La vérité est aussi rare que l’apparition des anges.
(La verdad es tan rara como la aparición de los ángeles).
Johann Kaspar Lavater
Cuando Pedro de Macanaz se destapó la cara, una nube de polvo flotaba en la habitación. El peluquero, con el fuelle aún en la mano, esperó a que se disipara un poco para retocar el peinado. Macanaz pidió el espejo y se contempló con cierta ansiedad: se había hecho colocar un parche sobre la barbilla para disimular un grano, un divieso muy parecido a los de la entrepierna, y ese parche no hacía más que acentuar el deterioro de su cara: estaba ojeroso y tenía mal color. Desvió la vista hacia la peluca, que era acaso la única pieza admirable en aquella desdichada cabeza suya. Al tupé, alto y parejo, no se le escapaba un solo pelo, y los bucles, a ambos lados, despedían una especie de resplandor dorado que lo llenó de asombro.
—Es polvo de oro —le explicó el peluquero—. Lo han puesto de moda los macaronis, que ya no saben qué ponerse en la cabeza.
—¡Seso! —exclamó una voz a sus espaldas—. ¡Lo que hay que ponerles en la cabeza es seso!
Macanaz se dio la vuelta y vio a Pablo Grigulévich, su figura desgarbada recortándose bajo el dintel de la puerta.
—Por fin —exclamó—. Espero que me traiga buenas noticias.
El peluquero, que había reaccionado con un mohín de cólera a la broma del recién llegado, sacudió el polvo de los hombros de su cliente y comenzó a recoger su instrumental. Pablo Grigulévich se acercó a Macanaz y contempló desde arriba la abrillantada superficie de la peluca, pero sobre todo reparó en el lazo negro, adornado de pedrería, que remataba la «colita de cerdo».
—Y eso, ¿también es polvo de oro?
—Eso es un poco más que polvo —sonrió Macanaz—. Son diamantes, amigo mío, pequeños pero legítimos.
El peluquero pidió a su cliente que levantara el rostro y le oscureció las cejas con un carboncillo, luego recogió frascos y cepillos, y los metió en el mismo estuche donde llevaba las pomadas y los lunares postizos.
—Por supuesto que le traigo buenas noticias —respondió tardíamente Grigulévich—, mejores de las que se imagina.
Macanaz pagó al peluquero y le ordenó que, al retirarse, cerrara bien la puerta. Enseguida comenzó a vestirse y miró de reojo al visitante, que tomaba rapé de una cajita.
—Pensé que no le gustaba el rapé.
—A falta del narguile, bien me conformo con esto.
Todo aquel rodeo, a Macanaz le pareció deliberado, como si el otro calculara mentalmente hasta qué extremos llegaba su ansiedad.
—¿Vio a la señora de Salis? —preguntó por fin, sin poder contenerse.
—La vi —respondió Grigulévich—. Es muy joven y muy española. Parece una mora.
A Macanaz le importaba poco su apariencia. Quería saber qué le había dicho, si había sido atenta, si se veía dispuesta, o al menos inclinada a colaborar en ese enojoso asunto del venezolano.
—El coronel Miranda andaba por Crimea. ¿Adivine con quién?
Macanaz susurró la respuesta.
—Con Potemkin.
—Exacto. Ya dio con Potemkin y se hizo invitar a un recorrido por el sur. En cuanto a la señora de Salis, en este instante viene hacia San Petersburgo, al cuidado de una princesa griega, viuda de un príncipe de Valaquia, una tal Ghika.
—¿Con esa bruja?
Macanaz se echó las manos a la cabeza. Aquella niña no tenía lo que se dice buen tino para escoger a sus amistades. La mujer a cuyo abrigo estaba viajando había sido una conocida alcahueta de los personajes más poderosos de la corte. Y se decía que aún le prestaba servicios a Potemkin.
—A Potemkin… —repitió ensombrecido Grigulévich.
—A Potemkin, sí, y a Alexander Bezborodko, y a Piotr Rumiántsev, ¿quiere que siga?
Ambos guardaron silencio para digerir sus respectivas sorpresas. Al cabo de un minuto, Grigulévich prosiguió:
—Usted deseaba saber si Antonia de Salis era amiga de Miranda. Y ahora puedo asegurarle que han tenido algo más que una simple amistad, lo que a ella le causó problemas con los Viazemski.
Macanaz asintió esperanzado. Ese Fabré, después de todo, era un buen confidente. Había sido el comerciante ginebrino quien descubrió el romance entre aquella muchacha española y el farsante de Miranda, y quien le sugirió además la posibilidad de aprovechar aquella relación en beneficio suyo.
—Parece que al discutir con sus parientes, se refugió en la casa de la princesa Ghika.
—Pues cayó en la boca del lobo —sentenció Macanaz—. Si no nos damos prisa, la vieja se la entregará en bandeja de plata a cualquier monigote de San Petersburgo. Y entonces sí que los perderemos a ambos, a ella y a Miranda.
No se podía hacer más de lo que se había hecho, advirtió Grigulévich. Cierto que él se abstuvo de intimidarla, o de ofrecerle abiertamente alguna remuneración. Había apelado, más bien, a los sentimientos de Antonia como hija y como súbdita del rey de España. Eso sí, le sugirió veladamente la posibilidad de que su ayuda le fuese bien recompensada. Como era de esperar, Antonia de Salis en principio rechazó su oferta, aunque la experiencia le decía que las cosas con el coronel Miranda tampoco le iban bien.
—Y a fe mía que le irán peor —apostó Macanaz.
—Tuve una corazonada —añadió Grigulévich—, le tendí una pequeña trampa y cayó como un pajarito, sin querer me confirmó lo que era sólo una sospecha mía. Ahora falta que responda como esperamos. Ya sea por despecho, o por temor al padre, lo importante es que se comunique con nosotros.
—Si de algo sirve —observó Macanaz—, sé dónde vive la princesa Ghika.
—También lo averigüé. Pero no hay que insistir demasiado. ¿Alguna vez ha visto a los pescadores rusos sacando las percas de los ríos en invierno? Abren una zanja en el hielo y luego meten una red para atrapar al pez que viene a respirar. La clave está en colocar unas palizadas para que no huyan hacia el río. Pues nosotros hemos colocado la palizada. Pero nos queda el trabajo más duro: abrir la zanja y tirar la red. Si ella no da señales, ya propiciaré yo un encuentro que parezca casual.
Pedro de Macanaz se había calado su bicornio emplumado cuidando mucho de no estropear la peluca. Se miró al espejo y encontró sus piernas tan bien torneadas bajo las medias de seda, que se olvidó de la decrepitud del rostro y el grano en la barbilla. Enderezó las hombreras de su casaca y le hizo un guiño a Pablo Grigulévich.
—Tengo una cita en lo del conde Valentini. Habrá un baile íntimo, ya sabe usted, al gusto turco. Si le interesa, puede venir conmigo.
—Se lo agradezco —contestó el otro—, pero acabo de llegar, no estoy en condiciones.
—Usted se lo pierde —sonrió Macanaz—. El tal Valentini tiene la casa y el genio muy bien dispuestos para el asunto.
Se despidieron y cada cual tomó un carruaje en dirección opuesta. Pedro de Macanaz, que estaba del mejor humor, contempló con satisfacción el helado paisaje que se divisaba desde el extremo de la avenida Nevski y aún más allá, tras los malecones de granito: el río estaba totalmente congelado y a esas horas apenas se veía a un puñado de transeúntes que apuraban el paso camino del mercado. En cambio, en las calles pululaban decenas de trineos tirados por caballos fineses, de patas cortas y macizas, y a las puertas de los hoteles y palacios los criados prendían pequeñas hogueras, paleaban la nieve y abrían brechas para el paso de los coches. Acababan de dejar atrás el puente sobre la Fontanka, cuando el cochero le cedió el paso a una reata de mulas que arrastraba una galera abierta con dos enormes bultos. Oyó al cochero preguntar por la naturaleza de la carga; y al hombre que parecía dirigir aquel transporte informarle que eran «dos piedras viejas» que había traído Vallinin.
Macanaz asomó la cabeza:
—¿Está Vallinin en San Petersburgo?
—Ya no —respondió el hombre—, sólo vino a dejar estas piedras.
Macanaz se rio de buena gana. Jean-Baptiste Vallin de la Mothe había sostenido dos inútiles batallas durante sus largos años de trabajo en Rusia: una, para que aquellas gentes pronunciaran con alguna propiedad su nombre; la otra, para que dejaran de tomar por «piedras viejas» las esfinges egipcias y los cipos etruscos que él mandaba a comprar a precio de oro, con el único fin de decorar los edificios que le comisionaban. En ambos casos había perdido el tiempo: después de más de veinte años, los peones seguían llamándolo Vallinin y tratando a aquellas irrepetibles piezas como futuro ripio. Tanto Vallin de la Mothe como su enfebrecido rival, ese loco de Giacomo Quarenghi, habían tenido que recurrir al palo para impedir que los peones arruinaran «las piedras viejas», martillando en ellas, o raspando el barro de los zapatos.
El carruaje de Macanaz volvió a ponerse en marcha y cruzó por entre los canales helados, se internó en las callejuelas temporeras que se habían abierto sobre el hielo de los ríos, y pasó junto a las barracas del regimiento Preobrajenski, envueltas siempre en las picantes humaredas que despedían sus doscientas fogatas alimentadas día y noche. Al cabo de una hora, se detuvieron frente al pórtico central de un palacete, cuyo ornamento, por sí solo, predisponía el ánimo para lo que aguardaba dentro. Era la segunda vez que Macanaz se detenía a mirar aquel alto relieve, piedras con forma de mujer que él hubiera dado cualquier cosa por palpar, olfatear, paladear. No disculpaba a los peones de Vallin de la Mothe por no haber aprendido a pronunciar su nombre, pero los comprendía perfectamente cuando, después del segundo o tercer vaso de licor, se rompían los dientes tratando de morder el pórfido de un vientre, o el diaspro congelado de unas buenas tetas.
Un criado le abrió la puerta, y el mayordomo vino a su encuentro para tomar sombrero, bastón y capa, y conducirlo al saloncito decorado en tonos púrpura que él conocía muy bien. Unas semanas antes, y para celebrar su cumpleaños, el conde Valentini había hecho traer de Crimea a seis bailarinas tártaras que al final fueron distribuidas entre la reducida concurrencia. A Macanaz le correspondió la más robusta, una mujer morena que había sido primera bailarina del último kam. Aquella tarde, él se había olvidado de sus miserias ocultas; después de todo, no llegó siquiera a desnudarse, por lo que no fue necesario poner en evidencia los desastres de su cuerpo. Y antes de abandonar la fiesta le habían quedado bríos suficientes para tumbar a otra muchacha, circasiana de nación, sin talla ni hermosura memorables, pero poseedora de destrezas tales que se sintió transportado, recogido, triplicado y seco, todo en un solo abrazo. Nunca le estaría lo bastante agradecido al conde Valentini por abrirle las puertas de ese mundo que le había devuelto el ansia de vivir, de encargarse casacas cada vez más vistosas, de dejarse peinar sin remilgos, con las osadas modas de su peluquero. Y, sin embargo, Valentini podía prestarle otro servicio todavía más decisivo. Porque esa casa de pórtico ensoñado, de ardorosos frisos, de laberíntico y mullido interior, podía convertirse, en el momento indicado, en la ratonera ideal para atrapar a Miranda. Era posible que en San Petersburgo el venezolano tomara precauciones; quizá evitara salir solo o acudir a citas con desconocidas. Pero si la señora de Salis colaboraba, todo sería más fácil. Miranda entraría feliz y voluntariamente en esa casa, sólo para salir atado y narcotizado en dirección al puerto. En cuestión de pocas semanas se le pondría a buen recaudo en las cárceles de España y él, don Pedro de Macanaz, estaría por fin en posición de solicitar un destino más cálido.
Suspiró satisfecho y en ese instante se acercó Valentini para saludarlo. Se inclinó con disimulo y le susurró unas palabras: ¿Recordaba a la bailarina de la otra vez? Macanaz necesitaba precisar: ¿La más robusta o la circasiana? Gulchah, precisó su anfitrión, la más robusta, estaba allí, pero había otros caballeros interesados. Macanaz, por supuesto, tenía preferencia, aunque era conveniente que ofreciera una gratificación a la muchacha, ya que había accedido a esperar por él para el primer sacrificio. Macanaz soltó una risita de hiena cuando escuchó aquella expresión.
—La gratificaré, Valentini, pierda cuidado.
Poco después comenzó el baile y circularon copas de un licor verdinegro: era la inevitable chartreuse. Valentini, despechugado y radiante, se elevó entre los cojines y pidió en broma que fueran cautelosos con el licor, que él mismo había mezclado con elixir italiano. Macanaz permaneció alelado, con los ojos fijos en el cortinaje de arabescos por detrás del cual, muy lentamente, comenzó a asomar la portentosa pierna de su bailarina. Tan pronto salió de su escondite, ella lo buscó con la mirada, y una vez lo hubo localizado se acercó envuelta en sus velos. Macanaz apuró el licor y ordenó a un criado que le volviera a llenar la copa. Ella avanzó, mirándolo desde su altura, contoneando levemente las caderas al compás de las notas de una viola de amor y unos flautines, cuyos ejecutantes se mantenían ocultos. Cuando ya estaba junto a Macanaz, estiró las manos y le tomó la cara. Sin dejar de moverse, se inclinó hasta que la boca del hombre quedó a la altura de sus pechos, entonces lo atrajo hacia sí y él la dejó hacer, tan dócil como un cachorro, percibiendo como entre sueños que la mujer lo zarandeaba, lo apretaba contra sus pezones súbitamente descubiertos y al final lo arrastraba, como leona herida, a su imposible madriguera. Los ruidos de la fiesta se escuchaban extrañamente remotos y él apenas tuvo un momento para darse cuenta de que la bailarina lo había desnudado. Sintió un escalofrío al pensar en sus pantorrillas falsas, en los sabañones morados y hasta en el parche que se había puesto en la barbilla. Pero ella no le dio tregua: le arrancó la peluca de un tirón y se la puso, muerta de la risa, sobre su propia cabellera negra. Macanaz dio un alarido de placer cuando la vio volcarse y cabalgar sobre su cuerpo, y ya no tuvo más conciencia de sí mismo hasta que despertó del todo, varias horas más tarde.
Miró a su lado y vio el rostro exhausto de la bailarina dormida, y cuando se incorporó sobre los cojines, observó que por todas partes yacían parejas anudadas, algunas todavía jadeantes, que habían echado mano de las zofras y los almohadones para acurrucarse. El conde Valentini, tumbado sobre un almadraque, tenía una mano cruzada sobre el rostro y la otra puesta sobre la espalda de un gordito capitán de artillería, recién llegado de Moscú. Macanaz se levantó, cansado pero dichoso. Apartó edredones y velos para buscar su propia ropa, y rescató la peluca de entre las manos de la bailarina, que aún la oprimía contra su regazo. Se aseguró de que el lazo de la coleta conservaba su guarnición de diamantes y, antes de marcharse, extrajo varias monedas de una bolsita que llevaba atada al chaleco. Se agachó y trató de despertar a la mujer, que entreabrió los párpados, le dijo un par de incoherencias y se volvió hacia el otro lado. A duras penas, él le tomó una mano para depositar en ella las monedas. Entonces se percató de que aquellos dedos largos y poderosos de campesina tártara, al contacto con su peluca, se habían manchado con el polvo de oro. Por esa sola imagen se acordaría de ella en lo adelante. Por esa mano de fuego que iba a reinar sobre sus sueños y fantasmas.