20

Tenía un e-mail de Leo con asunto “hola”.

Otro de Lorenzo con asunto “miau”.

Abrí “miau” y apareció una foto del gato muerto con Lorenzo. La había hecho con el móvil.

“Eres un puto imbécil” escribí. Envié el e-mail y cerré el correo.

Papá fumaba en la cocina y en la radio sonaban canciones veraniegas. Estaba deprimido, y me jodía verlo así, tanto, que me ensañaba con las paredes. Preparé café y tostadas con aceite y serví dos tazas. Luego me acerqué y le di una palmada en el hombro. —Todo saldrá bien, papá, ya lo creo— solté. Era lo que escuchaba en las películas. Miré al cielo y abrí las manos en bandeja.

Jesucristo, no pude hacerlo mejor.

Marta no daba señales y aquella situación comenzó a perturbarme psicológicamente. Soñaba con ella. Soñaba que corría tras ellos y jamás los alcanzaba. Tenía sueños extraños y me levantaba empapado. Comencé a tomar pastillas para dormir. Me acordé del gato. Aquella sed de venganza, de hacer daño a otros, bombeaba paulatinamente en mi interior.


Lorenzo se introducía los dedos índice en el recto, los olía y luego untaba el tomate sobre la masa. Se reía y reiniciaba el proceso.

—Quién es esta vez —dije.

—Bertín Osborne —contestó mientras sobaba el queso.

—Venga ya.

—Asómate —dijo. Me acerqué a la puerta y era Bertín Osborne con las manos en los bolsillos detrás del mostrador. Regresé a la cocina.

—Y por qué él —dije.

—Se rio de mí… —contestó Lorenzo triste—. Fui a su programa, se rio de mí. Menudo hijoputa.

—Sí, está mal eso. Reírse de un niño.

—No. No era un niño. Fue hace dos años. Imité a Elvis —dijo mirando al suelo—. Me vio todo el pueblo.

No pude aguantar la risa y salí al mostrador. Bertín y yo nos miramos. Cruzó los brazos y tensó la espalda.

—Venga, chaval. Es para hoy, o qué —dijo Bertín serio.


A media mañana fuimos al Opencor a comprar cervezas. El calor apretaba y el local era una caldera sucia y aburrida. Teníamos que beber.

—Deberías dejar eso —reproché a Lorenzo mientras cruzábamos la calzada.

—Ojalá vomite. Te imaginas —dijo con tono burlón—. Oh, qué bien, me huele la boca a mierda. Soy rico. Como mierda.

—Te habrás lavado, al menos —pregunté.

—Sí, claro, claro.


Al llegar, vimos la silueta de Marta y Exploding dentro del supermercado. Reculamos unos pasos. Caminaban en direcciones paralelas con gafas de sol negras. Cogían comida envasada y la guardaban en la gabardina. La cajera sospechó y llamó al guardia. Planeamos un asalto para atraparlos. Decidí que me encargaría de Marta.

Entramos por puertas distintas y caminamos con sigilo haciéndonos señales entre los mostradores; disimulando y dándoles la espalda cuando giraban para comprobar si alguien les veía. Parecíamos Michael J. Fox en Regreso al futuro 2, pero nos faltaban walkie-talkies y chupas de cuero. Siempre quise tener walkie-talkies. Me ponían las mujeres con walkie-talkies. Descubrí a Marta en la sección de embutidos y le oprimí el brazo.

—Tanta proteína no es buena para el organismo —susurré irónicamente mientras le sujetaba.

—Cristóbal ¡Oh! Sálvame, por favor, sálvame, ahora… —contestó con una voz débil y oxidada.

—¿Qué dices? —pregunté mosqueado. Antes que Marta contestara, una pirámide de latas de tomate cayó sobre mí. Lorenzo sostenía la cabeza de Exploding con una mano y ¡¡pam-pam!! le golpeaba con la otra. El pasillo estaba salpicado de sangre y flema oscura. Lorenzo tenía las manos manchadas y los nudillos despellejados. Exploding miraba al cielo como Cristo en la cruz, con los pómulos encharcados y las cejas en carne viva. El alboroto continuó. Una mujer llamó a seguridad por el micrófono y los dependientes llamaron a la policía. Marta intentó huir y me empujó contra el embutido. Antes que se largara, agarré un botellín de cerveza y se lo reventé en la cabeza.

—¡¡¡Dónde-está-el-cuadro-dónde-está-el-cuadro!!! ¡¡¡Cabrón!!! ¡¡¡Habla-habla-habla!!! —decía Lorenzo a Exploding a ritmo de speed mientras le partía una barra de pan en la cabeza.

—¡¡¡Que-me-hables!!! ¡¡¡Me-estás-hartando!!! ¡¡¡Buaa-a-a-a-a-a!!!

Exploding colgaba de sus puños casi inconsciente. Al ver que no respondía, abrió un frigorífico, sacó los congelados y colocó el cuerpo del camarero.

—¡¡¡Espero-que-estés-fressssssco!!! ¡¡¡Que-estés-fressssssssssco!!! —deliraba con la lengua fuera mientras forzaba la puerta.

Sonaron sirenas de policía. Las puertas se llenaron de mirones y curiosos. Me eché a Marta encima y salimos zumbando por la puerta de emergencia.