Pájaros con las pechugas palpitantes
Ya está dicho que Marie creció en un ambiente político muy enrarecido. En 1864, tres años antes de su nacimiento, los rusos aplastaron una insurrección nacionalista y ahorcaron a los cabecillas, dejando sus cuerpos colgados de las murallas de la ciudadela de Alejandro durante el verano para que se pudrieran a la vista de todos: un espectáculo de ferocidad medieval que no debió de mejorar las relaciones entre los opresores y los oprimidos. En la escuela, Manya y sus compañeras daban las clases en polaco, lo cual estaba prohibido; pero el centro tenía previsto un sistema de timbres para advertir a los profesores de la llegada de los inspectores rusos. Uno de esos días, Marie y sus veinticinco compañeras estaban estudiando la historia de Polonia cuando recibieron el aviso; inmediatamente guardaron los libros y sacaron las labores, tal y como tenían ensayado, de modo que, cuando entró el inspector, las niñas estaban cosiendo ojales modosamente. Entonces la profesora mandó salir a la pizarra a Marie, porque era la mejor alumna de la clase, y el tipo le hizo recitar el padrenuestro en ruso y soltar la lista de los zares con todos sus títulos. Lo hizo bien, pero se sintió terriblemente humillada y lloró con desconsuelo cuando el hombre se fue.
Comprendo la angustia de Marie: las preguntas del ruso estaban hechas con la intención de domar y avasallar. Pero, por otro lado, la escena me parece de lo más simbólica. Tal vez el incidente le enseñara a Manya que la mujer que cose es una impostora. O sea: es alguien que sabe mucho más y hace mucho más que pespuntear ojales con mansedumbre. Los ambientes revolucionarios siempre han sido favorables al avance de las mujeres; los momentos socialmente anómalos dejan fisuras en el entramado convencional por donde se escapan los espíritus más libres. Quiero decir que, por esas paradojas de la vida, es posible que la represión rusa ayudara a Marie a romper los prejuicios machistas de la época; unidos por la resistencia nacionalista, los hombres y las mujeres polacos eran sin duda más iguales.
Además ese entorno efervescente contribuyó a que Marie se concienciara y posicionara ideológicamente desde muy pronto. Apenas llegada a la adolescencia, la futura Madame Curie se convirtió en una entusiasta seguidora del positivismo de Comte, que se apartaba de la religión y consagraba la ciencia como única vía para conocer la realidad y mejorar el mundo. Manya, que había abandonado la fe tras la muerte de su madre, se entregó con pasión al romanticismo científico. A los dieciocho años le mandó a su mejor amiga un retrato que se había hecho junto a su hermana mayor Bronya, y la dedicatoria decía: «A una positivista ideal de dos positivas idealistas». Por cierto que en este retrato se la ve rechoncha cual manzana.
Manya y Bronya Skłodowska.
Pero aun así, a pesar del calor de los ideales y de la lucha nacionalista, me imagino a Marie en esa escuela, siendo la pequeña de cinco hermanos (cuatro, tras la muerte de la mayor), sin dinero, una simple niña humillada por los invasores. ¿Qué podía esperar de la vida? En Nada (1944), la maravillosa novela escrita en estado de gracia por Carmen Laforet a los veintitrés años, la narradora habla de las amigas de su tía, que antaño fueron unas jóvenes felices y ahora eran mujeres atormentadas y marchitas, y dice: «Eran como pájaros envejecidos y oscuros, con las pechugas palpitantes de haber volado mucho en un trozo de cielo muy pequeño». Ese era el destino más probable que le aguardaba a Manya: un trozo de cielo demasiado pequeño y un corazón casi roto después de haberse estrellado una y otra vez contra los límites. No creo que por entonces nadie diera un céntimo por la pequeña Skłodowska.
Pero Marie tenía #Ambición. Bueno, la tenía de esa confusa, contradictoria manera con la que las mujeres nos relacionamos con nuestras ambiciones. Por fortuna las cosas están cambiando mucho en las ultimísimas generaciones, pero hasta hace nada, hasta hace apenas un par de décadas, el mayor problema de la mujer occidental consistía en no saber vivir para su propio deseo: siempre vivía para el deseo de los demás, de los padres, de los novios, de los maridos, de los hijos, como si sus aspiraciones personales fueran secundarias, improcedentes y defectuosas. Y no es de extrañar ese caos mental cuando se nos ha educado durante siglos en el convencimiento de que la #Ambición no es cosa de mujeres. En los tiempos de Marie Curie, pretender brillar por ti misma era algo anormal, presuntuoso y hasta ridículo. Y así, sin modelos en los que mirarse y contra la corriente general, es muy difícil seguir adelante, aunque tengas una vocación, aunque estés convencida de tu valía, porque todo el entorno te está repitiendo una y otra vez que eres una intrusa, que no vales lo suficiente, que no tienes el derecho de estar ahí, junto a los varones. Que eres una #Mutante, fracasada como mujer y un engendro como hombre.
Cuántas mujeres bien dotadas han debido de romperse frente a esa presión. Como le sucedió a Carmen Laforet, precisamente: ella sabía que tenía un talento literario descomunal, y su #Ambición estaba a la par de ese talento; pero no tuvo fuerza psíquica suficiente para sostener sus aspiraciones en medio del machismo ramplón de la posguerra española. No volvió a escribir nada de la valía de su primera novela, y de hecho escribió muy poco más. Se quebró. Se derrumbó. Laforet sí terminó envejecida y oscura y con la pechuga palpitando de impotencia y asfixia.
Por eso, porque era muy duro y arriesgado avanzar a solas, muchas mujeres resolvieron sus ansias de éxito de manera tradicional, vicariamente, pegándose a un varón como ladillas y viviendo el destino de su hombre. Ojo: no me estoy refiriendo a las amas de casa, a las mal llamadas «marujas», a esas mujeres estoicas y esenciales en la construcción de la vida, verdaderos pilares de la Tierra. No, hablo de las musas profesionales, de esas féminas que sólo se emparejan con hombres de éxito. Son mujeres que lo dan todo por su caballo de carreras: lo cuidan, lo alimentan, lo cepillan; le sirven de secretarias, amantes, madres, enfermeras, publicistas, agentes, guardaespaldas. Incluso son capaces de morir por él, si llega el caso. Eso hizo Eva Braun con Hitler. Yo creo que Eva se suicidó en el búnker con el convencimiento de que así pasaría a la Historia. Y tuvo razón. Eso sí que es #Ambición, demonios. Me pregunto hasta dónde habría podido llegar Eva Braun si hubiera tenido agallas suficientes para labrarse su propio destino. Trabajando como fotógrafa, por ejemplo: le encantaba hacer fotos y no era mala.
Manya también estuvo al borde de la claudicación. En 1890 su hermana Bronya le escribió desde París diciéndole que estaba terminando sus estudios, que se iba a casar y que Marie podía venir a la Sorbona al curso siguiente. Pero la futura Madame Curie contestó con esta carta desoladora:
Había soñado con París como la redención, pero desde hace mucho la esperanza del viaje me había abandonado. Y ahora que se me ofrece esta posibilidad no sé qué hacer. Tengo miedo de hablar a papá. Creo que nuestro proyecto de vivir juntos el año próximo le ha llegado al corazón […]. Quisiera darle un poco de felicidad en su vejez. Por otro lado, se me parte el corazón cuando pienso en mis aptitudes perdidas…
Sus aptitudes perdidas… Manya sabe que es buena, pero qué difícil resulta mantener ese convencimiento cuando nadie más te lo confirma. Por otro lado, la vemos aquí a punto de sacrificarse para adoptar el viejísimo papel de la hija que se queda a cuidar a alguno de sus progenitores: #HonrarALosPadres. Pero en realidad, ¿qué era lo que le había sucedido a Marie en esos años para parecer tan derrotada? Piensa un poco. Piensa en lo más obvio. Cierra los ojos durante unos segundos y no sigas leyendo. Piensa y seguro que acertarás.
En efecto. Cherchez l’homme. Lo que sucedió es que Manya se había enamorado como una becerra. Y estaba sufriendo graves penas sentimentales.
Pero empecemos por el principio. Y el principio es la falta de #LugarDeLasMujeres. Los espacios equívocos en los que se han movido tradicionalmente. Cuando Marie se recuperó de la depresión que había sufrido a los quince años tras acabar el instituto (tal vez por la muerte de su madre, de su hermana, por la falta de dinero y de opciones para seguir estudiando) y buscó empleo para poder pagarle la carrera a Bronya, descubrió que ser institutriz era un fastidio, porque se trataba de una figura indefinida: eran señoritas cultas y de buena familia, pero desde luego pobres, porque por eso se tenían que poner a trabajar, y su necesidad las asimilaba a la servidumbre. O sea que estaban en una especie de limbo social, supuestamente respetadas como iguales por los señores pero ocupando una posición tan falsa que la realidad cotidiana se encargaba de ponerlas en su sitio, como se decía cruelmente; esto es, se encargaba de humillarlas una y otra vez. Jane Austen describió con gran finura en sus novelas ese #Lugar sin lugar de tantas muchachas desesperadas. Hay que tener en cuenta que, hasta el siglo XX, la mujer apenas tuvo opciones laborales. Las obreras trabajaban el doble y cobraban la mitad que sus maridos; pero las de clase media ni siquiera podían emplearse salvo en unos pocos oficios de perfiles resbaladizos: institutriz, dama de compañía… No había más salida que hacer eso o escoger alguna de las tres ocupaciones tradicionales: monja, puta o viuda. Digamos que, a través de los siglos, estos tres #Lugares han sido prácticamente los únicos que las mujeres han podido ocupar para regir sus vidas por ellas mismas y para hacer una buena carrera profesional. Abadesa de un convento. Cortesana de lujo. Viuda alegre y activa capaz de sacar adelante la empresa o el imperio del esposo fallecido. Como la estupenda Veuve Clicquot (Viuda Clicquot), que a la muerte de su marido en 1805 consiguió convertir su champán en un burbujeante éxito. O como la tremenda y malvadísima emperatriz Irene de Bizancio, que asumió el poder en el 780 cuando desapareció su cónyuge, el emperador León IV.
Fuera de esos escasísimos #Lugares sociales autorizados, las mujeres, si querían moverse libremente por el mundo, tenían que disfrazarse de hombres. Y ha debido de haber muchas, muchísimas mujeres travestidas desde el principio de los tiempos. Tan sólo en el Quijote se menciona a un par de ellas como algo muy normal. Pero el castigo por ese atrevimiento podía ser terrible. Lo muestra con ejemplaridad la historia de la papisa Juana, una leyenda singularmente expresiva. Cuentan que, en el siglo IX, hubo una mujer que llegó a ser papa durante dos años, siete meses y cuatro días, haciéndose pasar por un varón. Unos dicen que su pontificado fue entre el 855 y el 857, en cuyo caso hubiera sido Benedicto III; y otros que fue en el 872, lo que correspondería con Juan VIII. El hecho es que Juana nació en Maguncia y era muy inteligente y amante del conocimiento, como nuestra Manya. Pero, como no podía estudiar siendo mujer, se disfrazó de monje. Viajó a Atenas en compañía de otro religioso y allí logró convertirse en una figura intelectual muy respetada. Siendo un sabio célebre, Juana marchó a Roma y conquistó de tal modo la ciudad que fue elegida papa unánimemente. Es más, la leyenda cuenta que su mandato fue bueno y prudente. Pero se quedó embarazada de su amigo monje, y un día, mientras atravesaba la ciudad con todos los arreos pontificios en medio de una solemne procesión, Juana se puso prematuramente de parto y dio a luz delante del gentío. Imagínate la escena: la tiara dorada, el báculo, las sedas, los soberbios brocados empapados de sangre femenina y pegoteados con los humildes mocos placentarios. Cuentan que entonces la gente, tan enfurecida como horrorizada, se abalanzó sobre la papisa; que la ataron por los pies a la cola de un caballo, y la arrastraron y lapidaron durante media legua hasta matarla. Esto sucedió en una calleja estrecha entre el Coliseo y la iglesia de San Clemente, y se supone que durante siglos estuvo allí instalada una estela que recordaba el evento y que decía así: «Peter, Pater Patrum, Papisse Prodito Partum» (Pedro, padre de padres, propició el parto de la papisa), una inscripción que es una verdadera apoteosis del poder patriarcal y entierra bajo una catarata de viriles «pes» a la insolente intrusa. Por último, también cuentan que, después de esa terrible subversión del orden, de ese intento de usurpar el máximo #LugarDelHombre en el mundo (no olvides que el papa es el representante terrenal de un Dios sin duda macho), se instituyó durante varios siglos un curioso ritual en la elección de los pontífices. Y consistía en que, antes de la coronación, el sumo sacerdote se tenía que sentar en una silla de mármol rojo con el asiento agujereado, y entonces el prelado más joven (¿lo del más joven sería porque a los novatos siempre les toca lo más pringado, o porque le resultaría más agradable al pontífice?) le tenía que palpar los genitales por debajo del asiento y después gritar: «Habet!», o sea, «¡Tiene!». Ante lo cual los demás cardenales contestaban «Deo Gratias!», supongo que llenos de alivio y regocijo tras confirmar que el nuevo Peter era otro Pater. Nada de Madres por el momento, por favor. Esta leyenda de la papisa Juana fue muy popular durante varios siglos y la gente se la creía a pies juntillas hasta que la Iglesia la repudió oficialmente en el siglo XVI. Pero que sea verdad o mentira da lo mismo; lo que importa es su increíble fuerza simbólica y lo bien que representa el miedo del mundo masculino a la ascensión social de la mujer. Además de servir como parábola didáctica para enseñar a las féminas que intentar ocupar el #LugarDeLosHombres se castigaba de una manera horrible.
Eso es lo que hará Marie Curie, ocupar #Lugares antes nunca hollados por mujeres, y desde luego pagará un alto precio por ello. Pero varios años antes de eso, y al igual que miles de otras muchachas, la joven Skłodowska se contrató como institutriz. Primero en una casa tan horrible que duró muy poco. Y después en el campo, lejos de Varsovia, con una familia nacionalista y amable, los Zorawski. Escribió a su prima:
Para los chicos y chicas de aquí, palabras como positivismo o la cuestión social son objeto de aversión, suponiendo que hayan oído hablar de ello, lo cual es inusual […]. ¡Si pudieras ver lo bien que me porto! Voy a la iglesia todos los domingos y fiestas de guardar, sin alegar jamás un dolor de cabeza o un resfriado para librarme. Casi nunca menciono el tema de la educación superior para las mujeres. En general observo, en mi conversación, el decoro que se espera de alguien en mi posición…
Pese a la incomodidad de esa posición, de ese #Lugar tan resbaladizo, Marie no pudo evitar del todo ser quien era: organizó una escuela clandestina para enseñar a leer y escribir en polaco a los campesinos de la zona, un proyecto arriesgado por el que podrían haberla metido en prisión. Ya había participado antes en la resistencia a través de la Universidad Volante de Varsovia, un movimiento educativo subterráneo: los estudiantes recibían clases de nivel superior y a la vez enseñaban a los obreros. Todo esto estaba prohibido y entrañaba peligro: me recuerda los conmovedores esfuerzos de esas profesoras que seguían dando clase a las niñas secretamente en el terrible régimen de los talibanes.
Y lo que sucedió fue que, en verano, Marie conoció al hijo mayor de los Zorawski, Casimir, un chico de su edad que estudiaba matemáticas en Varsovia, y se enamoraron. Saltaron chispas ante sus ojos, tintinearon ensordecedoras campanillas en sus orejas y las estrellas se pusieron a bailar. En fin, la parafernalia habitual de la primera pasión.
Sarah Dry incluye una foto de Casimir en su biografía de Curie y se diría que era muy atractivo.
Ah, pillina: después de todo, a nuestra empollona le gustaban guapos (en su estilo, Pierre Curie tampoco estaba mal).
De modo que en esto la transgresora Marie era de lo más convencional. Y, para mi vergüenza, debo reconocer que a mí me pasa lo mismo. No es justo, no es racional, no casa con mis principios ni con mis ideas, pero me gustan guapos. Siempre me ha irritado y desesperado esa propensión tan humana a mostrar una irremediable debilidad por la belleza. Puede que sólo sea un mandato genético, algo inscrito ciegamente en nuestras células, porque en los animales la belleza (esto es, la simetría) parece ser un indicio de su buena capacidad reproductora; pero siendo los humanos criaturas complejas y alejadas en tantas cosas de lo instintivo, ¿por qué seguir presos de este truco biológico? El caso es que la gente hermosa tiende a parecernos más inteligente, más sensible, más simpática, más honesta, más más y todo de todo. Mira este rostro, por ejemplo: ¿no crees que augura un temperamento dulce y delicado?
Lástima que sea la foto de Jeffrey Dahmer, El carnicero de Milwaukee (1960-1994), que asesinó, torturó, mutiló y devoró a diecisiete hombres y muchachos. La realidad es obcecada y compleja e insiste en llevarnos obscenamente la contraria cuando nos ponemos soñadores.
Creo que estos excesos de idealización los padecemos sobre todo las mujeres, que mostramos una desmesurada facilidad para inventarnos al amado. Sí, ya sé que las generalizaciones encierran siempre una cuota de estupidez, pero permíteme que juegue un rato a hablar de los hombres y de las mujeres, aunque resulte esquemático. Y, así, pienso que, cuando nosotras creemos enamorarnos de alguien, enseguida enumeramos, como origen de nuestro entusiasmo, un espejismo de virtudes sin fin que le suponemos a esa persona (eslistoesbuenoesencantador), cuando lo que nos ha obnubilado y lo único que de verdad sabemos de él (o tal vez de ella: no sé si sucederá igual en las relaciones homosexuales) es que tiene unos ojos de un color admirable, unos dientes muy blancos entre labios de fruta, hombros poderosos y un cuello apetecible de morder. Porque las mujeres estamos presas de nuestro pernicioso romanticismo, de una idealización desaforada que nos hace buscar en el amado el súmmum de todas las maravillas. E incluso cuando la realidad nos muestra una y otra vez que no es así (por ejemplo, cuando nos enamoramos de un tipo áspero y grosero), nosotras nos decimos que esa apariencia es falsa; que muy dentro de él nuestro hombre es dulcísimo y que, para dejar salir su natural ternura, sólo necesita sentirse más seguro, más querido, mejor acompañado. En suma: nos convencemos de que nosotras vamos a poder cambiarlo, gracias a la varita mágica de nuestro cariño. Rescataremos y liberaremos al verdadero amado, que está preso dentro de sus traumas emocionales. Lo salvaremos de sí mismo.
Las mujeres padecemos el maldito síndrome de la redención.
Los hombres, en cambio, creo que suelen ser más sanos en este punto y que son capaces de querernos por lo que en verdad somos. No nos inventan tanto, probablemente porque no tienen tanta necesidad (durante siglos, el amor ha sido la única pasión que se nos ha permitido a las mujeres, mientras que los hombres podían apasionarse por muchas otras cosas), o quizá no tengan tanta imaginación. El caso es que nos miran y nos ven, mientras que nosotras los miramos y, en el calor del primer enamoramiento, lo que vemos es una quimera fabulosa. Hay una frase genial de un cómico francés llamado Arthur que dice así: «El problema de las parejas es que las mujeres se casan pensando que ellos van a cambiar y los hombres se casan pensando que ellas no van a cambiar». ¡Qué terrible lucidez y qué certero! La inmensa mayoría de nosotras estamos empeñadas en cambiar al amado para que se adapte a nuestros sueños grandiosos. Creemos que, si le curamos de sus supuestas heridas, emergerá en todo su esplendor nuestro amado perfecto. Los cuentos para niños, tan sabios, lo dicen claramente: nos pasamos la vida besando ranas convencidas de que podemos transmutarlas en apuestos príncipes.
Pero las ranas son ranas, pobrecitas; no sólo nadie puede cambiar a nadie, sino que es profundamente injusto exigirle a un batracio que se convierta en otra cosa. De manera que, cuando pasa el tiempo y vemos que nuestro hombre no muda a Superhombre, empezamos a sentir una frustración y un rencor desatinados. Apagamos los focos de nuestros ojos, esos reflectores con los que antes les iluminábamos como si fueran las grandes estrellas de nuestra película; y empezamos a observarlos con desprecio y desilusión, como si fueran garrapatas. Cuando Arthur dice que los hombres piensan que nosotras no vamos a cambiar, no se refiere a que nos pongamos culonas y echemos celulitis, sino a que se nos llene de aspereza la mirada, a que ya no les mimemos y cuidemos como si fueran dioses, a que nos arruinemos la vida en común con acerbos reproches. A veces este proceso de desencanto es tan feroz que la convivencia se convierte en un infierno para ambos. Patricia Highsmith, formidable domadora de demonios, refleja esta cruel deriva del amor al odio en varias de sus novelas, pero sobre todo en la desoladora Mar de fondo. En cambio, creo que nosotras les parecemos a ellos desde el principio unas ranitas preciosas. En eso son menos exigentes, más generosos. Envidio la naturalidad con la que nos ven y nos desean.
Volviendo a nuestra Marie, pienso que, por debajo de su rígida contención, y justamente por eso, era un verdadero torrente pasional. Rebosaba sentimientos volcánicos en las cartas que escribía en su juventud; en el diario que hizo tras la muerte de Pierre; en las pocas líneas que mandó a su amante, Langevin, y que casi originaron una tragedia. La pasión se ocultaba en los altibajos de su temperamento, en sus crisis melancólicas, en su sensibilidad de nervio en carne viva. Así que me imagino lo que tuvo que ser ese primer amor por Casimir. ¡Cielo santo! Esa mujer de mente y voluntad tan poderosas, esa fuerza de la Naturaleza, ciegamente prendada del guapo muchachito (aunque estoy segura de que Manya creía que le amaba porque era un buen matemático). Debió de ser un espectáculo emocional digno de verse.
Y entonces sucedió lo que sucedía en las novelas de George Elliot: que, cuando Casimir dijo a sus padres que quería casarse con Manya, los encantadores Zorawski se echaron las manos a la cabeza y dejaron de ser encantadores. Pero cómo: ¿con una institutriz? Ni pensarlo. Más aún, si el hijo se empeñaba en lo del matrimonio, sería desheredado de modo fulminante. Ahí acabó la historia, formalmente; y, en el colmo del dolor y la humillación, Marie tuvo que seguir como institutriz de los Zorawski durante dos años más, hasta acabar el contrato, haciendo como que no había pasado nada. Tuvo que ser muy penoso, desde luego.
Para peor, la historia con Casimir no había terminado del todo. Es de suponer que el chico se movía en un mar de ambigüedades, que decía y se desdecía sin atreverse a romper con la familia, y supongo que Manya mantuvo más allá de lo razonable la esperanza de que él cambiara (¿te suena de algo esto?). El caso es que la última entrevista con Casimir fue en 1891, poco antes de irse a París. Lo que quiere decir que esta maldita historia, o no historia, duró casi cinco años. Y esos fueron los tiempos más difíciles. Una época de pena y plomo que casi acabó con Marie. Escribió una carta a su hermano que decía:
Ahora que he perdido la esperanza de llegar a ser alguien, todas mis ambiciones las deposito en Bronya y en ti. Vosotros dos, al menos, debéis dirigir vuestras vidas conforme a vuestros dones. Estos dones, que sin duda existen en nuestra familia, no deben desperdiciarse… Cuanta más pena siento por mí, tanta más esperanza tengo por vosotros.
Siempre la conciencia de los dones; y la desmoralización, la incapacidad de asumir la enorme lucha que conllevaría intentar desarrollar su propio talento.
Querida Bronya: He sido estúpida, soy estúpida y seguiré siéndolo el resto de mi vida, o tal vez debería traducirlo a un lenguaje más claro: nunca he sido, no soy ni seré afortunada.
Esta vehemencia en la autoflagelación es típica de la enamorada que siente que se ha puesto en ridículo. ¿Por qué otra causa puede decir una mujer con tanta desesperación que ha sido, es y será una estúpida si no es porque se le ha roto el corazón? Son palabras que parecen sacadas de un melodrama sentimental por lo obvias. El desamor es tópico, ridículo, monumentalmente exagerado. Pero duele, ¡cómo duele! Parece mentira que el fin de un espejismo amoroso que tal vez sólo ha durado unas semanas pueda sumirte en semejante infierno. Ya se sabe que sufrir de mal de amores es como marearse en un barco: a la gente tu estado le parece divertido, pero tú te sientes morir. En 1888, mientras aguantaba la amargura de seguir trabajando en la casa de quienes la habían rechazado como nuera, Manya escribió esta carta a una amiga:
He caído en una negra melancolía […]. ¡Apenas tenía dieciocho años cuando llegué aquí y qué será lo que no haya padecido! ¡Ha habido momentos que contaré entre los más crueles de mi vida!
¡Y esto lo dice una muchacha que ha vivido la muerte de su hermana mayor y de su madre antes de los once años! Pero le parecía que la herida sentimental era más insoportable, más feroz. Sí, las penas de amor abren insospechados abismos, espasmos de agonía que creo que en realidad se refieren a otra cosa, que van más allá de la historia amorosa concreta, que conectan con algo muy básico de nuestra construcción emocional. Con la piedra maestra en la que se asienta el edificio que somos. El desamor derrumba y derrota. «La tensión que esto le causa [la historia de Casimir] ha venido a sumarse a su trastorno», escribe por entonces el padre a otra de sus hijas: se ve que, desde la depresión sufrida a los quince años, la consideraba frágil, nerviosa, demasiado apasionada.
Y así estaba Manya: a punto de arrojar la toalla. Un jovenzuelo guapo casi le hizo rendirse y aceptar el tradicional destino sacrificial de la hija que se queda a cuidar del padre. ¡Se me ponen los pelos de punta de sólo pensar que ese mentecato estuvo a punto de privarnos de la existencia de Marie Curie! (Casimir se acabaría convirtiendo en uno de los matemáticos más importantes de Polonia, pero aun así me sigue pareciendo emocionalmente lastimoso). Me pregunto cuántas Manyas se habrán perdido de manera parecida por el camino… Cuántas posibles pintoras, escritoras, ingenieras, inventoras, exploradoras, escultoras, doctoras en medicina, geómetras, geógrafas, astrónomas, historiadoras, antropólogas… ¿Cuántas otras maravillosas mujeres radiactivas no llegaron jamás a poder irradiar? Espero que el cobarde de Casimir y su convencional familia se pudrieran de arrepentimiento al ver a la pequeña institutriz Manya convertida en una fulgurante Marie Curie (seguro que la propia Marie también pensó alguna vez con complacencia en eso).