19

El jefe nos reprochó no haber desinfectado la cocina y amenazó con bajarnos el sueldo si volvía a ocurrir. Estaba furioso, nunca lo había visto así. Advirtió que desde mi llegada solo había tenido pérdidas. Me sentí mal. Sentí que no encajaba en ningún lado.

Lorenzo reía apoyado sobre el mostrador con una cerveza en la mano. Echó su apestoso aliento a mi cara y lanzó mi gorra por el local.

—Te voy a vigilar pequeño cabrón —gruñó. Luego se subió en una Vespa negra y se largó echando humo.

—No le tomes en serio. Una vez me fumé un canuto en el aseo y sigo aquí —dijo Lorenzo mientras abría otro bote.

Habían pasado dos días desde el atraco y en mi cabeza solo pululaban distintas formas de venganza. Le conté a Lorenzo lo ocurrido y me ofreció su ayuda.

—Por fin algo interesante —comentó y luego eructó.

Regresé a casa, cogí una mochila, dos linternas y algunas herramientas. Me imaginé en Expediente X. Yo era Mulder y Lorenzo, Scully, o no, él era Mulder, o no sé. Yo no quería ser la chica.

Lorenzo esperaba abajo, dentro un Golf blanco del 82 con la música a tope. Subí al coche, metió la mano en la guantera y sacó un seguro antirrobo, una barra maciza de color verde. ‹‹Puede doler›› pensé.

—Por si hay que golpear con violencia —dijo con cara de felicidad mientras levantaba el hierro.

Le expliqué mi plan y argumenté varias hipótesis de por qué todo aquello. Sin venir a cuento, Lorenzo me contó que de joven había sido “el hincha” del equipo de su pueblo. Y cuando dijo “el hincha” no lo entendí hasta que explicó que fue el único. Vivió hasta los 17 en una localidad pegada a la meseta. —Era deprimente— decía. Su adolescencia quedó marcada por el sopor de aquellas calles. No había colegios ni institutos. Las calzadas eran caminos de tierra rojiza y los tenderos vendían agua en tinajas de escayola. De sus amigos, Lorenzo era el único que poseía algún ápice de ambición. Dejar las tardes correr, entre pipas y botas de vino, no era productivo. Quería un empleo de verdad, ser reponedor, o algo. También soñaba con una esposa que lo amara, y vestir traje los domingos. Conocer chicas en su pueblo era un reto. Los sábados cabalgaba con su pandilla en busca de féminas a quien besar. Las familias del pueblo corrían los cerrojos de sus portones y amordazaban a sus hijas para que no las descubrieran. Las más previsoras, las enviaban a un internado.

Los únicos jóvenes del pueblo, el temor generacional, un ADN en extinción.

Practicó boxeo en un gimnasio hasta que dejó a su compañero postrado para siempre. Un domingo pasó por el campo de tierra donde jugaban los locales. La grada estaba desierta. Se sentó, encendió un cigarro, y respiró. La soledad le hacía sentir bien. Le gustaba oír el ruido del fútbol. Tres tipos con bufandas visitantes y bocinas acamparon cerca. Animaban, gritaban. Lorenzo pidió silencio, después lo exigió. Lorenzo se sentía mal. Se irguió y ¡¡paf paf!! los calentó a mamporros, y así fue como empezó todo. Encontró la motivación extra que lo mantendría vivo durante años. El pueblo lo quería, hasta aparecía en la prensa. Todos los domingos, antes del partido, iba a un bar cerca del estadio, bebía en soledad, y repartía mandobles entre la hinchada contraria. No dejaba títere suelto. Unas veces viajaba en tren, otras los esperaba en la ciudad. Todos para él y todos contra él. Recibió tajos, patadas y algunos cortes, pero era imparable. Durante un amistoso, aficionados y rivales aterrizaron en el pueblo para calentarlo por última vez. Aquella tarde ingresó en el hospital con la cabeza abierta.

Tras recibir el alta, cogió su último tren y se mudó a la ciudad. El Lorenzo hooligan tenía 18 años. Era joven y atrevido. El Lorenzo pizzero tenía 23. Era viejo y estaba loco. Yo también era viejo.

—Fue bonito. Hice turismo —dijo y me enseñó una cicatriz en la cabeza mientras conducía—: Mira, ¿eh? mira.

Tenía la certeza de que Marta resolvería mis dudas. A veces, creo ser una persona rencorosa y manipuladora. Lorenzo pecaba de simple, pero no de inocente. Su estupidez era fruto del aliño de la yerba y los golpes recibidos en el fútbol.

Aparcamos en la puerta del colegio donde dormía Marta. El sol aún suspiraba y nos permitía ver la entrada. Cruzamos la verja, subimos al primer piso y le di una linterna a Lorenzo. El olor a humedad era intenso y dolía al respirar. Busqué a Marta por las distintas plantas del edificio mientras Lorenzo peinaba la entrada.

—¡Cristóbal, he encontrado algo! —gritó desde abajo. Zumbé por las escaleras y el ruido de sus pasos me llevó a los baños. Lo vi golpeando todo lo que encontraba como si estuviera desquiciado. La mirada perdida, sudado como un cerdo, de aquí para allá, reventando de un golpe todo lo que alcanzaba con su barra metálica.

—¡Menuda hijaputa! Mira, mira. Tienes que ver esto —dijo con las lentes empañadas. Lorenzo abrió la puerta de un baño. Sobre la taza posaba un gato panza arriba rodeado de moscas. Permanecía inmóvil, tieso. Lorenzo le dio varios toques en el abdomen. Había un bote de pastillas abierto.

—¿Estará durmiendo? —preguntó Lorenzo.

—Parece que no.

Lorenzo lo cogió de las patas traseras, bocabajo como los conejos. El gato estaba muerto, muy muerto, de hecho. No soporté el tufo a cadáver que desprendía y corrí a vomitar al lavabo.

—¡Joder, qué puto asco! —dije mientras arrojaba.

—El gato se comió las pastillas —dijo Lorenzo mientras lo dejaba sobre la taza—: Murió de sobredosis. Qué bestia.

—No seas idiota.

—Gato yonqui, debiste pasarlo mal… —dijo acariciándole la cabeza.

—Estás loco. Deja de hacer eso. Me dan escalofríos.

—Gato yonqui, gato yonqui…

Nos dirigimos a la habitación principal y revisé todo lo que había. Saqué de los cajones un taco de cuadernos garabateados, varios folios impresos de Internet y un parte médico. Las fotocopias tenían textos sobre depresión, suicidio, adicciones… El parte médico informaba de una lesión en la mano por quemadura. Lorenzo se divertía robando los discos de The Ramones que había en un estante.

—Me voy a llevar el tocadiscos también —dijo mientras le daba golpecitos con el pie.

Uno de los batacazos hizo volar un taco de octavillas por todo el aula.

Aturdido, me senté sobre una silla y bebí de una botella de bourbon que había sobre el escritorio. No entendía nada. Marta me ocultó su enfermedad.

—Puede que no esté enferma —dijo Lorenzo.

—Puede que tampoco se llame Marta —contesté y di otro trago.

Pensaba haber conectado con una mujer, pero no. Era un fracaso.

Traté de relajarme y fumé varios cigarros mientras bebía. Estaba ebrio. Lorenzo derrumbaba las estanterías y lanzaba sillas por la ventana, había perdido totalmente la cordura.

—¡Estate quieto! —chillé—. Hemos venido a encontrar respuestas.

—Solo me divertía un poco —contestó resignado.

Durante una semana hicimos guardia en la puerta de aquel lugar, pero no ocurrió nada. Un viernes después del trabajo volvimos a entrar. Todo había desaparecido y la puerta de los aseos estaba tapiada con maderas.