Radiactividad y mermeladas
En julio de 1895, un año después de conocerse, Pierre y Marie se casaron en París por lo civil; con el dinero que les regalaron en la boda compraron dos bicicletas y su luna de miel consistió en irse pedaleando por media Francia. Marie había pedido que su traje de novia, que fue un regalo de la madre de Pierre, fuera «oscuro y práctico para poder usarlo después en el laboratorio, ya que sólo poseo el traje que me pongo cada día». Władisław vino desde Varsovia para el evento y dijo a sus consuegros: «Tendrán una hija digna de ser querida en Marie. Desde que vino al mundo nunca me dio un disgusto». Cielos, ¿eso era lo mejor que podía decir de su hija? ¿Eso era lo único que le importaba? #HacerLoQueSeDebe, #HonrarAlPadre.
Pierre le dijo a Marie que, si había permanecido soltero hasta los treinta y seis años, era porque no creía en la posibilidad de un matrimonio que respetara lo que para él era su prioridad absoluta, la entrega a la Ciencia. Con ella, en cambio, había encontrado a su alma gemela. De hecho, al principio de su relación, en vez de mandarle un ramo de flores o bombones, Pierre le envió una copia de su último trabajo, titulado Sobre la simetría de los fenómenos físicos. Simetría de una zona eléctrica y de una zona magnética, que habrás de convenir que no es un tema que todas las chicas encuentren fascinante.
Pierre y Marie, en 1895.
Pero a Marie sí le gustaba, aún más ¡lo entendía! Lo cual ya era a todas luces portentoso. Siempre me han maravillado esas armonías, esas extraordinarias #Coincidencias del destino que de cuando en cuando la vida nos otorga cuando se pone magnánima, y que hacen que, en la enormidad del mundo, se junten con provecho dos seres de difícil adaptabilidad, como en este caso: dos mentes superdotadas, dos personas #Raras, solitarias, de ardiente entrega utópica, apasionadas por la ciencia, de edades semejantes, del sexo opuesto siendo heterosexuales, los dos sentimentalmente libres en el momento de encontrarse, ambos en la edad justa (porque podían haberse conocido de viejos o de niños) y encima, ¡atrayéndose sexualmente el uno a la otra! ¿No te parece un milagro? Pues, además de los horrores que tanto nos llaman la atención, la vida también está llena de estos prodigios.
Y aquí comienza la etapa más tópicamente heroica de la heroica vida de Marie Curie: el descubrimiento del polonio y del radio. Una vez sacadas las dos licenciaturas, Marie decidió doctorarse. Una apuesta ambiciosa como todas las suyas; en el mundo sólo había habido una mujer que se hubiera doctorado en Física: Elsa Neumann, en 1899, en la Universidad de Berlín. Marie aspiraba a mucho, aspiraba a todo, y se puso a pensar muy cuidadosamente sobre qué hacer su doctorado. En 1895, el físico alemán Wilhelm Röntgen estaba haciendo experimentos con un tubo de rayos catódicos y en una de esas descubrió los rayos X por casualidad (y porque tenía una mente alerta, como añade lúcidamente Sarah Dry); los denominó X, precisamente, porque no sabía explicar su naturaleza. El hallazgo causó sensación y la famosa primera radiografía de la mano de su mujer dio la vuelta al mundo.
Eso de que pudieran verse los entresijos de las personas parecía magia; por entonces se vivía una época de pleno embeleso con los descubrimientos científicos, de los que se esperaba cualquier maravilla, y los espectaculares rayos X parecían corroborar esas presunciones. Enseguida empezaron a utilizarse para diagnosticar fracturas de huesos, como ahora, pero también para fines absurdos como el de combatir la caída del pelo: se diría que cada nueva cosa que inventa el ser humano es testada contra la alopecia, tremenda obsesión espoleada por el hecho de que quienes pierden el cabello son los varones.
Fascinado como todos por los rayos X, el científico francés Henri Becquerel decidió investigar si había una fosforescencia natural semejante a la que se producía artificialmente dentro del tubo de rayos catódicos. Y también por casualidad (y por la consabida mente alerta, etcétera), en 1896 descubrió que las sales de uranio emitían unas radiaciones invisibles de naturaleza desconocida que eran capaces de dejar una impresión en las placas fotográficas. Este hallazgo, que no tenía ninguna aplicación circense y no dejaba traslucir los huesos ni las monedas que uno llevaba en el bolsillo, dejó completamente frío al personal. ¡Pero si eran unos rayos que no se podían ver! Menudo aburrimiento. Y ese fue justamente el campo que Marie escogió para investigar. Porque era nuevo, porque nadie sabía nada, porque le interesaba a poca gente y, sin embargo, era un enigma científicamente prometedor.
Pero antes de llegar a plantearse hacer el doctorado, Marie había vivido año y medio de infarto. En la biografía que escribió sobre Pierre, Marie se enorgullece, con razón, de la complicidad e igualdad científica e intelectual que tenía con su marido: «Nuestra convivencia era muy estrecha: compartíamos los mismos intereses; el estudio teórico; los experimentos de laboratorio; la preparación de las clases y los exámenes». Pero justo al lado, sin darse cabal cuenta de lo que dice, escribe: «Nuestros recursos eran muy limitados, así que yo debía de encargarme de la casa, además de cocinar». O sea, lo compartían todo menos el trabajo doméstico. Qué días tan agotadores los de Madame Curie: además de llevar el hogar, estaba haciendo un trabajo de investigación sobre las propiedades magnéticas del acero que le habían ofrecido por unos pocos francos (necesitaban el dinero). Por añadidura, se puso a estudiar oposiciones para poder dar clases en la enseñanza secundaria, también por razones económicas. Y por las noches asistía a clases sobre cristales para poder entender mejor el trabajo de Pierre (alucinante). Todo esto, que ya era bastante, empeoró en 1897 cuando Marie quedó encinta de Irène. Al parecer pasó un embarazo horrible plagado de náuseas, aunque, siempre voluntariosa, intentara olvidar su estado y trabajar como si nada hubiera cambiado. Pero en septiembre, cuando nació su hija, las cosas alcanzaron el punto más caótico: «Marie se encontró con que tenía que hacer frente a una gran cantidad de trabajo y atender al mismo tiempo a la niña. Este importante problema se ha pasado por alto o se ha minimizado en muchas biografías de Curie», dice con toda razón Barbara Goldsmith en su magnífico libro sobre Marie. Sin duda: tengo amigas que son jóvenes profesionales, con mejores condiciones económicas, con ayuda doméstica y sin la #Culpabilidad que debía de experimentar Marie (o al menos no tanta), y las he visto casi enloquecer en los meses después de haber parido. Madame Curie tenía que volver a casa cada tanto para amamantar al bebé, y cuando se quedó sin leche tuvo que contratar a una nodriza sintiéndose un fracaso como madre. Empezó a sufrir, lo cuenta Ève, ataques de pánico: de pronto salía disparada del laboratorio en dirección al parque, porque se le había metido en la cabeza el pensamiento obsesivo de que la niñera había perdido a Irène. Cuando las encontraba y verificaba que la niña se hallaba bien, volvía a regresar corriendo a su trabajo. Estaba a punto de perder la razón. Por fortuna (¿se puede decir por fortuna?) la madre de Pierre falleció muy oportunamente y su viudo, que era un hombre encantador, se mudó al domicilio de la pareja y se dedicó a cuidar de la nena. Qué extraña es la vida: quizá sin esa muerte, ese traslado, ese buen suegro, nunca hubiera existido Marie Curie.
Y así fue como nuestra protagonista pudo plantearse hacer el doctorado a principios de 1898. No sin costes, supongo; en su biografía sobre Pierre dice:
La cuestión de cómo cuidar de nuestra pequeña Irène y de la casa sin renunciar a la investigación científica se volvió acuciante. La posibilidad de desentenderme del trabajo habría sido una renuncia muy dolorosa para mí que mi marido ni siquiera contempló; solía decir que tenía una esposa a medida que compartía todas sus inquietudes. Ninguno de los dos estábamos dispuestos a abandonar algo tan precioso como la investigación compartida. Como es de suponer, contratamos a una sirviente, pero yo me encargaba de todo lo relacionado con la niña. Mientras yo estaba en el laboratorio, Irène se quedaba a cargo de su abuelo […]. La estrecha unión de nuestra familia me permitió cumplir con mis obligaciones.
Ah, sí: sus obligaciones. Siempre hay que #HacerLoQueSeDebe. Me resulta conmovedor que en este texto, escrito muchos años después y tras haber obtenido los dos premios Nobel, Marie tenga que justificar el hecho de no abandonar la ciencia para cuidar a su hija amparándose en la «investigación compartida». Como si el trabajo de Pierre, que la necesitaba, fuera la causa última de su dejación del deber de madre. Como si su trabajo por sí sólo nunca hubiera podido justificarlo. Y desde luego tuvo mucha suerte Marie al contar con un marido tan comprensivo. Un adelantado para su época. Pero eso no alteraba el hecho de que las cosas eran como eran y de que el deber de la mujer fuera un mandato no discutido. Durante estos años, Pierre publicó bastantes más artículos científicos que Marie. No puedo decir que me extrañe: Marie mientras tanto hacía mermeladas. Acercarse a la vida de Manya Skłodowska es como mirar una gota de agua por microscopio y descubrir un hirviente remolino de bichejos; quiero decir que, si te fijas bien en su biografía, adviertes las infinitas dificultades que Marie tuvo que superar y te quedas pasmada. ¿Cómo pudo sobrevivir, cómo salió adelante? ¡Y pensar que su padre hablaba de «su trastorno»! Pues vaya una trastornada. Qué poderío.