que entre padres e hijos también puede haber una cantidad incalculable de luz. Pero lo que sí es cierto es que esas relaciones tan esenciales están entremezcladas de dicha y de dolor. Supongo que es inevitable proyectarse en los hijos de algún modo, de la misma manera que es inevitable por parte de los hijos exigir a los padres una dimensión mítica imposible. Nadie quiere hacer daño, pero a menudo se hace; como probablemente hizo Marie sin desearlo y sin poderlo evitar, porque tuvo que luchar en demasiados frentes. Yo no he tenido hijos, pero no por ese sórdido mandato con que Larkin cierra su poema. De hecho, a veces lamento no haberlos tenido, porque procrear es un paso de la madurez física y psíquica: sólo ese amor absoluto y centelleante que los padres sienten por sus hijos permite superar el egoísmo individual que te hace poner tu propia integridad por encima de todo. Quiero decir que los padres son capaces de morir por sus niños: es un mandato genético, un recurso de superviviencia de la especie, pero también es un movimiento del corazón que te hace más completo, más humano. Quienes no tenemos hijos no llegamos nunca a crecer hasta ahí. Yo no moriría por nadie. Es una pena.

He tomado las notas finales para este libro en un cuaderno de Paula Rego, que es una de las pintoras contemporáneas que más me gustan, o quizá la que más. Nació en Portugal en 1935 y ahora vive en Londres. El cuaderno lo compré en el museo que hay en Cascais dedicado a la artista y es verdaderamente hermoso; de cuando en cuando, diseminados por las páginas en blanco, hay un puñado de dibujos de Rego, de manera que tú vas escribiendo entre sus bocetos.

Por una de esas curiosas #Coincidencias que tanto abundan en la vida, resulta que Paula Rego tiene una serie de dibujos tan brutal como conmovedora que se titula Madres e hijas y que refleja todo esto de lo que estamos hablando. Aquí dejo una muestra:

Pero aún hay más puntos en común (las #Coincidencias coinciden, como decía el biólogo austriaco Paul Kammerer, autor de una ley sobre las casualidades), porque el marido de Paula Rego, que era otro artista plástico, Victor Willing, murió prematuramente, en 1988, víctima de una esclerosis múltiple. Así que mi pintora preferida también pertenece al vasto club de las viudas. Qué extraordinario: nunca pensé que yo enviudaría porque tenía decidido no casarme (lo hice al final, con Pablo ya enfermo). Recuerdo que, de niña, jugábamos a saltar a la comba con esta cancioncilla: «Quisiera saber mi vocación, soltera, casada, viuda o monja», y dependiendo de dónde fallabas y pisabas la cuerda, así se presentaba tu futuro. En fin, la letra es tan obviamente machista que podemos ahorrarnos el comentario. Supongo que este tipo de canciones, y el trasfondo social que implicaban, contribuyeron a hacerme tan alérgica al matrimonio.

Pero, alérgica y todo, heme aquí de viuda. A veces, con esa manía que tenemos todos los humanos de comparar nuestro sino con el de los demás, miro a las otras viudas y me pregunto desasosegantes e inútiles preguntas sin respuesta: ¿qué será mejor, que tu pareja fallezca de repente (como Pierre Curie), o que lo haga tras un tiempo de pena y sufrimiento (como Pablo: diez meses; o como el marido de Rego: la esclerosis múltiple es un infierno)? ¿Qué será mejor, enviudar joven, y entonces puedes rehacer tu vida, o mayor, que es más difícil, aunque hayas podido gozar más de tu cónyuge? En julio de 2011, la Organización Mundial de la Salud hizo público un estudio sobre la depresión que había realizado en colaboración con veinte centros internacionales, dos de ellos españoles. La investigación se hizo con 89.037 ciudadanos de dieciocho países, o sea que la muestra era verdaderamente grande. Es un trabajo muy interesante que compara todo tipo de factores: ingresos, cultura, sexo, edad. Pero lo que ahora me interesa, y por lo que lo saco a colación, es que descubrieron que estar separado o divorciado aumenta el riesgo de sufrir depresiones agudas en doce de los países, mientras que ser viudo o viuda tiene menos influencia en casi todas partes. Me pareció un dato increíble, pasmoso, que parece ir en contra de lo que una observa y de la misma razón. Pero si no se trata de un error y de verdad es así, ¿qué implicaría? ¿Que los separados o divorciados se sienten fracasados? ¿Y que al morir tu cónyuge mientras aún es tu cónyuge puedes mitificar esa pareja en tu cabeza, hacerla eterna, considerarla un éxito? ¿Acaso pueden ser generadoras de algún pequeño consuelo estas malditas muertes, después de todo?