La bruja del caldero

Manya Skłodowska fue una persona perseguida por la leyenda. El mito que hoy existe en torno a su memoria, siendo enorme, es probablemente menos exagerado que el que tuvo que soportar mientras vivía. Además su fama pasó por todo tipo de avatares: primero fue considerada una santa, luego una mártir y después una puta, y todo ello de una manera ardiente y clamorosa.

Parte del mito de la santidad científica de Marie (y de su marido) se basa en las penosas condiciones en las que tuvieron que trabajar. Y es cierto: Pierre Curie soñó toda la vida con tener un buen laboratorio, y en realidad murió sin conseguirlo. El descubrimiento del polonio y del radio se hizo, como todo el mundo sabe porque es el pormenor más aireado de su hagiografía, en un miserable cobertizo medio roto que antes había servido de almacén y que Pierre logró que les dejaran utilizar en la Escuela de Física y Química Industrial, en donde él daba clases. Los cristales rajados y mal sellados del galpón dejaban pasar el polvo y el agua de la lluvia, contaminando las muestras; para calentar el lugar sólo había una pequeña estufa de hierro y en invierno hacía un frío rechinante: una mañana Marie apuntó en su cuaderno de trabajo que en el interior estaban a tan sólo seis grados. Debía de ser difícil hacer las delicadas mediciones que precisaba la investigación teniendo los dedos congelados.

Los rayos invisibles que había descubierto Becquerel, sobre los que Marie se había propuesto hacer la tesis, tenían la propiedad de hacer que el aire de alrededor condujese electricidad, y a Madame Curie se le ocurrió medir el grado de conductividad del aire para estudiar el fenómeno. ¿Y por qué tuvo semejante idea? Fue una intuición genial nacida de su talento, pero es probable que también influyera que uno de los aparatos que había inventado Pierre junto a su hermano Jacques fuera el electrómetro piezoeléctrico de cuarzo, que servía justamente para hacer con gran precisión esas mediciones sutilísimas. Al parecer era un instrumento endiabladamente difícil de utilizar, pero Pierre enseñó a su mujer y Marie aprendió con ese perfeccionismo obstinado y obsesivo que le caracterizaba. Incluso con las manos tiesas por el frío lo hacía fenomenal.

Al principio Marie trabajaba sola en la investigación, pero las cosas enseguida se pusieron al mismo tiempo muy interesantes y muy complicadas, de manera que Pierre abandonó los estudios que estaba realizando sobre magnetismo y se sumó a la labor de su esposa. Marie decidió experimentar con pecblenda, un mineral que, entre otros elementos, contiene uranio. Y descubrió algo alucinante: que la pecblenda aumentaba la conductividad del aire aún más que el uranio extraído de ella. Lo que significaba que en el mineral tenía que haber algún elemento más radiactivo que el uranio. Esta deducción fue muy emocionante, aunque los Curie no tenían ni idea del berenjenal en el que se estaban metiendo, porque por entonces no podían imaginar que los nuevos elementos eran tan enormemente radiactivos y, por consiguiente, estaban representados en la pecblenda en tan ínfimas cantidades que, para poder cazarlos, tendrían que procesar una montaña de piedras. En total, diez toneladas de pecblenda para lograr sacar una décima de gramo de cloruro de radio. Y esto lo hicieron en las penosas condiciones del miserable cobertizo, ellos solos o casi solos. «Nadie puede decir si habríamos insistido, dada la pobreza de nuestros medios de investigación, si hubiésemos conocido la verdadera proporción de lo que estábamos buscando», escribió Marie muchos años después. En el patio del hangar, esa delgada mujer que apenas comía media salchicha de pie en todo el día, acarreaba de acá para allá cargas de veinte kilos y removía grandes calderos de mineral hirviente con una pesada barra de hierro casi tan grande como ella. Era una bruja blanca, una hechicera buena. Se pasó tres larguísimos y extenuantes años haciendo esto, y al final consiguió extraer el radio, que era como uno de esos espíritus de los cuentos infantiles, una sustancia ínfima que llameaba con fulgor verdoso azulado. Muy bello, desde luego. Pero mortal.

Aunque no lograron el aislamiento del radio hasta 1902, el descubrimiento del nuevo elemento lo hicieron mucho antes. En el mismo 1898, al poco de empezar, en sólo unos meses de furioso trabajo, los Curie hallaron primero el polonio, cuatrocientas veces más radiactivo que el uranio, y poco después el radio, que, dijeron, era novecientas veces más radiactivo, aunque en realidad es tres mil veces más potente. El 26 de diciembre de 1898 informaron de su hallazgo a la Academia de Ciencias, y enseguida se hicieron bastante famosos, aunque nada comparable a lo que vendría después con el Nobel. El resplandeciente y poderoso radio inflamó la imaginación de los humanos: era el principio mismo de la vida, un pellizco de la energía del cosmos, el fuego de los dioses traído a la Tierra por esos nuevos Prometeos que eran los Curie. Inmediatamente científicos de todo el mundo empezaron a investigar las aplicaciones médicas de su descubrimiento, como, por ejemplo, curar tumores cancerosos (hoy seguimos utilizando la radioterapia para lo mismo, aunque la fuente radiactiva ya no es el radio sino el cobalto), y el entusiasmo alcanzó cotas tan álgidas que el nuevo elemento empezó a utilizarse peligrosa e inconscientemente para todo, como si fuera el bálsamo de Fierabrás.

Por ejemplo, se añadió radio a los cosméticos: a cremas faciales que supuestamente te mantenían joven para siempre, a barras de labios, a tónicos para reforzar y hermosear el cabello, a dentífricos para dejar los dientes blanquísimos y fulminar las caries, a ungüentos milagrosos contra la celulitis. Un anuncio de la crema AlphaRadium decía: «La radiactividad es un elemento esencial para conservar sanas las células de la piel». En esto de la belleza las mujeres siempre hemos hecho barbaridades, como usar durante siglos carbonato de plomo para blanquear el rostro, o carmín de labios confeccionado con sulfuro de mercurio, o tintes del cabello hechos con sulfuro de plomo, cal viva y agua, todo ello terriblemente tóxico y a la larga mortal. Entre otros efectos secundarios, el plomo hacía que se cayera el pelo: por eso Isabel I de Inglaterra, que se aclaraba la tez usando un emplasto de plomo con vinagre, terminó luciendo ese impactante aspecto y esa tremenda calva.

Pero el delirio radiactivo abarcaba muchos más campos que los meramente estéticos. Si se ponían una bolsa con radio en el escroto, los varones impotentes se curaban; si la bolsa la atabas a la cintura, dejabas de sufrir artritis. Los baños radiactivos hacían recuperar el vigor, y un poco de radio curaba males como las neuralgias o los catarros. Sarah Dry añade que incluso se confeccionó una lana radiactiva para hacer ropas de bebé: «Al tricotar las prendas para su bebé, utilice la lana O-Radium, una preciosa fuente de calor y energía vital, que no encoge ni se apelmaza». Desde luego espeluzna leer algo así. El radio estaba presente en cantidades ínfimas en todos estos preparados, por supuesto, porque se trataba de una sustancia muy difícil de obtener y por consiguiente carísima; pero incluso en esas dosis mínimas el nivel de radiación era muy superior a lo que hoy se admite. Ese frenesí del mercado por sacar provecho económico de la nueva mina de oro resulta conocido y repugnante, sobre todo cuando te paras a pensar que probablemente comercializaron la lana tóxica como un producto para bebé precisamente porque era cara, ya que por nuestros hijos estamos dispuestos a hacer más sacrificios (piensa en esas familias de escasos recursos, piensa en un niño de salud delicada, piensa en unos padres que no pueden pagar buenos médicos pero que, haciendo un gran esfuerzo, le compran esa lana radiante y supuestamente sanadora con la que tricotarán al bebé enfermo una amorosa rebequita radiactiva).

Todo este frenesí duró, aunque parezca mentira, cerca de tres décadas: «El mundo se ha vuelto loco con el tema del radio; ha despertado nuestra credulidad exactamente igual que las apariciones de Lourdes despertaron la credulidad de los católicos», escribió Bernard Shaw, recogido por Goldsmith en su libro. Y si por fin la gente empezó a ser consciente de los peligros de la radiactividad en los años treinta, fue en gran parte gracias a un penoso incidente: en 1925, un falso doctor llamado William Bailey patentó y comercializó un producto llamado Radithor; consistía en una solución de agua con isótopos radiactivos y supuestamente curaba la dispepsia, la impotencia, la presión arterial elevada y «ciento cincuenta enfermedades endocrinológicas más». Dos años más tarde, un millonario y campeón de golf llamado Eben Byers empezó a tomar el Radithor por prescripción médica para tratar un dolor crónico en el brazo. Por lo visto al principio declaró que se sentía rejuvenecido (¡lo que es la sugestión!) pero en 1932, después de haberse tragado entre mil y mil quinientas botellas del tónico a lo largo de cinco años, Byers murió físicamente deshecho: anemia severa, destrucción masiva de los huesos de la mandíbula, del cráneo y del esqueleto en general, delgadez extrema y disfunciones en el riñón. Se organizó un escándalo y las autoridades tomaron medidas. Pero resulta increíble que nadie actuara antes: supongo que había demasiados intereses en juego. ¿No te inquieta pensar cuál será hoy nuestra radiactividad autorizada, qué sustancias legales nos estarán matando estúpidamente?

Dice José Manuel Sánchez Ron que, sin que ello suponga minimizar la importancia de Madame Curie, sus aportaciones teóricas no alcanzaron la altura de las de otros grandes nombres de la época, como por ejemplo el también premio Nobel Ernest Rutherford. Una afirmación que ni dudo ni discuto, desde luego: leyendo el libro de Sánchez Ron, que es con diferencia el más puramente científico de cuantos he manejado sobre Madame Curie, se entiende muy bien a qué se refiere. Pero entonces, ¿cuál fue el lugar de esa polaca tenaz en la historia de la ciencia? ¿Qué es lo mejor que hizo? Sarah Dry explica con didáctica elocuencia que la observación más importante de Marie fue llegar a la conclusión de que la radiactividad era una propiedad atómica de la materia. Justo en aquellos años se estaba empezando a venir abajo la visión newtoniana de los átomos como partículas «sólidas, macizas, duras e impenetrables». En 1897, J. J. Thomson había descubierto la primera partícula subatómica, el electrón; pero en la ciencia oficial todavía prevalecía la idea del átomo como una bola de billar, y cualquier cambio en la estructura a nivel atómico, dice Dry, «estaba considerado un sombrío concepto emparentado con la alquimia […] no una verdadera ciencia». De manera que Marie formaba parte de la pequeña vanguardia que predicaba la inestabilidad del átomo: «Nunca volvió a realizar una declaración tan profunda o tan inspirada como el salto intuitivo que dio al sugerir que los átomos de este nuevo elemento [el radio] eran, en sí mismos, responsables de la radiactividad que ella estaba midiendo. Su trabajo pionero había creado un puente entre la química y la física» (de nuevo Dry). Y Barbara Goldsmith dice: «En realidad su mayor logro fue emplear un método enteramente nuevo para descubrir elementos midiendo su radiactividad. En la década siguiente, los científicos que localizaron la fuente y la composición de la radiactividad realizaron más descubrimientos sobre el átomo y sobre su estructura que en todos los siglos anteriores. Como dijo el astuto científico Frederick Soddy, “el mayor descubrimiento de Pierre Curie fue Marie Skłodowska. El mayor descubrimiento de ella fue… la radiactividad”».

Sea como fuere, en julio de 1902, tras cocinar y hervir y remover y fraccionar y manipular hasta la extenuación todas esas toneladas de pecblenda, Marie consiguió por fin un decigramo de cloruro de radio lo suficientemente puro como para poder medir su masa. El resultado de tanta cocción brujeril era una pizca de materia rutilante que apenas si ocuparía la cincuentava parte de una cucharilla de té. Antes de hacer público su logro, Marie se lo contó a su padre en una carta emocionada. Władysław, que estaba muriéndose, contestó: «Ya estás en posesión de sales de radio puro. Si pensamos en todo lo que has hecho para obtenerlas, sería desde luego el elemento químico más caro de todos. ¡Qué pena que este trabajo sólo tenga un interés teórico!». Ah, esos progenitores que nunca están satisfechos y para los que nada es bastante… #HonrarAlPadre. El hombre falleció seis días después: qué lástima que no llegara a ver el premio Nobel que concedieron a su hija un año más tarde. Aunque, ahora que lo pienso, probablemente habría encontrado alguna cosita desagradable que decir.