29
Olía a formol y a desinfección. Estaba acostado sobre una camilla, rodeado de aparatos médicos y con un gotero inyectado en mi brazo. Tenía una pierna escayolada sostenida en alto por un hierro. Una enfermera se acercó y me acarició la frente. Deseé que se quedara para siempre. Después entró un médico calvo con una bata azul y tomó algunas notas.
—¿Dónde estoy? —pregunté.
—Ya habrá tiempo de respuestas. Descanse. Ha vuelto a nacer.
El doctor y la enfermera salieron de la habitación.
‹‹Oh, mierda›› pensé.
Giré la cabeza y una chica pelirroja se encontraba sentada comiendo puré de verduras sobre su cama. Tenía buen aspecto y miraba sonriente.
—Hola —me dijo.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó.
—Me duele la cabeza. Tengo hambre —dije. La chica se acercó y me dio una cucharada—: Puaj. Sabe a mierda.
—Deberías ser más agradecido —dijo ella.
—Lo siento. Me duele la cabeza, ya te lo he dicho.
—Escuché que intentaste suicidarte.
—No. Fue un accidente.
—Ya. Lo mío también fue un accidente.
—¿Por qué estás aquí? —pregunté.
—Intenté cortarme las venas.
—Joder, tú sí que estás loca —dije.
—No. La vida es una mierda.
—Sí. Te doy la razón —asentí, y me incorporé—. ¿Qué van a hacer con nosotros?
—No sé. Drogarnos, quizás.
—¿Para siempre?
—Para siempre.
—Bueno, no está tan mal —dije.
Me tumbé y pulsé el dosificador de morfina hasta hacerme daño en el pulgar. Sentí que me suspendía en el espacio. Una agradable paz recorrió mi organismo.
Mamá dijo que la felicidad era algo estéril e inexistente por lo que las personas morían sin conocer. Todo lo vivido hasta el momento, había sido ruin y deleznable. Merecía tranquilidad y unas vacaciones embriagadoras.
Estaba harto de huir. Necesitaba olvidar. Solo eso.
Puede que aquel fuese el fin del viaje que el cosmos me había preparado.
Puede que no.
Vicios, mujeres y ansiolíticos.
Una vez allí, todo importaba una mierda. Entonces, sí.
Si aquello no era felicidad, que bajara Dios y me lo explicase.