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Marta se esfumó tras aquella puerta. La canción triste terminó. El gato, las pastillas, todo. Con el dinero de mamá, compré un billete de avión. En el aeropuerto, los pasajeros hacían cola y me observaban con recelo.‹‹Miran así porque das pena›› pensé. Fui al aseo y un tipo se la cascaba mientras llamaba a una línea erótica. Salí y esperé en la cola de embarque.
Un hombre se sentó a mi lado y guardó una pequeña mochila azul en uno de los compartimentos. Tenía una dilatación en la oreja y una calavera tatuada que le cubría todo el brazo. Exhibía una frondosa barba morena y bien recortada. Sacó un libro, se acomodó y cruzó las piernas. Su calidez, eliminó parte de la tensión acumulada que cargaba encima. Por un momento, me sentí libre y desahogado. Mi mente estaba limpia de gatos y canciones. Olvidé las cicatrices emocionales, todo lo que había dejado y todo lo que iba a encontrar cuando llegara a casa.
—¿De qué trata? Si se puede saber —dije. Levantó la vista del libro, esperó unos segundos y me miró fijamente.
—Un adicto al sexo que cree ser hijo de Cristo —dijo sonriente.
—Interesante. Es fantasioso. El protagonista debe serlo —dije.
—La literatura nace de los deseos personales. ¿Qué es más fantasioso entonces?
Continuamos charlando sobre aquello durante media hora. Su nombre era Travis y vivía desde hace años en una casa en la orilla de la playa, a unos veinte minutos en coche de mi ciudad. Se ganaba el pan descargando pescado en la lonja. Vivía solo, rodeado entre libros, discos de música y una pequeña radio que lo mantenía alerta de vez en cuando. En su adolescencia, fue deportista de élite hasta que le diagnosticaron una cardiopatía y su familia lo mandó a un centro de tratamiento. Después de un año deprimido, le compró la vieja cabaña a un marinero retirado. Le entristecía el mundo que había conocido. Era un ermitaño contemporáneo. A veces viajaba a lugares extraños. Opinaba que el mundo no era tan peligroso como la televisión nos mostraba, y que, si el ser humano fuera capaz de deshacerse del apego, todo funcionaría mejor. Envidiaba cada palabra que pronunciaba, su respiración, la paz interior que desprendía con cada movimiento. Aquel tipo me descubrió que menos significaba más y que la iluminación solo la encontraría conectando conmigo. Le pedí su dirección y número de teléfono.
—No tengo, y tampoco puedo darte mi dirección —dijo tranquilo—. Pero… ¿Por qué no vienes una temporada? Tengo un colchón de sobra.