El canto de una niña

Entonces, ¿la vida siempre acaba mal? Según una tradición gitana, si acudes a un festejo social, a una boda, a un bautizo, no debes desear felicidades, como es habitual, sino «malos principios». Porque, con sabiduría milenaria forjada por unas condiciones de vida difíciles, conocen que la desgracia es inevitable en la existencia; y entonces prefieren desear que la cuota de dolor venga primero, para que así el final sea venturoso.

Pero la vida no tiene otro final posible que la muerte; y antes, si tienes mucha suerte, la vejez. Las películas de Hollywood no suelen acabar así. A la gente le deprime. Mi novela Historia del Rey Transparente termina con la muerte del personaje principal. Para mí es una muerte estupenda, una muerte feliz. Ha vivido una gran vida y escoge la manera de irse. Yo considero que es una novela muy optimista y escribirla me suavizó el miedo a mi propio fin. Y hay lectores que también lo ven así, pero otros dicen que no me perdonan que mate a la protagonista. Pero, por favor, ¡si todos los protagonistas mueren, sólo que fuera de las páginas de los libros!

Creo que nuestra percepción lineal del tiempo lo empeora todo. Einstein dijo ya hace mucho que el tiempo y el espacio eran curvos, pero nosotros seguimos viviendo los minutos como una secuencia (y una consecuencia) inexorable. En su raro y conmovedor libro Un hombre afortunado, publicado en 1966, John Berger acompaña a John Sassall, un médico rural amigo, en sus visitas a los pacientes, y hace un retrato reflexivo del doctor concluyendo que, en efecto, su vida puede considerarse plena: «Sassall es un hombre que está haciendo lo que quiere hacer. O, para ser más precisos, un hombre que sabe lo que busca. A veces la búsqueda entraña tensión y contrariedades, pero constituye su única fuente de satisfacción. Al igual que los artistas o que cualquiera que crea que su trabajo es la justificación de su vida, para los estándares miserables de nuestra sociedad, Sassall es un hombre afortunado». Resulta difícil no pensar que Berger está hablando de sí mismo, o también de sí mismo, cuando escribe esto; por eso debió de ser todavía más desolador para él lo que pasó luego. Y lo que sucedió es que, quince años después de que sacara este libro, John Sassall se suicidó. Lo cuenta el propio Berger en una breve postdata añadida en 1999. Y añade: «John, el hombre a quien tanto quise, se suicidó. Y, en efecto, su muerte ha cambiado la historia de su vida. La ha hecho más misteriosa. Pero no más oscura. No es menos luminosa ahora: simplemente su misterio es más violento». Estoy de acuerdo: ¿por qué el suicidio va tener que ensuciar todo su pasado? Pero tendemos a ver las cosas así: si alguien se suicida, es como si toda su vida fuera una tragedia. Si alguien tiene una vejez solitaria, precaria e infeliz, es como si las tinieblas impregnaran toda su existencia. Pero no es así. Lo que vivió, lo vivió. Antes de que llegara el invierno, la cigarra disfrutó de una vida fantástica, mientras que la existencia de la hormiga siempre fue bastante tediosa. Además, de todos modos el periodo vital de los insectos es muy breve, o sea que, ¡hurra por la cigarra! Por lo menos tendría unas memorias alegres, una narración hermosa que contarse.

La #Felicidad. Ese bien esquivo e indefinible. Otra de las cosas que me intranquilizan de la lectura de las biografías es la maldita costumbre que tienen los biógrafos de decir cosas como «ese fue el año más feliz de su vida» o «probablemente nunca fue tan feliz como entonces». Abominación y miseria: entonces, ¿podemos estar viviendo en el mejor momento de nuestras vidas y no darnos cuenta? ¿Estaremos desaprovechando la #Felicidad? Ya conoces la famosa frase de John Lennon: la vida es eso que sucede mientras nosotros nos ocupamos de otra cosa. Y es verdad que perdemos el tiempo preocupándonos por nimiedades, que nos aturdimos y nos empecinamos tontamente, que tendemos a pensar que la auténtica vida está por llegar.

Saber ser #Feliz es un conocimiento complicado. Hay quien nunca llega a poseerlo. ¿Supo ser feliz Marie Curie? Probablemente sí. O, por lo menos, estuvo muy cerca. En sus escritos biográficos habla de la época en que Pierre y ella trabajaban febrilmente en el galpón que les servía de laboratorio, y dice:

En aquel miserable hangar pasamos los años más felices de nuestra vida, consagrados por completo al trabajo. A menudo tenía que improvisar una comida en aquel laboratorio para no interrumpir alguna operación […]. Sumida en la quietud de la atmósfera de investigación sentía una dicha infinita, y me exaltaba con los progresos que permitían abrigar la esperanza de lograr mejores resultados aún […]. Recuerdo la felicidad de los ratos dedicados a discutir sobre el trabajo mientras recorríamos el hangar de un extremo a otro. Uno de nuestros grandes deleites era acudir al laboratorio de noche; por todas partes resplandecían las tenues siluetas iluminadas de los tubos y las cápsulas que contenían nuestros productos. Era una visión muy hermosa que nunca dejaba de asombrarnos. Los tubos brillantes parecían pálidas luces feéricas.

Debía de sentirse en el mundo de las hadas, en efecto; esa chica pobre y huérfana perteneciente a un pueblo sojuzgado, una simple mujer en un mundo de hombres, una muchacha humillada por los ricos (Casimir) que estuvo muy cerca de no poder ni siquiera estudiar, era ahora una científica que estaba descubriendo el llameante fuego de la vida en compañía de un hombre adorable que la amaba y la respetaba. Magia pura. Cuando algo te ha costado mucho, aprendes a apreciarlo.

Dice en su diario, hablando de los días de vacaciones pasados en Saint-Rémy:

Por la mañana te sentaste en el prado que hay en el camino del pueblo […]. Irène corría tras las mariposas con una redecilla endeble y a ti te parecía que no atraparía ninguna. Sin embargo, para su enorme alegría, cogió una, y yo la convencí para que la dejara en libertad. Me senté junto a ti y me tumbé, atravesada sobre tu cuerpo. Estábamos bien, yo sentía cierto remordimiento por si estabas cansado, pero te notaba feliz. Y yo misma tenía esa sensación que había experimentado a menudo durante los últimos tiempos de que ya nada nos turbaba. Me sentía en calma y llena de una ternura dulce hacia el excelente compañero que estaba allí conmigo, sentía que mi vida le pertenecía, que mi corazón rebosaba cariño hacia ti, mi Pierre, y me hacía feliz sentir que allí, a tu lado, bajo aquel sol hermoso y frente a aquellas vistas divinas del valle, no me faltaba nada. Eso me daba fuerzas y fe en el futuro, no sabía que no habría futuro alguno para mí.

Qué inmensa, redonda, envidiable frase: «sentí que no me faltaba nada». ¿Habría alcanzado de verdad Marie esa sabiduría, o sería un adorno de la memoria? La insatisfacción de los humanos, ese querer siempre algo más, algo mejor, algo distinto, es el origen de innumerables desdichas. Además, la #Felicidad es minimalista. Es sencilla y desnuda. Es una casi nada que lo es todo. Como ese día campestre de los Curie, bajo el sol, frente al valle.

Esta mañana he sacado a las perras a pasear y me he encontrado una higuera. Mejor dicho, esta mañana me he dado cuenta de que el árbol por el que paso todos los días es una higuera; y si lo he advertido ha sido porque estaba cargado de frutos que empezaban a caerse (el verano agoniza), y no por mi perspicacia botánica (perdona, Pablo). Mi marido amaba las higueras. Hace años, al principio de nuestra relación, fuimos a una casita que sus padres tenían en un pueblo de montaña de la provincia de Ávila. Pablo había pasado allí los lentos, formidables veranos de la infancia, y me fue enseñando el paisaje de su niñez: el camino al río, el bosque, la poza donde se bañaba. Al comienzo de la senda, al salir del pueblo, hay una higuera. Aquella primera vez me la mostró y me contó su historia: a finales de agosto, mientras los frutos terminaban de madurar, una niña se sentaba bajo las ramas y se pasaba las horas cantando para espantar a los pájaros y evitar que picotearan los higos. A Pablo la escena debió de maravillarle: me la contó ese día y muchos más, cada vez que íbamos al pueblo, con esa contumacia con que las parejas veteranas nos repetimos las pequeñas cosas que nos obsesionan. Puedo entender muy bien por qué le fascinaba; imagino a Pablo a los diez años, tan guapo como en esa foto del pantano con sus primos; con pantalones cortos, las rodillas arañadas, camino de la poza. Lo veo en el polvoriento final del tórrido verano, cerca ya del regreso a Madrid, a la tristura del invierno y al colegio. Pero todavía no se han acabado las vacaciones, todavía es libre y un poco salvaje, aún le quedan varios días para pasar junto a la higuera y junto a la niña que canta bajo la higuera, y en esa edad cada día es una eternidad. Cómo debía de sorprender a un chico de ciudad esa niña que cantaba. Esa promesa de higos maduros y melosos. Ese vislumbre de vida.

Cuando Pablo me contó la escena por primera vez, los dos teníamos treinta y siete años. Nadie recogía ya los frutos del árbol y los pájaros se daban grandes atracones. Pero los pinares seguían estando allí, y el monte, y el sendero calcinado, y el calor del verano. Trasto y Bicho, nuestros perros de entonces, fallecidos hace ya mucho, miraban expectantes: querían entrar en el cercano, umbrío bosque. Recuerdo el peso del aire sofocante, el zumbido de los moscardones, lo dorada que era la luz del sol, que estaba muy bajo, y el olor verde oscuro de la higuera. Recuerdo la simple, embriagadora #Felicidad. Y el futuro extendiéndose por delante en un horizonte inagotable. Estábamos empezando nuestra relación y en el momento agudo de la pasión eres inmortal.

Se me ha venido todo esto a la cabeza hace unas horas, cuando he visto la higuera reventando de frutos, en la cansada plenitud de este verano que se acaba. Breve es nuestro día y la noche es inmensa. A veces me pregunto en qué pensará uno antes de morir; qué recuerdos escogerá como resumen para narrarse. Y estoy casi segura de que esa niña cantando fue una escena luminosa y crucial en la imaginería de Pablo. En su representación de la existencia. He heredado de él ese recuerdo fundacional y se lo agradezco.

¿Y en qué pensaría Madame Curie? ¿Cuál sería su balance final? Sánchez Ron concluye su libro hablando maravillas de la científica y resaltando los graves problemas a los que tuvo que enfrentarse. Y dice: «A la luz de semejante biografía e imagen pública, no debería sorprender a nadie que también sea posible identificar en Marie Curie rasgos de gran dureza, ni que su figura transmitiese, con prácticamente insoportable constancia, una profunda tristeza y seriedad». Tiene razón, aunque yo diría que la gran dureza la dirigía sobre todo contra sí misma. Pero lo más inquietante, en efecto, son sus fotos. Siempre tan seria. Tan triste. ¿O quizá no? Su gesto permanentemente adusto, ¿no sería una máscara defensiva que ya se había petrificado después de tantos años? Ese ceño embestidor propio de una mujer que, en efecto, tuvo que derribar muchos muros a cabezazos, ¿no habría terminado por convertirse en una costumbre facial, en una mueca? Por no hablar de la fatiga constante de su cuerpo debilitado por la radiación. Debe de costar sonreír cuando siempre te encuentras tan cansada.

Pero no te olvides de la felicitación navideña que escribió a su hija Irène y a Frédéric en diciembre de 1928. Ya te he citado parte, pero ahora transcribiré unas líneas más:

Os deseo un año de salud, de satisfacciones, de buen trabajo, un año durante el cual tengáis cada día el gusto de vivir, sin esperar que los días hayan tenido que pasar para encontrar su satisfacción y sin tener necesidad de poner esperanzas de felicidad en los días que hayan de venir. Cuanto más se envejece, más se siente que saber gozar del presente es un don precioso, comparable a un estado de gracia.

¿Te parece la carta de alguien amargado? Antes al contrario: creo que, por fin, después de una vida batalladora y muy difícil, de una ambición ardiente y una responsabilidad abrumadora, Manya Skłodowska supo encontrar la #Ligereza.

Quién pudiera perder peso como ella y volar. Flotar ingrávida en el tiempo, que es una manera de rozar la eternidad. Vivir en la suprema gracia del aquí y el ahora. Siempre me fascinó el magistral relato de Nathaniel Hawthorne «Wakefield», en el que un modoso caballero del siglo XIX sale de su casa para un breve recado y ya no vuelve, o al menos no vuelve en muchos años. Y aquí viene lo más estremecedor y más genial: alquila un piso muy cerca de su hogar, en la misma calle, y durante su larga desaparición se dedica a contemplar el dolor de su mujer, la perplejidad de quienes le conocen, el agujero que ha dejado su ausencia. Y ahora dime: ¿No has sentido nunca la insidiosa tentación de dejar de ser quien eres? ¿De liberarte de ti mismo? Pero no hace falta ser tan drástico y tan loco como Wakefield: bastaría con ir soltando lastre. Con irse desnudando de las capas superfluas. Fuera la dictadura de #HacerLoQueSeDebe. Adiós a la #Ambición esclavizante y a la inseguridad torturadora (estas dos son pareja). Se acabó la #Culpabilidad y el ciego mandato de #HonrarALosPadres.

Al final, en efecto, es una cuestión de narración. De cómo nos contamos a nosotros mismos. Aprender a vivir pasa por la #Palabra. Recuerda los asombrosos resultados de ese estudio según el cual los separados y divorciados están más deprimidos que los viudos. ¿Qué les falta a los primeros? Desde luego no la persona amada, sino una narración convincente y redonda. Un relato consolador que les dé sentido. Todos los humanos somos novelistas y, por consiguiente, yo soy redundante porque además me dedico a escribir. Hago novelas cuyas peripecias no tienen nada que ver conmigo, pero que representan fielmente mis fantasmas; y ahora que con este libro he intentado decir siempre la verdad, quizá haya terminado haciendo en realidad mucha más ficción. Porque, como dice Iona Heath, «hallar sentido en el relato de una vida es un acto de creación».

Siempre pensé, y lo he escrito alguna vez, que la vejez es una edad heroica. No soy la única en verlo así; según un conocido refrán norteamericano, «hacerse mayor no es para blandengues» (growing old is not for sissies: el original es bastante homofóbico, porque sissy viene a ser como mariquita). Sin embargo, ahora empiezo a intuir que quizá con la edad podamos aprender a escribirnos mejor: a fin de cuentas la novela es un género de madurez. Y creo que, si tienes suficiente dinero para pagar las necesidades básicas, y suficiente salud para ser autónomo, ser mayor te puede liberar de ti mismo, como a Wakefield. Según varios estudios realizados en los últimos años sobre muestras inmensas de cientos de miles de personas pertenecientes a ochenta países, la #Felicidad dibuja una estable y firme curva en forma de U a lo largo de la vida. Es decir, hombres y mujeres de todas las sociedades dicen sentirse más felices en la juventud y en la vejez, mientras que el momento más difícil de la existencia está entre los cuarenta y los cincuenta años.

Estoy hablando de alcanzar la maestría en la narración, de conquistar de verdad la #Ligereza. Quién sabe: quizá todos esos biógrafos que no prestaron ninguna atención a los últimos años de sus personajes no supieron ver lo que miraban. En la #Ligereza, la vida flota irisada y sutil, transparente y casi imperceptible, como una pompa de jabón al sol. Quizá los humanos estemos tópicamente acostumbrados a fijarnos sólo en los grandes hechos, en los actos pesados, en la solemnidad y en el afán. En cosas tan obvias y ruidosas como el descubrimiento de la radiactividad y la penicilina, o la llegada a la Luna, o el auge y la caída de los imperios. Que, por supuesto, son sucesos memorables y es lógico que nos llamen la atención. Ahora bien: eso no es todo lo que hay. Pero supongo que hace falta vivir mucho, y lograr aprender de lo vivido, para llegar a comprender que no hay nada tan importante ni tan espléndido como el canto de una niña bajo una higuera.