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Apoyado en la barra de un bar, mujeres con pamelas blancas y vestidos negros se acercaban a mí para preguntarme de dónde había salido. Vestía un traje italiano con corbata fina y bebía café mientras miraba atónito sin saber qué decir. Cada vez eran más y conforme llegaban unas, otras se desvanecían antes de que me fijara en sus labios. Eran unas cinco y todas vestían igual. Entraban y salían, pedían copas de vino y me sorprendía que bebieran tanto si el sol aún alumbraba las calles. Hablaban entre ellas y hacían un corro a mi alrededor. Yo seguía sentado como si de mí no tratara pero no era así. El camarero servía las bebidas y me enseñaba el dedo pulgar en modo de aprobación. Todas comentaban sus inseguridades y deseos; lo difícil que les resultaba sentirse bien cada momento del día y lo mucho que importaba estar delgada, comer poco y poder entrar en aquellas prendas de seda que las hacía tan atractivas. Jamás había estado rodeado de tanta honestidad femenina. Jamás había tenido tantas mujeres a mi alrededor. Y sin embargo, todas sonreían. Una mujer de pelo oscuro y mirada triste puso su mano en mi hombro y me hizo preguntas que no podía contestar. Su voz era dulce y el tacto placentero. Sabía cómo tocar, calculando cada desliz de los dedos sobre mi brazo. Cuando intenté girarme hacia ella, su mano desaparecía y una mujer rubia más joven y bonita, acariciaba mi pelo mientras me planteaba las mismas cuestiones. Me sentía bien, seguro y altamente excitado, pero cada vez que giraba para dirigirme a sus oídos, desaparecían y todo volvía a empezar. Puede que no supiera tratar a las doncellas o que simplemente el destino me apartara de todas ellas hasta encontrar a mi media naranja, y qué estupidez si nunca me gustaron las frutas, pensé.

Abandoné aquel lugar sin despedirme ni pagar mi desayuno y salí a la calle para pedir un taxi. La calle era desconocida y había anochecido.

Me dije a mí mismo que escribiría sobre aquello cuando llegara a casa.