Aplastando carbones con las manos desnudas
La Muerte juega con nosotros al escondite inglés, ese juego en el que un niño cuenta de cara a la pared y los otros intentan llegar a tocar el muro sin que el niño les vea mientras se mueven. Pues bien, con la Muerte es lo mismo. Entramos, salimos, amamos, odiamos, trabajamos, dormimos; o sea, nos pasamos la vida contando como el chico del juego, entretenidos o aturdidos, sin pensar en que nuestra existencia tiene un fin. Pero de cuando en cuando recordamos que somos mortales y entonces miramos hacia atrás, sobresaltados, y ahí está la Parca, sonriendo, quietecita, muy modosa, como si no se hubiera movido, pero más cerca, un poquito más cerca de nosotros. Y así, cada vez que nos despistamos y nos ocupamos de otras cosas, la Muerte aprovecha para dar un salto y aproximarse. Hasta que llega un momento en que, sin advertirlo, hemos agotado todo nuestro tiempo; y sentimos el aliento frío de la Muerte en el cogote y, un instante después, sin siquiera darnos ocasión de mirar de nuevo para atrás, su zarpa toca nuestra pared y somos suyos.
Uno descubre que está jugando al escondite inglés cuando se le muere alguien cercano que no debería haber muerto. Un fallecimiento intempestivo y fuera de lugar, la Parca avanzando a toda velocidad a nuestras espaldas mientras no miramos. Eso le sucedió a Marie: de pronto llegó corriendo la Muerte y plantó su manaza amarilla sobre Pierre. Fue el 19 de abril de 1906. Llevaban once años juntos. Él tenía cuarenta y siete años; ella treinta y ocho. La crónica del entierro del periódico Le Journal decía así: «Madame Curie siguió el féretro de su marido del brazo de su suegro, hasta la tumba cavada al pie de la tapia […]. Allí permaneció un momento inmóvil, siempre con su mirada fija y dura». Un exterior traumáticamente gélido y por dentro las Ménades aullando.
En su breve diario de duelo, Marie apunta con obsesivo detalle los últimos días que vivió con Pierre, sus últimos actos, las últimas palabras. Es la incredulidad ante la tragedia: la vida fluía, tan normal, y, de pronto, el abismo. La Muerte mancha también nuestros recuerdos: no soportamos rememorar nuestra ignorancia, nuestra inocencia. Esos días que pasé con Pablo en Nueva York, apenas un mes antes de que le diagnosticaran el cáncer, son ahora una memoria incandescente: él estaba malo y yo no lo sabía, estaba tan enfermo y yo no lo sabía, le quedaba un año de vida y yo no lo sabía; ese desconocimiento abrasa, ese pensamiento es persecutorio, esa inocencia de ambos antes del dolor resulta insoportable. Ahora veo la preciosa foto que hice desde la ventana de nuestro hotel en Manhattan y siento cómo se me hiela el corazón.
Con una muerte así, como la de Pierre; con un diagnóstico así, como el de Pablo, el mundo se derrumba. Y, desde las ruinas, tú te obsesionas en darle vueltas y vueltas al instante anterior al terremoto. ¡Si lo hubiera sabido!, te dices. Pero no, no sabías.
Me quedé todavía un día más en St. Rémy y no regresé hasta el miércoles, en el tren de las dos y veinte, con mal tiempo, frío y lluvioso […]. Quería concederles a las niñas un día más de campo. ¿Por qué estuve tan poco acertada?, fue un día menos que viví contigo.
La #Culpa. También es una obviedad, algo que señalan todos los manuales. #Culpa por no haber dicho, por no haber hecho, por haber discutido por tonterías, por no haberle mostrado más tu cariño. Uno sería infinitamente generoso con los muertos amados: pero claro, siempre es mucho más difícil ser generoso con los vivos. Desde la obtención del Nobel en 1903, y en especial tras el nacimiento de su segunda niña, se diría que Marie había empezado a ver las cosas de otra manera: quería relajarse un poco, trabajar menos, disfrutar de la vida y de su familia. Y, sobre todo, deseaba que su marido descansara y se cuidara. Porque Pierre estaba muy enfermo; llevaba años sufriendo un extraño agotamiento y terribles e incapacitantes dolores de huesos. Los Curie lo atribuían a achaques reumáticos, o Marie, incluso, al exceso de trabajo: «Su fatiga física, originada por el sinfín de obligaciones, se agravaba con las crisis de dolor agudo que sufría cada vez con mayor frecuencia, a causa del agotamiento», escribió en la biografía sobre su marido. En realidad la radiactividad le estaba deshaciendo el esqueleto; si no hubiera muerto atropellado por aquel carro, hubiera sufrido sin lugar a dudas una agonía espantosa (alucinantemente, Marie nunca asumió esos efectos del radio, ni en su esposo ni en ella misma). En el verano de 1905, Pierre estaba tan mal que casi no podía andar y le costaba mantener el equilibrio. El 24 de julio le escribió a un amigo: «Mis dolores parece que vienen de algún tipo de neurastenia, más que de un verdadero reumatismo». Pobres Curie: estaban siendo peloteados con diagnósticos y tratamientos absurdos, y para peor, como a veces pasa cuando los doctores ignoran lo que tiene el paciente, estaban empezando a echarle la culpa al propio enfermo (esto me recuerda lo que sucede hoy con la sensibilidad química o la fibromialgia). Dos semanas más tarde, Pierre volvió a escribir a su amigo: «He sufrido varios ataques nuevos y la menor fatiga los dispara. Me pregunto si seré capaz de volver a trabajar seriamente en el laboratorio algún día en el estado en el que ahora me encuentro». Angustiada, Marie se echó a llorar ante su hermana Helena. Le dijo que Pierre no podía dormir de lo mucho que le dolía la espalda y que padecía ataques agudos de debilidad. Y, como un ciego que no quiere ver, añadió: «Tal vez se trate de alguna terrible enfermedad que los médicos no reconocen».
La precaria salud de su marido, en cualquier caso, parecía haberle hecho añorar otro modo de vida. Esa polaca dura y austera, que siempre #HonróASusPadres, que llevó sobre los hombros la injusticia del mundo e #HizoLoDebido, de repente intentó aprender la #Ligereza, maravillosa virtud existencial que consiste en saber vivir el presente con plenitud serena. Pero el problema es que Pierre no la acompañó en ese viaje; al contrario, cuanto más enfermo estaba, más se esforzaba en redoblar el trabajo, como intuyendo que el tiempo se le acababa y que la Muerte estaba a punto de tocar su pared. Y esta diferencia de opiniones probablemente creó ciertas tensiones entre ellos. Por ejemplo, Marie quería que se quedara en St. Rémy con ella y las niñas, pero él se empeñó en volver al laboratorio (¿y por eso ella permaneció un día más en el campo, para castigarle? ¿Por eso ese contrito lamento en el diario?). Marie describe la mañana final, el momento en que su marido se marchó de casa:
Emma regresó, y tú le reprochaste que no tenía la casa suficientemente bien (ella había pedido un aumento). Salías, tenías prisa, yo me estaba ocupando de las niñas, y te marchabas preguntándome en voz baja si iría al laboratorio. Te contesté que no lo sabía y te pedí que no me presionaras. Y justo entonces te fuiste; la última frase que te dirigí no fue una frase de amor y de ternura. Luego, ya sólo te vi muerto.
La #Culpa. La inevitable #Culpa de no haberle dado todo. La #Culpa imperdonable de estar viva y él no (aunque, con su muerte, el ser querido se lleve una buena parte de nosotros, un puñado de años y recuerdos, una porción de carne). Y es que el cuerpo, ese animal, se regocija pese a todo de vivir, como explica Tolstói en su novela corta La muerte de Iván Ilich: «El sencillo hecho de enterarse de la muerte de un allegado suscitaba en los presentes, como siempre ocurre, una sensación de complacencia, a saber: “el muerto es él; no soy yo”. Cada uno de ellos pensaba o sentía: “Pues sí, él ha muerto, pero yo estoy vivo”». Qué disociación y qué desgarro: todas tus células celebrando frenéticamente la existencia mientras tu cabeza se está ahogando de pena.
De modo que esos fueron los últimos recuerdos que Marie guardó de Pierre. La vida es maravillosamente grotesca: en su mañana final, ese gran hombre que sin duda fue Pierre Curie se enzarzó en una mísera discusión doméstica con la criada y le negó un aumento de sueldo. Casi me baila una sonrisa en los labios, porque constatar una vez más la pequeñez de los humanos le quita gravedad a la muerte, o al menos la hace tan pequeña como nosotros. Cuando uno se libera del espejismo de la propia importancia, todo da menos miedo.
Marie tuvo la mala suerte de que se despidieran enfadados. Aunque, en una muerte súbita como esa, no creo que ninguna despedida hubiera podido ser lo suficientemente consoladora. En cualquier caso, Pierre salió de casa y ya no regresó con vida. Primero fue al laboratorio y luego tuvo una comida de trabajo con siete colegas de la Asociación de Profesores de Ciencias. Cuando volvió a salir a la calle llovía torrencialmente. Entorpecido por el paraguas, pretendió cruzar la calle; el tráfico era caótico y ya dije que estaba muy debilitado y se movía con dificultad. Resbaló y cayó; después de todo, las radiaciones lo acabaron matando por carambola. Marie se enteró del suceso al anochecer, horas más tarde, porque, desobedeciendo a su marido, no sólo no se había pasado por el laboratorio, sino que se había ido con Irène de excursión al campo. Seguramente eso también la llenó de culpa. Quedarse viuda de repente, en fin, tuvo que ser un atroz anticlímax de la #Ligereza.
Lo primero que le trajeron a Marie, antes de que llegara el cadáver, fue lo que su marido llevaba en los bolsillos: una pluma, unas llaves, un tarjetero, un monedero, un reloj con el cristal intacto y que, irónicamente, aún funcionaba. Qué dolorosos son esos menudos restos parahumanos. Esos objetos que acompañaron la vida de tu muerto tan íntimamente. También yo guardo en algún cajón, sin poder desprenderme de ellos, esos huesecillos del cuerpo social de Pablo: su móvil, que él odiaba; la pequeña agenda con sus pulcras y diminutas anotaciones; la billetera; el DNI, el carnet de conducir, las tarjetas de crédito… La pérdida de un ser querido es una vivencia tan dislocada e insensata que resulta increíble cuánto te puede llegar a turbar y emocionar una tarjeta VISA con el nombre de tu muerto escrito en relieve.
Algunos biógrafos parecen sorprenderse de que el diario tenga la forma de una carta dirigida a Pierre, como si Marie estuviera hablando con él, e incluso hay quienes intentan justificar este detalle aduciendo que los Curie creían en el espiritismo y en la posibilidad de comunicarse con los muertos. Es verdad que hacia el final de su vida Pierre estaba muy interesado en la investigación de las «fuerzas psíquicas» y que había asistido a alguna sesión con una famosa médium. Lo cual, como explica muy bien Sánchez Ron, no significa que al señor Curie se le estuviera fosfatinando la cabeza: por entonces el estudio de los fenómenos paranormales estaba de moda entre los científicos y aún no se habían descubierto las habilidosas supercherías de los supuestos médiums. En realidad el mundo había cambiado tanto en tan pocos años y se estaban descubriendo cosas tan asombrosas (como el mismo radio), que incluso las mentes más rigurosas permanecían abiertas a la indagación de cualquier fenómeno, por chocante que fuera.
Pero lo que a mí me asombra es el asombro de los biógrafos porque Marie dirija sus palabras a Pierre: vaya una tontería la teoría espiritista. ¿Tan difícil es de entender que, cuando se te ha ido alguien querido, lo que no te cabe en la cabeza es su imposible ausencia? Estoy segura de que todos hablamos con nuestros muertos; yo desde luego lo hago, aunque no creo en absoluto en la otra vida. E incluso he sentido a Pablo junto a mí de vez en cuando; y me ha ayudado a no caerme en un par de tropezones, sosteniéndome mientras yo iba dando inestables trompicones hasta recuperar la verticalidad. El cerebro es así. Teje la realidad, construye el mundo.
No, Marie se dirige a Pierre porque no pudo despedirse, porque no pudo decirle todo lo que hubiera tenido que decirle, porque no pudo completar la narración de su existencia en común. Lo expone la doctora Iona Heath en su librito tremendo:
La muerte forma parte de la vida y es parte del relato de una vida. Es la última oportunidad de hallar un significado y de dar un sentido coherente a lo que pasó antes […]. Eso tal vez explique por qué, al final de la vida, es tan importante volver a contar y revivir los hechos notables y por qué, tanto para la persona moribunda como para quienes la sobrevivirán, hablar de acontecimientos pasados y volver a mirar fotografías compartidas ofrecen un real y auténtico consuelo. Familiares y amigos pueden continuar el relato incluso una vez que la persona está demasiado débil como para contribuir, y hacerlo proporciona consuelo a todos.
Para vivir tenemos que narrarnos; somos un producto de nuestra imaginación. Nuestra memoria en realidad es un invento, un cuento que vamos reescribiendo cada día (lo que recuerdo hoy de mi infancia no es lo que recordaba hace veinte años); lo que quiere decir que nuestra identidad también es ficcional, puesto que se basa en la memoria. Y sin esa imaginación que completa y reconstruye nuestro pasado y que le otorga al caos de la vida una apariencia de sentido, la existencia sería enloquecedora e insoportable, puro ruido y furia. Por eso, cuando alguien fallece, como bien dice la doctora Heath, hay que escribir el final. El final de la vida de quien muere, pero además el final de nuestra vida en común. Contarnos lo que fuimos el uno para el otro, decirnos todas las palabras bellas necesarias, construir puentes sobre las fisuras, desbrozar el paisaje de maleza. Y hay que tallar ese relato redondo en la piedra sepulcral de nuestra memoria.
Marie no pudo hacerlo, claro está, y por eso escribió ese diario. Yo tampoco pude, y quizá por eso escribo este libro. Aunque la enfermedad de mi marido se prolongó durante varios meses, no logramos construir nuestro relato por diversas razones, entre ellas el carácter extremadamente estoico y reservado de Pablo (sé bien que detestaría este libro que ahora estoy haciendo: aunque al Pablo que me sujeta cuando tropiezo no le desagrada). Pero hay una causa que me parece esencial, y es que desde el principio ya tenía metástasis en el cerebro y terminó perdiendo por completo su maravillosa, original, inteligentísima cabeza. Y así, yo, que me he pasado toda la existencia poniendo palabras sobre la oscuridad, me quedé sin poder narrar la experiencia más importante de mi vida. Ese silencio duele.
Sin embargo, hubo una #Palabra. Una noche estábamos en el hospital, ya muy cerca del fin. Habíamos ingresado por urgencias porque Pablo se encontraba violentamente agitado, confuso, incoherente. Yo había decidido llevármelo a casa al día siguiente y eso hice; una semana después estaba muerto. Esa noche, muy tarde, tras suministrarle todo tipo de drogas, consiguió quedarse tranquilo. Me incliné sobre él para comprobar que estaba bien. Era ese momento de la alta madrugada en el que la noche está a punto de rendirse al día y hay un tiempo que parece estar fuera del tiempo. Un instante de pura eternidad. Imagínate esa habitación de hospital en penumbra, los niquelados brillando con un destello oscuro como de nave espacial, el peso del aire y el silencio, la soledad infinita. Éramos los dos únicos habitantes del mundo y me parecía notar bajo los pies la pesada y chirriante rotación del planeta. En ese momento Pablo abrió los ojos y me miró. «¿Estás bien?», susurré, aunque para entonces ya resultaba prácticamente imposible hablar con él y trabucaba todo y decía esmeraldas cuando quería decir médicos, por ejemplo. Y, en ese minuto de serenidad perfecta, Pablo sonrió, una sonrisa hermosa y seductora; y con una ternura absoluta, la mayor ternura con que jamás me habló, me dijo: «Mi perrita».
Fue una palabra rebotada por su cerebro herido, una palabra espejo sacada de otra parte, pero creo que es lo más hermoso que me han dicho en mi vida.
¡Y ahora escucha! Lo que acabo de hacer es el truco más viejo de la Humanidad frente al horror. La creatividad es justamente esto: un intento alquímico de transmutar el sufrimiento en belleza. El arte en general, y la literatura en particular, son armas poderosas contra el Mal y el Dolor. Las novelas no los vencen (son invencibles), pero nos consuelan del espanto. En primer lugar, porque nos unen al resto de los humanos: la literatura nos hace formar parte del todo y, en el todo, el dolor individual parece que duele un poco menos. Pero además el sortilegio funciona porque, cuando el sufrimiento nos quiebra el espinazo, el arte consigue convertir ese feo y sucio daño en algo bello. Narro y comparto una noche lacerante y al hacerlo arranco chispazos de luz a la negrura (al menos, a mí me sirve). Por eso Conrad escribió El corazón de las tinieblas: para exorcizar, para neutralizar su experiencia en el Congo, tan espantosa que casi le volvió loco. Por eso Dickens creó a Oliver Twist y a David Copperfield: para poder soportar el sufrimiento de su propia infancia. Hay que hacer algo con todo eso para que no nos destruya, con ese fragor de desesperación, con el inacabable desperdicio, con la furiosa pena de vivir cuando la vida es cruel. Los humanos nos defendemos del dolor sin sentido adornándolo con la sensatez de la belleza. Aplastamos carbones con las manos desnudas y a veces conseguimos que parezcan diamantes.