Escondido en el centro del silencio

Tengo la costumbre de dar a leer el manuscrito de mis libros a unos pocos amigos para que lo critiquen, y así poder tener en cuenta sus opiniones antes de la última revisión del texto. Es un ejercicio muy recomendable: una está tan absolutamente sumergida en la obra que escribe que necesita esas miradas exteriores para poder ganar cierta perspectiva. Uno de esos amigos, el escritor Alejandro Gándara, me dijo: «En el libro están Marie y Pierre, y por otro lado estás tú. Pero Pablo no está. Hay un desequilibrio».

Bueno, sí, creo que entiendo a qué se refiere y supongo que tiene razón. Pero siempre es tan difícil escribir directamente sobre lo más íntimo. O al menos para mí lo es. No me gusta la narrativa autobiográfica, es decir, no me gusta practicarla. Leerla es otra cosa: hay autores inmensos que, partiendo de su propia vida, son capaces de crear obras maestras, como Proust y su En busca del tiempo perdido o Conrad y El corazón de las tinieblas. Pero yo siempre he necesitado utilizar la intermediación del cuento para poder expresar mis alegrías y mis penas. Los personajes de ficción son las marionetas del inconsciente.

La conexión entre la realidad biográfica y la ficción es un territorio ambiguo y pantanoso en donde se han hundido no pocos autores. Por mencionar a uno: Truman Capote, que, pretendiendo convertirse en el Marcel Proust americano, publicó en una revista los tres primeros capítulos de su supuesta magna obra, Plegarias atendidas, y con ello provocó que rompieran con él todas sus amigas de la alta sociedad, que se vieron retratadas y traicionadas hasta tal punto que una de ellas, Anne Woodward, se suicidó. El caso es que Capote se convirtió en un apestado, nunca terminó Plegarias atendidas y se entregó sin freno al alcohol y las drogas, un régimen de vida que le condujo en un periquete a la muerte. O sea que no manejar bien el equilibrio entre lo ficticio y lo real puede tener consecuencias devastadoras.

No es fácil saber dónde pararse, hasta dónde es lícito contar y hasta dónde no, cómo manejar la sustancia siempre radiactiva de lo real. Creo que es evidente que no hay buena ficción que no aspire a la universalidad, a intentar entender lo que es el ser humano. Es decir: el escritor que escribe para contar su vida, regodearse en ella, ponerse medallas o vengarse, hará sin lugar a dudas un texto abominable. La cuestión, en fin, es la distancia; poder llegar a analizar la propia vida como si estuvieras hablando de la de otro. Y aun así, ¡qué complicado! Te confieso que he cortado dos párrafos que había incluido en la primerísima versión de este libro; dos fragmentos que contaban algo de Pablo. Esto es, me he censurado. Es un conflicto irresoluble; por un lado, esas dos escenas hablaban de los demás. Del dolor de todos. De algún modo, el narrador es como un médium: sus palabras son la expresión de muchos. Y al escribir, uno siente ese compromiso, esa pulsión de hablar por los otros o con los otros: esas dos escenas que corté no eran sólo mías. Pero, por otro lado, eran sobre todo mías y de Pablo. Y no pude romper esa nuez de perfecta y callada intimidad entre él y yo. Ya sabes que ansío ser libre, totalmente libre al escribir; quiero volar, quiero alcanzar la ingravidez perfecta. Pero hay ligaduras personales profundas de las que no deseo o no sé desprenderme. Soy un globo aerostático que se bambolea a pocos palmos del suelo con la barquilla todavía atada a tierra por una soga.

Dice mi amigo que Pablo no está en este libro, y a mí me parece imposible que esté más. ¿Cómo hablar de él con naturalidad, con libertad? ¿Qué se puede contar para revivirlo? Pablo era un niño. Pablo era un hombre. Era un niño dentro de un hombre. Tenía una inteligencia formidable y muy original: seguía sorprendiéndome tras dos décadas de convivencia. Era cabezota, refunfuñón, seductor, honesto. Escribía muy bien y era un estupendo periodista. Además de elegante, atlético y meticuloso. Y le gustaban tanto el silencio como las discusiones. Tendría muchas más palabras que decir sobre él, pero no nos llevarían a ningún lado: esa no es manera de definirle. Le recuerdo leyendo atentamente cada día hasta la última noticia de los periódicos. Y llevando la contraria en una cena de amigos por el puro placer de discutir. Le recuerdo sacando a la calle, sobre un cartón, caracoles recogidos en nuestro pequeñísimo jardín, porque no tenía corazón para matarlos (solía hacerse el duro pero era así de bueno). Le recuerdo feliz paseando por los montes. En fin, releo este último párrafo y creo que lo más acertado que he dicho es «le recuerdo». Esa sí es la pura verdad. Dentro de mi cabeza está todo él.

Pero la literatura, o el arte en general, no puede alcanzar esa zona interior. La literatura se dedica a dar vueltas en torno al agujero; con suerte y con talento, tal vez consiga lanzar una ojeada relampagueante a su interior. Ese rayo ilumina las tinieblas, pero de forma tan breve que sólo hay una intuición, no una visión. Y, además, cuanto más te acercas a lo esencial, menos puedes nombrarlo. El tuétano de los libros está en las esquinas de las palabras. Lo más importante de las buenas novelas se agolpa en las elipsis, en el aire que circula entre los personajes, en las frases pequeñas. Por eso creo que no puedo decir nada más sobre Pablo: su lugar está en el centro del silencio.