28
Desperté empalmado y sudoroso. Había tenido una polución.
Abrí el cajón de la mesilla pero no quedaban pastillas. Pensé en el gato muerto. Fui a la cocina y preparé tostadas. Papá no estaba. Mientras silbaba el té, comprobé el e-mail. Mamá escribió un correo diciendo que estaba en Francia en casa de Elena y que no me preocupara. Había abandonado a Hugo para siempre y tenía pensado vivir en Praga y dedicarse a la literatura. Desayuné tostadas con margarina y té rojo en la cocina, encendí un cigarro, me puse el iPod, fui hacia la ventana y escuché Echo & the Bunnymen. Estaba deprimido.
Mientras fumaba, pensé en Leo, en la escena del McDonald’s y en aquel día que fuimos juntos al muelle. Qué capullo fui. También pensé en Marta y todo lo que había ocurrido, dónde se encontraría, si viva, muerta o presa de un barco al servicio del cártel colombiano. Qué más daba.
Desde la ventana veía chicas bonitas que pasaban. Morenas, rubias, castañas… Siempre me gustaron las morenas y la mayoría de chicas con las que había tenido algo, habían sido rubias. Es algo sin importancia si te gustan todas las mujeres.
Era sábado y me encontraba en el paro. Cuando estaba con Leo, todas las mañanas íbamos al mercadillo de discos que montaban al otro lado del río. También nos hacíamos fotos con cámaras desechables y comíamos perritos calientes. La nostalgia me hizo sentir como una mierda. Estaba soleado y llamé a Lorenzo, pero nadie contestó.
Salí de casa y caminé calle abajo. La gente iba en bicicleta y muchas parejas paseaban con gafas de sol y rebecas abiertas. ‹‹Odio el amor›› pensé, pero no lo odiaba. Echaba de menos coger a alguien de la mano, sentir el tacto de su piel y sus palmas sudadas. Pasé por una tienda de animales y vi peces de colores. Me acordé de papá y decidí comprarle uno cuando regresara. Había una piraña azul. Pensé en comprarla y darle pastillas. Una piraña era mejor que un perro. Era más barata, ensuciaba menos y podía echarla por el retrete cuando muriera.
Escuché música de comparsas y acordeones. Todos caminaban en la misma dirección. El volumen aumentaba, estaba cerca. Abandoné el bulevar y me aproximé a la vía principal de la ciudad. De pronto, niños corriendo y gritando, con narices postizas de goma, cruzándose en mi camino, tropezando. Alguien posó un globo azul en mi mano y cuando quise devolverlo ya había desaparecido. La música sonaba más, y más fuerte y, a pesar de las carcajadas de la gente, todo era tétrico y sombrío. El tráfico estaba cerrado y la calle abarrotada de más globos de colores, que ascendían y se encajaban en los balcones. Lanzaban confeti y serpentinas y algunas personas llevaban máscaras de carnaval que provocaban espasmos. Cientos de payasos circenses atravesaban la avenida saltando, gastando bromas y repartiendo golosinas desde un pastel de fresa gigante motorizado.
Odio y pánico. Estuve aturdido unos segundos y me apoyé en un escalón.
Odiaba a los payasos desde pequeño.
IT el payaso me daba miedo.
Quise salir de allí, estaba sumergido entre una multitud enmascarada que gritaba, danzaba y bromeaba con sus enormes máscaras. Siempre tuve miedo al anonimato colectivo, así que me dejé llevar entre el agobio y el calor, y continué el rumbo mientras buscaba un callejón que me librara de la zozobra. Era asqueroso notar el aliento de alguien en mi nuca, y después sus pechos flácidos y sudorosos. Alguien me empujó entre el mogollón y caímos al suelo. No pude creerlo.
—¡¡¿Marta?!! —dije sin aliento. Llevaba unos pantalones negros y una Harrington azul oscura.
—No, no-no-no, tengo que irme… Lo siento —dijo alterada y se disolvió entre el resto como un hilo de humo. Su cartera estaba en el suelo. Quise gritar pero ya no la encontré. Era Marta, estaba viva. Abrí la cartera y encontré diez euros y un carné de identidad. El sofoco me impedía ver con claridad, la masa me llevaba. Tras caminar entre la muchedumbre cientos de metros, conseguí desligarme por una perpendicular repleta de comercios y restaurantes. Me detuve frente al escaparate de un KFC. Me vi sentado, con mamá, papá y Elena, quince años atrás, todos juntos y unidos, con refrescos enormes, hamburguesas de pollo y a papá soltando un sermón infumable contra la globalización. Si aquello no era felicidad, estábamos próximos. Tuve antojo de hamburguesa y me explotó un grano de pus en la oreja.
En un mesa, una niña pequeña sujetaba una corona de cartón mientras otros mocosos comían pollo frito de un cubo. Lorenzo también comía pollo. ¿Qué coño hacía Lorenzo allí?
Entré y le sorprendí por la espalda.
—Su madre te puede denunciar —dije. Lorenzo tenía la cara llena de aceite, se limpió las manos con la camiseta y me abrazó.
Me sentí como una nuez al crujir.
—¡Cristóbal! Te hacía muerto —dijo—. Qué cabrón, estás vivo.
—¿Qué haces aquí? —pregunté.
Estaba rodeado de niños pequeños. Resultaba extraño.
Se sentía integrado.
—Ahora soy niñera, o niñero. No sé, cuido niños —dijo.
—¿Cómo lo haces?
—Es fácil, nos entendemos. Pensamos parecido.
—No me refería a eso —dije. Evidentemente, no me refería a eso.
Cogí un muslo de pollo y me senté con ellos. Un niño me escupió y se fue.
—Ahora tengo novia. Lorraine y yo logramos conectar. Al principio costó un poco —dijo Lorenzo escupiendo comida.
Terminé mi plato y quedamos en llamarnos algún día. Me alegró ver que la vida jugaba a favor de alguien. Salí de allí y la calle estaba desierta. El desfile avanzaba en la lejanía y solo quedaba confeti en el suelo. Entré a un fotomatón y puse cara de cocodrilo. Guardé las copias en mi cartera y seguí caminando. Pasé por una tienda de zapatillas y vi a Leo en el mostrador. Sentí ansiedad.
—Hola —dije.
—Qué sorpresa, Cristóbal —dijo Leo sin entusiasmo.
—No sé qué decir —dije. No supe qué decir.
—¿Qué tal todo? —preguntó.
—Qué más da. Solo intentas ser educada.
—Ya. No sé, es la costumbre.
—Estoy bien, gracias. ¿Desde cuándo trabajas aquí? —pregunté.
—No finjas interés. Nunca lo has hecho.
—No. Me interesa, de verdad.
—¿Qué es lo que quieres, Cristóbal? —preguntó cansada.
—Toma, te he traído un regalo —dije, y sonreí. Le di una de las fotos que me había hecho.
—No puedo aceptarlo.
—Por qué, es un regalo. Somos amigos.
—Será mejor que te marches. Arturo vendrá a recogerme —dijo mientras guardaba unas zapatillas bajo el mostrador.
—Entiendo, sigues con ese. Eso significa que ya no me quieres.
—No, Cristóbal. Ya no te quiero. De verdad, márchate, por favor —contestó. Parecía honesta. Sus palabras eran puñales y yo me estaba hundiendo entre la mierda. Tenía un úlcera de amor. Leo ya no me quería. Me sentí como una canción triste de otoño. La canción triste de otoño más sonada en los 80. Imaginé a un cantante negro con el pelo cardado cantando entre hojas secas. Me imaginé a Eddie Murphy cantando allí en medio, y yo desangrándome de amor en el suelo.
Salí de la tienda arrastrando los pies y me detuve en la puerta. Los clientes me observaban. ‹‹Soy un desgraciado, todo es una mierda›› me reproché. Me sentí en 1984. Orwell era guay. Giré la cabeza y vi a Leo: —Te quiero —susurré, pero nadie me escuchó.
Continué caminando calle abajo. Estaba triste, agotado y me escocían los pies. Llevaba varios días sin pegar ojo.
Crucé un semáforo, entré en un Vips, compré el periódico y un paquete de tabaco. En la portada salía una foto de dos tipos detenidos en la fachada de un supermercado. Conocía a aquellas personas. Era el chico y la chica. La chica y el chico. Pardillos, pensé en voz alta. Parecía un chiflado. El dependiente clavó su mirada e hizo un gesto a su compañero.
La noticia titulaba “¡Eh, tú! Somos artistas” y destapaba a la pareja con dos caretas de cerdo. Un final poético.
Vagué por las calles como una pelusa andante, roto por las desavenencias del destino, pisando sin rumbo, aburrido de ser uno mismo.
Fui a la estación de tren y me senté en un banco. Un gordo talla XXL me ofreció una cerveza. Me bebí el bote, le di las gracias y me fui de allí. Caminé hasta un bar y un borracho me invitó a una copa. La engullí de un trago, le di las gracias y marché. Anduve ebrio hasta un bingo, una mujer vieja me invitó a un cartón. Vomité sobre su blusa y el portero me calentó.
Con un pañuelo en la nariz, descansé tumbado en el paseo marítimo. Una gaviota se apoyó a mi vera.
—No tengo nada para darte. No tengo nada —le dije.
—Coge un avión y vete a Nueva York, idiota —contestó la gaviota—. Date una ducha antes.
—No puedo, no tengo dinero. Estoy cansado.
—Qué importa. Haz lo que te apetezca. Yo lo hago.
La gaviota alzó el vuelo, picoteó mi cara y se fue.
Anduve hasta casa con la cara magullada y el tabique escocido. Entré en la habitación de papá y cogí las llaves de su coche. Mi padre tenía una camioneta Chevrolet roja. Era ancha y olía a alfalfa. Te hacía sentir como un granjero.
Conduje varios kilómetros. Eran las cinco de la madrugada y la ciudad estaba desierta. Vi prostitutas junto a los contenedores de basura, toqué el claxon y me reí. ‹‹Tiene gracia›› pensé, aunque no tuvo tanta gracia cómo había supuesto antes de tocar la bocina. El síndrome. Quería hacer algo gracioso, quería reír y drogarme de endorfinas, o solo drogarme.
Después estacioné junto a un “24 horas”, compré una botella de licor y conduje de nuevo hasta el muelle. Allí, una señora rubia de unos treinta, posaba sobre las rocas. Me recordó a mi hermana Elena. Iba elegante vestida de dorado y tenía unas piernas luminosas.
Me recordó a una actriz porno.
Me acerqué y le ofrecí licor. Nos apoyamos sobre el capó de la furgoneta, y bebimos contemplando el mar bajo el resplandor de un tímido amanecer.
—Todo es una mierda —dije, pegué un trago y le pasé la botella. La mujer tenía los dientes amarillos.
—Las bodas son una mierda —dijo.
—Se supone que son felices por un día.
—Ellos, puede. Yo, no. Odio las bodas, odio que me inviten a las bodas.
—Todos tus amigos se han casado —dije.
—Sí.
—Te sientes sola y desgraciada.
—Demasiado.
—Solo te acuestas con fracasados.
—Últimamente, a menudo.
—Bebe —dije y pegó un buen trago—. Yo no tengo amigos. No tengo a nadie.
—Eso no ayuda. Me haces sentir peor.
—Solo pretendía consolarte.
—Mírate. Llevas una pegatina en la frente que dice “fracasado”. Eres patético.
—Estás siendo injusta conmigo.
—Por favor, lárgate y déjame sola. No quiero que me vean hablando contigo.
—Pero… —dije.
—Vete. Estoy ocupada. No soy una ONG. Vamos, largo.
Me fui de allí y la muy zorra se quedó con mi botella.
Iba tan borracho que desatinaba con las marchas. Crucé dos semáforos en rojo y no me importó. Atravesé por encima los raíles del tranvía. Pude haber fallecido, atravesado por una locomotora, pero no lo hice y tampoco lo pensé.
‹‹¿Cómo se puede ser tan hija de puta?›› me preguntaba mientras conducía, ‹‹Da igual, solo quiero dormir››. Sonaba una canción deprimente por la radio. ‹‹El karma me odia›› dije.
Llegando a casa, divisé a la mujer del muelle besuqueándose con otro tipo. La gaviota de la playa apareció en el asiento del copiloto. Miré por el espejo retrovisor y vi al gato muerto con unas lentes de sol en el asiento trasero.
Nos miramos los tres y volví a observar a la pareja.
Comenzaron a follar en la puerta del Pizza Hut. El tipo le bajó las bragas y le penetró por debajo del vestido.
Ella me mostró el dedo anular y se rio de mí.
—Qué importa. Haz lo que te apetezca. Yo lo hago —dijo la gaviota golpeándome con su ala.
—No lo hagas. Estás chiflado —dijo el gato.
—No, joder. No estoy loco.
—Estás hablando con un gato y una gaviota.
—Callaos. Solo voy borracho. No tiene sentido. Tengo sueño.
—Acelera de una vez y cierra la boca —dijo la gaviota con una gorra de béisbol de su talla.
Observé de nuevo por el retrovisor. Un gato con gafas de sol y una gaviota con gorra de béisbol. Nos miramos los tres y volví a examinar a la pareja. Ella exhibía sus dos dedos anulares mientras meneaba el culo.
Pisé a fondo el acelerador de la camioneta Chevrolet de papá, las ruedas chillaron y un tapacubos salió disparado.
—¡¡Te voy a machacar, hija de puta!! ¡Hahaha! —dije desquiciado y empotré el vehículo contra el restaurante de comida rápida.