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El tren frenó, desperté bruscamente. “Gracias por viajar con nosotros” dijo una voz dulce. Cogí la mochila roja y fui hacia la salida. Me encanta cruzar los vagones, mirar por encima del hombro, sentirme observado por el resto.

Recorrí el pasillo y vi caras, viajeros, camisas arrugadas, bigotes, mujeres gritando y niños golpeando mis rodillas. Viajeros que quieren bajar, que se agolpan en la puerta, que cierran el paso a la señora que hay en el baño y tiene claustrofobia. Revistas porno, calcetines marrones. Maletas. Un tipo mayor sujetaba su maleta, con fuerza. Sospeché. Desconfío de los que pretenden pasar desapercibidos. ‹‹Seguro que guarda un montón de pollas ahí dentro›› me dije. Nos miramos. Quise abrirle el equipaje, lanzar todas aquellas pollas saltarinas y correr, solo correr, pero no lo hice y solo lo pensé.

Salí de la estación y un bochorno pegajoso se adhirió a mi piel. Esa humedad, solo eso. Por un momento pensé que alguien me esperaba en algún lado y no me había encontrado aún, o simplemente llegaba tarde. Pensé en papá y en Leo. Vi gente abrazada, sentí envidia y soledad. Compré una revista musical y esperé en un banco. No pude leer mientras los demás sonreían. Encendí un cigarro y tiré con ganas. Después me cansé de fumar y fui a por un taxi.

La ciudad se movía lentamente, las chicas paseaban escuetas de ropa. A las seis el sol ya calentaba poco. Era frustrante pensar que, tras un año en el extranjero, volver a casa acarrearía depender de nuevo de mis padres, de mi novia Leo y de un hogar autocrático del que me había olvidado ya. Sin embargo, me reconfortaba saber que no tendría que descargar más televisores.

El coche cruzaba la avenida y los semáforos formaban hileras de colores.

—¿Visita o vuelves de viaje? —preguntó el taxista con voz cazallera.

—Vuelvo —dije.

—Una vez estuve en Londres cuando era joven. Demasiada gente y siempre lloviendo. Aunque muy bonito. Sí, muy bonito, sí. Los museos también. Fuimos mi señora y yo a verlos. No entiendo el arte, no, pero muy bonito.

Reí y no me hizo gracia. No estuve en Londres, no sabía de qué hablaba, pero lo hacía demasiado rápido, resultaba complicado seguirle el ritmo. Me recordó a una de esas impresoras matriciales que chirrían al imprimir, así de molesto era su tono. También me ofendió que sobreentendiera las cosas por sí solo. Utilizar gafas no equivalía a ser miope intelectual, pero serían las lentes, supuse. Me gustaba suponer. Era un síndrome. Todos sufrimos síndromes no diagnosticados. Aquel tipo me hizo sentir mal. No supe qué decir y no dije nada.

Llegamos a casa, recogí el bulto del maletero y me dio una palmada en el hombro. —Vaya con Dios— me dijo. Gilipollas.

Boquiabierto, eché un vistazo a la calle y respiré hondo. Hogar, dulce hogar. Todo igual, más mugriento, quizás, pero todo en orden. ‹‹Nada cambia›› pensé. Vivía en un barrio de clase media, perjudicado tras los años, por los desmanes del desempleo.

En el portal de mi edificio vi una ralladura con llave que hicimos Leo y yo antes de marchar. “Juntos y cosidos por el cuello” decía.

‹‹Joder, eres el peor›› me dije. Debí devolverle los e-mails. Retortijones. Toqué el relieve del rayado y agaché la cabeza. Sentí arcadas, presión abdominal y una bola líquida impulsada. Vomité dos veces junto a la puerta y salpiqué el equipaje de maíz, lechuga y troncos de mar. Me limpié con la manga del jersey y apoyé el culo sobre el bordillo del portal.

—¡Oh, mierda! —dije.