Les yeux, les plus perçants, ne sont pas toujours ceux qui observent le plus.

(Los ojos más penetrantes no son siempre los que más observan).

Johann Kaspar Lavater

Pedro de Macanaz se frotó las manos y se las llevó a la cara, las tuvo allí un instante y luego las retiró crispando algo los dedos, de arriba hacia abajo, como si se estuviera despojando de una máscara. Apretó los brazos contra el cuerpo y sintió aquel latigazo de dolor en las axilas. Unos cuantos sabañones morados le habían crecido allí, en las axilas, pero también en las ingles, por lo que su mujer, lengua amarga y viperina, había insinuado que el gálico lo estaba devorando poco a poco.

Se sentó de nuevo frente a Pierre Fabré, el comerciante ginebrino que acababa de llegar a San Petersburgo procedente de Cherson. Hacía tiempo que había alertado al gobierno de Madrid de la necesidad de mantener un informante en aquel movido puerto del mar Negro. Cherson era un sensible enclave militar, y allá solían tomarse muchas decisiones importantes, sobre todo en lo que concernía a Turquía. Extrajo de una gaveta la pequeña bolsa con los rublos de oro y la dejó oscilar un momento entre los dedos, luego la dejó caer en la mesa y el tintineo de las monedas se apagó bruscamente. Repitió una vez más las mismas preguntas que había formulado poco antes: ¿Estaba seguro de que se trataba de aquel venezolano llamado Francisco de Miranda? ¿Ese fugitivo de la justicia? ¿Ese traidor que venía haciéndose pasar por teniente coronel?

Y por conde, le había respondido Fabré. Su pasaporte, expedido en Séutari por el representante austriaco, lo acreditaba también como conde de Miranda. Así pasó a Constantinopla, donde el embajador ruso, Yakov Ivánovich Bulgákov, le había entregado cartas de recomendación para los nobles de Cherson. Allá estaba en ese mismo instante, alojándose nada menos que en la casa del gobernador, príncipe Alexander Ivánovich Viazemski.

Macanaz mantenía una expresión severa. Continuaba frotándose las manos y lo irritaba como nunca el dolor de las axilas, pero atisbó una luz, una llamita de esperanza que comenzaba a animarle aquel invierno. Buena pieza era el conde de Miranda, aquel teniente coronel de pacotilla, aquel mestizo de medio pelo cuya cabeza, sin embargo, interesaba tanto en Madrid. Magnífica oportunidad para rendirle un buen servicio a su gobierno y luego, como quien no quiere la cosa, solicitar el traslado hacia otra plaza, por motivos de salud naturalmente. Italia, quizá, o acaso Grecia. Un cambio de clima era todo lo que necesitaba.

Entregó las monedas al confidente y lo instruyó una vez más sobre lo que tenía que hacer cuando regresara a Cherson. No debía perder de vista a Miranda. Nadie sabía cuánto tiempo pensaba quedarse aquel facineroso en Rusia, pero seguramente no había hecho un viaje tan largo por unas pocas semanas. Algo andaría buscando el muy ladino, y hasta que le llegara la autorización desde Madrid para apresarlo y enviarlo a las cárceles de España, era preciso mantenerlo vigilado. No había que olvidar que ese príncipe Viazemski era también un personaje muy torcido, famoso acá por su marrullería, y para colmo, tenía entendido que un adelantado de la Emperatriz, el todopoderoso Grigori Alexándrovich Potemkin, se hallaba en Kremenchug, camino a Crimea. Posiblemente pararía en Cherson, y a lo mejor ese era el plan secreto de Miranda, acercarse a Potemkin y ofrecerle sus servicios como espía o como mercenario.

Macanaz despidió a su confidente y se quedó a solas en su gabinete. Fabré tampoco le inspiraba demasiada confianza, pero de ningún modo se hubiera atrevido a contratar los servicios de un confidente ruso. Los rusos eran zorros, traicioneros y ladrones; propensos al engaño y a vender informaciones falsas. Eso se lo había advertido, nada más llegar a San Petersburgo, el propio embajador francés, monsieur Ségur, quien tampoco se fiaba de ellos. Por otra parte, Fabré tenía la pinta perfecta para aquel trabajo, uno de esos tipos esmirriados y grises en los que nadie repara demasiado. Poco antes de que Macanaz lo reclutara, su cobardía había inspirado una cancioncilla de taberna que tarareaba medio Cherson. Contaban allá que el ginebrino, hallándose con su mujer y con su suegra en una casa de campo, había sido asaltado por unos cosacos ladrones. Fabré se había echado a correr para esconderse en el granero, dejando atrás a las mujeres para que hicieran frente a los cosacos. Fue la anciana, ensangrentada y llorosa, quien dio aviso a las autoridades de que las habían violado, y, sólo cuando llegaron los soldados, Fabré se animó a salir de su escondite, doliéndose de los destrozos, pero sin lamentarse por lo que les había ocurrido a las señoras de la casa.

Macanaz se revolvió intranquilo y se frotó otra vez las manos. El invierno se anunciaba muy crudo y a él esos episodios de mujeres forzadas le causaban un insistente cosquilleo en el bajo vientre y unas ligerísimas, pero reconfortantes erecciones. Pensó en Rosa, su mujer, que lo esquivaba por temor al gálico, y de inmediato se acordó de la muchacha rusa que unos días atrás le había llevado su criado. La madre había pedido diez ducados aduciendo que la hija era virgen, y él le mandó a decir que no daría más de tres. Al final transaron por cuatro, en realidad por cinco, le dio un ducado adicional a la muchacha, que en verdad no conocía varón. Volvió a sentir el cosquilleo y miró su pantalón de pana, que se empinaba levemente entre los muslos. Recordó el famoso cumplido que le dirigió un muftí de Crimea al príncipe Potemkin, cuando el hombre fuerte de la corte rusa tomó posesión de aquellas tierras: se acordaría de ese día, prometió el muftí, como una mujer siempre se acuerda del hombre que le quita el virgo. Macanaz llamó al criado: la muchacha de la otra vez, le dijo, que le ofreciera cuatro ducados y se la metiera nuevamente en la cama. El criado asintió y salió del gabinete haciéndole una reverencia. De aquellos cuatro ducados, probablemente su sirviente se embolsaba dos. Pero no se podía negar que tenía buen tino para escoger a las mujeres, y que sabía hacer discretamente su trabajo. Otra cosa hubiera sido negociar él mismo con las campesinas. Ya en una ocasión lo habían timado, la primera vez que estuvo en Kiev. Había salido de excursión por los alrededores, acompañado de un oficial prusiano que hacía las veces de anfitrión y guía, y en una casa donde pararon para descansar les ofrecieron duraznos y aguardiente. Las mujeres estaban solas y, después de tomar el licor, el oficial prusiano atacó a la criada y él, por su parte, trató de seducir al ama, una alemana que le pidió por sus favores seis ducados. Se encerraron en la alcoba y a Macanaz lo arrebató la desnudez cuajada en len de aquella joven desdeñosa, que accedió tranquilamente a los retozos y caricias, pero que se negó a ser penetrada. Con algún pretexto ella lo dejó solo, y al ver que demoraba, Macanaz salió a buscarla. Sólo encontró en el lugar a la criada, quien, para asustarlo, le mostró un uniforme y un sombrero de oficial.

¡De ninguna manera!, había tronado entonces Macanaz, no había nacido la hembra que se burlara de él. Poco le importaba si el marido era oficial o matarife: se acostaría con ella, o, en caso contrario, exigiría que le devolvieran sus seis ducados. La criada comenzó a llorar y él tomó la mantilla, la escofieta y los zapatos de su ama para llevárselos en prenda. Intervino entonces el oficial prusiano, quien le sugirió que se metiera en el coche con la criada. Bien vista, también tenía buena figura, y posiblemente era más joven que su patrona. Ya iba a negarse, aduciendo que una mondonga como aquella de ningún modo valía seis ducados, cuando le sobrevino el ansia, una sensación de plenitud, por un lado, y de brutal voracidad por otro. No lo había pasado mal, después de todo, aunque siempre le quedó la espina de no haber podido sacrificar a la alemana. Según le habían contado luego, ella tenía terror a su marido, un militar hannoveriano, cojo y de mal genio, que la azotaba con frecuencia. ¡Con la de gente rara que pululaba en Rusia!, suspiró Macanaz, y la sonrisa se le congeló en los labios. Volvió a acordarse de Miranda y lo inquietó la idea de no poder cumplir con la misión de despacharlo a España. Al fin y al cabo, Miranda era también un bocado demasiado apetecido por los rusos. Tenía fama de ser hombre influyente en las colonias, capaz de causar muchos dolores de cabeza a la corte madrileña. Y Rusia, de un tiempo a esta parte, chocaba demasiado con España. Los mercaderes de la región de Alaska, que cada vez se desplazaban más al sur, le habían ido con cuentos a la Emperatriz, quien no tardó en mostrar las uñas. Aquellas eran tierras descubiertas por navegantes rusos, insistía Catalina, y para que a Carlos III y a toda su corte no se les olvidara, había mandado al norte del Pacífico sus cuatro mejores fragatas y una imponente nave de transporte, toda una flota para asustar al mundo. Ese viaje a Crimea emprendido por Potemkin —abriéndole paso a la Emperatriz, que partiría dentro de pocas semanas—, encerraba un mensaje tácito para españoles y franceses: los rusos no cejarían en su empeño de expulsar a Turquía de sus posesiones europeas. Y era posible que pronto hubiera guerra.

El criado entró al poco rato e inclinó la cabeza: el encargo estaba cumplido, la muchacha lo aguardaba. Por deseo expreso de Macanaz, esos encuentros clandestinos se celebraban en la pequeña pieza que el criado ocupaba al fondo del jardín, al otro extremo de la casa. Así que se echó por encima una pelliza y cruzó animado entre los arriates solitarios, recubiertos de musgo y hojas secas. Su mujer, que se asomaba en ese instante para tirarles migas a los cuervos, le lanzó una mirada burlona. Macanaz prosiguió como si no la hubiera visto y penetró rápidamente en la pequeña pieza. Ya adentro, le costó trabajo localizar a la muchacha, que estaba medio oculta entre las sábanas de lino con las que el criado tenía orden de vestir su cama, únicamente cuando Macanaz iba a refocilarse en ella. No tendría más de trece o catorce años, y aquella tarde le pareció más menuda y frágil que la vez anterior. Al contrario del primer día, no la había visto desnudarse porque ya estaba desnuda, con las piernas encogidas y los brazos cruzados detrás de la cabeza. Como el lugar carecía de estufa, el criado había colocado en el suelo varias bandejas en las que puso a quemar espíritu de vino.

Macanaz contempló golosamente los trémulos contornos de su presa. Ella le sonrió, allanando el camino que le procuraría aquel ducado adicional, y él no esperó más para deshacerse de la pelliza y de gran parte de la ropa. Se quedó cubierto apenas con la camisola y los calzacalzones de lana; entonces le pidió a la muchacha que se diera la vuelta y ella lo obedeció, le mostró la espalda desnuda y las blanquísimas nalgas de niña. Macanaz procedió a sacarse la peluca, se inclinó para extraer las pantorrillas falsas que llevaba debajo de las medias, terminó de desnudarse a tirones y se acostó junto a la muchacha. Le bastaba con cerrar los ojos para evocar, de nuevo, el rostro alucinado de la señora de Fabré, dichosa y mártir, galopando sobre los príapos repletos de los temibles cosacos; trató de imaginar también lo que había sido de la suegra, con su pobre carne flácida, su piel arrugada y su dentadura podrida, cosa que poco importaba a unos cosacos ladrones. Casi escuchó los gritos de la vieja y vio relampaguear la sangre en sus nalgas. Entonces sintió el cosquilleo redentor, frotó su rostro contra el cuello y las axilas tersas de aquella mansa criatura que lo abrazó a pesar de todo. La besó ansiosamente y chupó sus pezones, duros como dos granos de cebada, y luego la penetró con cierta angustia. En las bandejas chisporroteaba el espíritu de vino, que de paso despedía un aroma suave, y sólo la muchacha, que mantenía los ojos bien abiertos, alcanzó a ver que alguien había empujado la puerta de la habitación. El rostro hierático de Rosa de Macanaz apareció de pronto, y una vocecita socarrona se escuchó por encima de los quejidos y del doloroso traqueteo del camastro. Pedro de Macanaz se detuvo y la oyó decir que no se molestara en atenderla y continuara fornicando, que de ese modo el gálico lo mataría más rápido. Pero que en lo adelante separarían los cubiertos y la ropa de cama, e incluso él se tendría que abstener de usar los muebles y las habitaciones que ella usara.

La muchacha, en la cama, se evadió de aquel abrazo que se enfriaba poco a poco y sin encomendarse a nadie comenzó a vestirse. Rosa de Macanaz, desde la puerta, se quedó contemplando el cuerpecito delgado y pálido, maculado en las caderas y en los hombros por el humor verdirrojo de los sabañones, que en la trabazón de los cuerpos reventaron como ciruelas. Macanaz se dio la vuelta enfurecido y le ordenó a su mujer que se largara. Por cuatro ducados, había disfrutado muy poca cosa. Se sentó en la cama y la muchacha, ya vestida, vino a sentarse a su lado en espera de la propina. Él se cercioró de que Rosa se había ido, y alargó la mano para tocarle los pechos. Era difícil recomenzar con los mismos bríos, así que se contentó con acariciarle el vientre y las corvas. Más tarde se incorporó, recogió los calzones del suelo y le dio el ducado que se había guardado en el bolsillo: que constara, le dijo, que la próxima vez tendría que hacerlo sin cobrarle un céntimo. Ella sonrió, guardó la moneda y escapó radiante.

Esa misma noche, Macanaz recibió en su casa al ministro napolitano y a su mujer, una romana de espíritu severo, diez años mayor que su marido, rolliza y pecosa, pero con una cinturita de avispa que se decía era el delirio de varios caballeros jóvenes de San Petersburgo. Rosa de Macanaz había bajado tarde, vestida de negro y alhajada con un medio aderezo de plata, en cuyo broche principal destacaba el retrato de un joven moreno. Macanaz la fulminó con la mirada, y cuando estaban sentándose a la mesa, se inclinó hasta que sus labios rozaron el oído de su mujer.

—Ese sí que se murió de asco —susurró—, y el gálico te lo pegó en los sesos.

La frase salió como una ráfaga y ella acogió la furia del marido como un bien merecido trofeo. Miró satisfecha el retrato del broche y la mujer del napolitano aprovechó para alabarlo. Saboreando lentamente su venganza, Rosa de Macanaz contó la inevitable historia de aquella miniatura, obra de excepción de Ismael Mengs, gran artista danés, íntimo amigo del que fuera su primer marido. La conversación irritaba a Macanaz. Además, le molestaban las gasas que se había puesto entre las ingles para contener la supuración de los sabañones. Por eso sintió un gran alivio cuando el napolitano interrumpió a su mujer para pedir detalles sobre el engorroso asunto de Miranda. Le preocupaba lo que haría el gobierno ruso una vez se le exigiera la entrega de aquel fugitivo. El mero hecho de que se le permitiera moverse libremente por el país, y se le recibiera, con marcada deferencia, en las casas de los señores nobles, podía interpretarse como un agravio no sólo para el diplomático español, sino para los representantes de los demás reinos borbónicos.

Macanaz se quedó un rato pensativo. Le había gustado ese argumento: un agravio para él, un agravio para todos.

—En principio —recalcó— y en señal de protesta, no pienso moverme de San Petersburgo.

Lo irritaban demasiado sus achaques, y no estaba en condiciones de emprender el largo viaje que se estaba organizando a fin de acompañar a la Emperatriz en su recorrido por las provincias del sur. Él prefería quedarse en casa y seguirle los pasos a Miranda a través de soplos y confidencias, desde la tranquilidad de su gabinete, pendiente de las instrucciones que en cualquier momento le llegarían desde Madrid.

El napolitano movió la cabeza: ¿por qué mejor no le escribía a Miranda? Para empezar, Macanaz podía exigirle que presentara pruebas, las patentes de su derecho al título condal y al grado de teniente coronel del ejército español. Que mostrara sus credenciales a las autoridades rusas y al representante de la corte española.

—Una carta —murmuró el otro—. Lo pensaré esta noche.

La velada concluyó sin mayores sobresaltos, pero a la hora de acostarse, Macanaz descubrió que los muebles de su alcoba habían desaparecido. En su lugar había unas pocas piezas, viejas y destartaladas, que no eran propias ni siquiera para el uso de la servidumbre. El criado intentó una disculpa: la mudanza la había ordenado la señora, quien además había mandado a comprar ropa de cama, vajilla y una cubertería barata para el uso exclusivo de su marido. Macanaz miró contrariado hacia el lugar que había ocupado su mullido lecho de colgaduras; ahora lo sustituía un camón de hierro, con un colchón tan delgado que de seguro se le resentiría la espalda. El criado se acercó para ayudarlo a desembarazarse del fraque. Entonces le comunicó que la muchacha de por la mañana había regresado, por si el señor quería concluir lo que había dejado inconcluso. Macanaz se sentía cansado y rechazó la oferta, le dolían terriblemente los sabañones y no iba a poder concentrarse, por segunda vez aquel día, en el rapto de las parientas de Fabré. Mandó a decirle que volviera al día siguiente. Y ya que habían cambiado los muebles sin su autorización, no se tomaría más la molestia de esconderse en la pieza del criado. Lo haría allí mismo, en su propia alcoba, para que Rosa, del otro lado de la pared, escuchara sus gemidos y se doliera más que nunca de sus arrebatos.

Afuera arreciaba el frío y la estufa no calentaba lo suficiente. Antes de retirarse, el criado envolvió a su amo en varias mantas y le ató un antifaz negro alrededor de los ojos. A oscuras, pensó Macanaz, totalmente a oscuras, se le ocurrían las mejores ideas, y él ya tenía en mente la carta que le escribiría a Miranda. Serra Capriola estaba en lo cierto: exigiría las pruebas al venezolano y entonces ese vagabundo tendría que reconocer, delante de la corte rusa, y frente a ese insulso príncipe Viazemski bajo cuyo techo se estaba hospedando, que no era más que un impostor. La absurda maniobra política de los rusos se les viraría en su contra. Miranda, a pudrirse en las mazmorras de Ceuta, y él…, él a restablecerse de la furia de su propio pellejo en algún cálido paraje del Mediterráneo.