Bon voyage!

¡Buen viaje!

Johann Kaspar Lavater

El cirujano le aseguró que no había nada que temer. Aquel licor iba a sumirlo en un sueño profundo, quizá un poco agitado, pero cuando despertara, horas más tarde, ya estaría curado y no recordaría el dolor. Macanaz movió la copa en círculos, como si se dispusiera a catar un vino, sin atreverse todavía a probarlo.

—¿Y no sería mejor la poción de opio?

El cirujano negó con la cabeza. Su maestro, el viejo Levret —que en paz descanse— solía decir que no había que descartar los dormitivos ni los contrapestes que utilizaban los antiguos. Ninguna de esas pociones que habían surgido últimamente se comparaba con el vino de mandrágora. Macanaz acercó su nariz a la copa y capturó un tufillo a carne roja enmascarado en el aroma vegetal de aquel brebaje. El médico seguía insistiendo en que había remedios que no tenían sustituto, pero su éxito consistía en prepararlos tal como mandaban los textos arcanos. La mandrágora con que se había fabricado ese vino, por ejemplo, había sido arrancada a medianoche, con la ayuda de un perro que diez minutos más tarde caía degollado.

El otro no quiso escuchar nada más y lo apuró de un sorbo. Por supuesto que había un regusto a sangre tras el velo agridulce de la savia. Pero eso apenas le importaba: no estaba dispuesto a seguir soportando la punzada atroz, y mucho menos a continuar disimulando, a costa de tantos sufrimientos, la oscura insumisión del bajo vientre.

—Ya nadie confía en el uso de las cagarrutas de cabra, ni en las propiedades del ojo de cangrejo o de la carne de víbora. No digo que todo tenga mérito, pero hay ingredientes de los que nunca se podrá prescindir.

Macanaz cada vez oía más lejos el chachareo del cirujano. Atisbaba los contornos de su espalda enjuta inclinada sobre el infiernillo, y escuchaba el chisporroteo de las llamas en las que esterilizaba todo el instrumental.

—Nada superará jamás a una buena sangría, efectuada en el lugar preciso, para aliviar las congestiones. ¿Y quién puede dar fe de algo mejor que del puré de lirio, majado con vinagre y beleño, para curar los sabañones apostemados?

Recordó sus propios sabañones, los brotes miserables con que su cuerpo se rebelaba al frío, y quiso preguntar sobre la cura del puré, pero no tuvo tiempo porque justo en ese instante vio aparecer a una mujer frente a su lecho. Era Rosa de Macanaz. Era su espectro que llevaba el broche del retrato en el escote y sonreía con expresión muy dulce, si bien lo dulce en ella resultaba siempre amenazante. No dijo una palabra, pero abrió la boca como si fuera a hacerlo y le brotaron lágrimas, por lo que Macanaz dedujo que continuaba asfixiándose. De pronto introdujo los dedos hasta la garganta y extrajo aquel infame trozo de solomillo que, a todas luces, estaba poco hecho.

—Rosa…

Su padre apareció después. Federico de Macanaz no estaba tan decrépito como en realidad había muerto, pero lo miraba con tal expresión de reproche y pesadumbre, que él intentó desesperadamente una disculpa:

—Le juro, padre, que no tengo el gálico.

Descubrió junto a la puerta el aleteo perfumado de la túnica de Gulchah. Su padre y su mujer permanecían a su lado, pero en lugar de avergonzarse, él se sintió reconfortado por la idea de que también su amante estaba cerca.

—Gulchah…

—Todo va bien —oyó la voz del cirujano—. Le he puesto más licor, siga bebiendo.

Sintió los bordes de la copa entre sus labios, la lengua se interpuso, un hilo de jugo de mandrágora le corrió por el pecho.

—Gulchah…

No le veía la cara, cubierta por un islán plateado que agitaba el viento. Sólo aspiró el aroma salvaje que se elevaba de sus corvas, y evocó las palmas de sus manos, incandescentes y fieras, tal como las había visto aquella tarde en lo del conde Valentini.

—¡El viento! —rugió—. ¡Cierren las ventanas!

—Están cerradas, don Pedro. ¿Por qué no toma otro poquito?

Mientras tanto, el fantasma de Federico de Macanaz se había sentado en la orilla de la cama y le acariciaba los pies, como cuando era niño.

—¡Padre! —gritó de nuevo.

—¡Beba! —insistió el cirujano.

La alcoba, finalmente, se fue difuminando en la neblina blanca de los sueños mal habidos. Ni Gulchah, ni Rosa, ni el anciano melancólico eran ya visibles. Escuchó un rumor de aguas batidas y unas pocas risas. ¿Dónde estaba? ¿Quiénes eran todos? ¿Por dónde se salía?

—Quédese quieto. Ahora necesito que se quede muy quieto.

Pedro de Macanaz soltó una carcajada. ¿Cómo podía quedarse quieto un pájaro? ¿Cómo podía permanecer inmóvil una mosca? Allá iba él, volando a ras del techo, posándose en los cortinajes y aferrándose, con todas sus fuerzas, a los artesones poblados de cacatúas y perdices, cornucopias henchidas y verduras tan punzantes y sabrosas como tetas.

—En el techo, en el techo, ¡aquí!

—No me va a quedar más remedio que amarrarlo.

Desde arriba, divisó las muselinas del vestido de Gulchah. Estiró los brazos para alcanzarla a toda costa.

—¡Ven conmigo! —gritó Macanaz, y manoteó para apartar los velos que cubrían el rostro de su bailarina.

—Tranquilícese, don Pedro, no se mueva ahora por nada…

Sintió que una ráfaga helada le congelaba el vientre. ¿Quién osaba destaparlo y exponerlo al frío, ahora que la punzada que le había impedido dormir durante muchas noches se estaba disipando? Que lo cubrieran de nuevo, ¡maldición!, que lo dejaran soñar y acurrucarse.

—Sentirá una pequeña molestia, pero pasará pronto. ¡Respire hondo!

¿Molestia? ¿Qué había querido decir con eso? Sonrió para sus adentros y simultáneamente sintió un escalofrío que se originó en la punta de sí mismo y continuó hacia el centro, como una piedra lanzada a la profundidad de un pozo. Allí se convirtió en un clavo al rojo vivo que le recorrió varias veces el vientre, le rebotó en el pecho y finalmente se alojó en su cráneo. En ese momento sólo alcanzó a escuchar su propio alarido, multiplicado por mil, convertido en hedor, en gran hedor y en implacable garra.

—Ya pasó lo peor —trató de consolarlo el cirujano.

Macanaz no lo escuchó, o no quiso creerle. Siguió gritando ya casi sin fuerzas, y cuando trató de hacer un último intento para incorporarse y escapar, descubrió que sus brazos estaban atados a la cama y que sobre su torso desnudo habían cruzado una sábana que le impedía moverse.

—Ya pasó, ya no le puede doler tanto.

Pero él sentía como si se le fuera el alma. Como si todos los dolores de su existencia se hubieran concentrado en el reducido y delicado espacio de su entrepierna, y desde allí se dispararan en los cimbrones voraces que amenazaban con desgarrar su carne.

—Beba, don Pedro, reconfórtese y sea valiente.

Apuró el licor con tanta vehemencia, que destrozó con sus dientes los bordes de la copa.

—¿Pero qué está haciendo?… ¡Dios mío, si está tragándose los vidrios! Así no lo podré curar.

El cirujano le limpió los labios y le aplicó compresas frías alrededor de la boca.

—Más vino —suplicó Macanaz con un hilo de voz que había quedado a ras del alarido.

—Tampoco podemos abusar —le advirtió el otro—. Recuerde que no es vino común.

—Llame a Gulchah, dígale que quiero verla.

—Usted sabe perfectamente que la tártara no está.

De vuelta al lamedal de la vesania, se preguntó quién era entonces la mujer que había venido a verlo cubierta por la túnica bordada.

—Era Gulchah —gritó desesperado.

—Mucha podredumbre —comentó el cirujano—, muchos malos humores le ha desaguado el vientre. Eso era lo que lo ponía tan enfermo. Verá como mañana amanece mejor.

Esa misma noche, Macanaz soñó con los demonios: media docena de bestias que se acercaban para estrangularlo. Él los echó desde las brumas del letargo, desgarró las sábanas y se arañó el rostro. Su criado, que velaba cerca, intentó hacerlo reaccionar. Pero Macanaz no respondió a las sacudidas y ni siquiera despertó cuando le lanzaron una copa de agua fría en la cara. El cirujano fue llamado a la carrera y, nada más bajar del coche, oyó los alaridos que salían por las ventanas.

—Debe de tener bastante fiebre —murmuró después de echarle una ojeada—. Aplíquenle fomentos de aceite rosado y vinagre sobre la frente, y si con eso no reacciona, le dan a oler pimienta.

Antes de marcharse, dejó una última recomendación.

—En cuanto abra los ojos, háganle beber un buen caldo, con mucho morcillo y ajo puerro.

Cuando a los pocos días Pablo Grigulévich visitó la casa, todavía flotaba el olor a carne descompuesta en los alrededores de la habitación de Macanaz. Fue por eso, y por el aspecto miserable que presentaba el enfermo, por lo que decidió marcharse sin decirle una palabra. Pero Macanaz, con los ojos entornados y esa voz de agonía, apenas audible, lo detuvo en la puerta.

—Quédese, haga el favor.

Grigulévich dio media vuelta y fue a sentarse en una butaca junto al lecho.

—Pensé que dormía. ¿Cómo se encuentra?

—Voy mejorando —susurró Macanaz—. Lo malo es que sigo soñando con demonios que me aprietan el cuello. Hace días que no sueño otra cosa.

—¿El cuello? ¿Sólo hacen eso?

—¿Y qué más quiere usted que me hagan? Siento sus garras asquerosas, hasta creo que me dejan las marcas, mire aquí, mire estos arañazos…

—Pues tenga cuidado —advirtió Grigulévich—. Puede ser la sangre de abubilla.

Macanaz se frotó los ojos legañosos y enrojecidos.

—¿Abubilla? No sé qué es eso…

—Un pájaro. Mi madre solía decir que si se untaba la sangre de la abubilla sobre las sienes de un hombre dormido, soñaría todas las noches con unos demonios que lo estrangulaban.

—Estoy muy viejo para creer en consejas.

—Allá usted. Una vez le dije que nunca se fiara de los remedios de esa tártara.

—Gulchah no está en casa —reveló Macanaz—. Se fue hace días.

—Con más razón. Pudo haberle untado la sangre de abubilla antes de irse.

—Averiguaré en la cocina. ¿Qué noticias me trae?

—Las mejores. Será dentro de seis días, precisamente en la casa de Valentini. Antonia de Salis me lo ha confirmado esta mañana.

—¿Y quiénes estarán con nosotros?

—A eso he venido. Primero quería preguntarle si se siente con ánimos de ir hasta allá.

—Sin duda iré. Creo que ni muerto dejaría de asistir a la captura de Miranda.

—La casa estará totalmente rodeada por gente de toda mi confianza. Habrá un carruaje de doble compartimento esperándonos afuera. Y lo de la galeota está arreglado. Atravesaremos el golfo rumbo a Estocolmo, y de allí, por tierra, a Cristianía. Luego otra embarcación nos recogerá en aquel puerto para llevarnos a Amsterdam.

—Me siento capaz de ir a la casa del conde Valentini —reconoció Macanaz—. Pero dudo que pueda realizar una travesía tan larga para entregar a Miranda. Usted, Grigulévich, lo hará en mi nombre.

—Una vez que estemos fuera de Rusia, no correremos ningún riesgo. Llegaremos con bien a España, pierda cuidado.

Fuera de Rusia. Le parecía tan lejano ese sueño. Ahora más que nunca, Macanaz ansiaba abandonar San Petersburgo, pero hasta el otoño, tal vez, no tendría fuerzas para sobrevivir a un viaje a ninguna parte. Se consideraría dichoso si lograba arrastrarse hasta la casa del conde Valentini para asistir a la culminación de todos esos meses de trabajo; para contemplar, con sus propios ojos, la cara que iba a poner Miranda cuando se supiera preso.

—Hay algo que tal vez no sepa —agregó Grigulévich, e hizo una pausa para sacar su cajita de rapé.

—Le ruego que me lo diga todo de una vez.

—Usted protestó ante la Emperatriz porque Miranda estaba usando el uniforme del ejército español, ¿no es cierto?

—Lo hice. Miranda es un tránsfuga, sin derecho ni rango.

—Pues se sacó el uniforme español, pero ahora tiene uno ruso: Potemkin lo nombró coronel.

—Subalterno de Potemkin —caviló Macanaz—. ¿Traerá eso algún problema?

—No lo sé. Nadie sabe ahora mismo dónde está Potemkin, y por eso debemos hacerlo rápido, terminar de una vez.

Grigulévich se puso de pie, tomó aire y finalmente tocó el punto de los honorarios. Los únicos que cobrarían después de consumado el secuestro eran los hombres que se iban a encargar de vigilar el edificio y, por supuesto, Antonia de Salis. Pero los de la galeota querían el pago por adelantado, y también los que iban a conducir el carruaje, quienes, como Macanaz podía imaginar, no eran simples cocheros.

A duras penas, Macanaz se sentó en el lecho y ordenó que le acercaran una mesa y los útiles para escribir. Acto seguido garrapateó unas notas que entregó a Grigulévich. El otro las dobló muy cuidadosamente y las guardó en el portafolio.

—Quedamos en que el martes, a las seis de la tarde, vendré a buscarlo. Usted podrá permanecer dentro del coche todo el tiempo que desee, y, una vez tengamos a Miranda a buen recaudo, le avisaré para que baje a verlo.

—Sólo quiero estar allí para informarle a ese canalla de que en nombre del Rey, mi amo, queda detenido.

Alea jacta est —sentenció Pablo Grigulévich antes de retirarse.

Lejos de agotarlo, como pensara Macanaz en un principio, aquella charla lo había ayudado a espabilarse y, por primera vez en muchos días, sintió algo parecido al apetito. Agitó la campanita y enseguida apareció el criado, a quien ordenó que le trajera un buen caldo de vaca. Pero antes deseaba hacerle una pregunta: quería saber si por casualidad había visto a su camarera tártara sacrificando a un pajarito.

—¿Pajaritos?… No, no la vi sacrificar ninguno.

—Haz memoria. El día anterior a su partida, cuando me estaba preparando los fomentos, ¿no la viste trasegar con algo que pareciera sangre?

—No, señor.

—¿Ni viste restos de plumas por allí?

—Tampoco. Aunque en la cocina de esta casa no es extraño que uno se tope con montones de plumas.

—Las plumas de las que te hablo son distintas. Son muy pequeñas, de pajarito.

—No, señor, ni siquiera sé de qué clase de pájaro me está hablando. Pero puedo preguntarle al cocinero.

Macanaz se recostó para esperar por el caldo, que luego bebió con gran satisfacción. Abajo, en la entrepierna, habían desaparecido las peores punzadas, pero aún persistían unos ramalazos ardientes que le cortaban la respiración, sobre todo cuando trataba de orinar y su mano, sin querer, rozaba el labio abierto de la herida.

—Un poco más de caldo —le ordenó a su criado, devolviéndole el tazón vacío.

En el ínterin, apareció el cocinero. Un hombre bajito y delgado, con la nariz perennemente roja, los ojos de un azul perverso y dos mechones rubios por toda cabellera, tan rígidos y empolvados que parecían labrados sobre el cráneo.

—Lo único que deseo saber es si vio a la camarera tártara sacrificando pajaritos.

—No la veo desde hace más de una semana.

—Lo sé. Pero la última vez que la vio, ¿no observó si acaso estaba desangrando alguno?

—Que yo sepa —caviló el cocinero—, los únicos que comen pajaritos son los griegos. Eso sí, en una salsa caliente hecha con queso rallado, vinagre y silphium.

Macanaz se recostó extenuado. Por muy bien que cocinara ese hombrecito enteco, cuya consunción seguramente tenía mucho que ver con la cercanía de los fogones; por más que se acicalara y se esforzara por lucir siempre tan limpio, la verdad es que él le tenía repugnancia. Le repugnaban su rostro fruncido y su cuerpo de lombriz, y en especial sus manos pálidas que se achicaban como un par de pajaritos desplumados.

—Puede retirarse.

Aquella noche no volvió a soñar con los demonios que lo atormentaban. Quizá el mejor antídoto contra la sangre de abubilla era precisamente el de reconocer su influjo. Durmió de un tirón hasta bien entrada la mañana y, nada más abrir los ojos, tuvo la certeza de que aquel caldo ingerido el día anterior lo había restablecido lo suficiente para abandonar la cama.

Se levantó un poco mareado y se lavó con la ayuda del criado. Cuando estuvo a solas revisó la herida y descubrió, no sin cierta amargura, que junto con los hediondos humores que enervaban su sexo y que se derramaron bajo la cuchilla del cirujano, también se había escurrido la parte más tortuosa y cerebral de su pasión por Gulchah. Añoraba la neblina de sus camisolas y el franchipán glorioso de su aliento de pantera, pero ya no necesitaba de sus brazos ni mucho menos de aquel sexo que, tarde lo comprendía, lo había estado devorando poco a poco.

Se asomó a la ventana y contempló la arboleda, alguna que otra copa amarilleando antes de tiempo, y en eso vio pasar al pescadero, que se dirigía a la cocina cargando una canasta llena. Miró el amasijo de anguilas y barbadas aún esmaltadas por el agua, y los ojos atónitos de aquellas percas gordas, recién sacadas del Nevá. Era la lasitud con que se amontonaban en la cesta lo que él relacionó, de golpe, con el desmayo de su propia daga.

—Como pescado muerto —musitó.

Cerró los ojos y aguantó en silencio, pasaron largos minutos de desdicha, y comprendió que aquella que le provocaba el roce de sus dedos habría de ser la última gran punzada de su vida. Entonces entreabrió los párpados y alcanzó a ver al vendedor radiante, que iba de retirada, con la canasta vacía.