Question dictée par les besoins de l’âme… —respectable question!

(Pregunta dictada por las necesidades del alma, ¡pregunta respetable!).

Johann Kaspar Lavater

Mandó tirar los últimos vestigios del luto, y el traje negro que tanta dicha le proporcionó una noche fue amontonado con el resto de la ropa y regalado a las pordioseras tártaras que mendigaban en los alrededores de la iglesia.

De común acuerdo con su prima Teresa, Antonia hizo un extenso pedido a un conocido establecimiento de Kiev, muy estimado por la calidad de sus telas y brocados. A los pocos días, un carruaje se detuvo frente a la casa del gobernador. En las portezuelas y sobre la capota estaba inscrito un nombre que hizo saltar de gozo a las mujeres: IMPÉRATRICE DE CHINE. Un corpulento lacayo se tiró del pescante y ayudó a bajar a su patrón, que vestía casaca bordada, calzones rojos y botas negras ribeteadas en oro. Antonia y Teresa salieron al encuentro del recién llegado, mientras que el lacayo, ayudado por el cochero y algunos criados de la casa, comenzaba a amontonar en el salón los envoltorios de papel de seda que las dos primas corrieron a abrir desordenadamente. El visitante, que se hacía llamar monsieur Raffí, las ayudaba a desplegar las telas:

—Ni en San Petersburgo, señoras, ni siquiera allá podrían hallar géneros como estos.

Ambas sabían que el hombre mentía. En San Petersburgo había comercios exquisitos, donde podían adquirirse las prendas más exóticas. Pero las complacía escuchar a monsieur Raffí, quien agitaba su pañuelito de muselina y revoloteaba entre la marejada de gorgoranes italianos, brocateles holandeses y seda cruda para coser los trajes de montar.

—Vean este corte que acaba de llegar de China.

Era una pieza de chaúl de un rojo subido, y Antonia la tomó en sus manos, la palpó encantada y se la cruzó en el pecho.

—¿Te has vuelto loca?

La voz de Teresa la sacaba de su encantamiento para advertirle que aquella tela no le parecía adecuada para una joven de su edad. Monsieur Raffí salió en defensa de su mercancía. Las modas cambiaban constantemente y lo que antes, tal vez, era atrevido, ahora era símbolo de distinción. Que se fijaran, si no, en sus dos lunares; que se acercaran y los miraran bien: la effrontée, junto a la nariz, tenía la forma de una estrella, y la friponne, en lo alto de la mejilla, la de un corazoncito. ¿Por cuánto, hace unos meses, un caballero habría considerado colocarse tales monerías? Y en cuanto a las casacas, había grandes novedades que aún se desconocían en Rusia. En París empezaban a recamarlas con lentejuelas y piedras más o menos preciosas. Sin ir más lejos, el rey de Suecia lo había tomado tan a pecho, que pidió que incrustaran brillantes en sus fraques y en la costura de sus medias.

—Valiente ejemplo el que nos pone usted —exclamó Teresa—, no pretenderá que nuestros hombres se vistan como el rey Gustavo…

Monsieur Raffí la miró ofendido. No sabía lo que la señora había querido decir con aquella torcida alusión al conde de Gothlandia, pero «nuestros hombres», como ella los llamaba, no le hacían ascos a la nueva moda. ¿Cómo creía acaso que iba en público el actual Favorito de la Emperatriz, Dimitriev Mamónov?

—Vestido de rojo —se escuchó la voz de Antonia, medio oculta detrás de una escofieta.

—Lo del traje rojo no es más que una metáfora —explicó el comerciante—. Aunque no lo crean, se ha hecho bordar más de sesenta casacas de todos los colores, una de ellas con diamantes de este tamaño, ¿ven?, como garbanzos.

Había juntado los extremos de sus dedos índice y pulgar, y levantó el brazo para que las mujeres asimilaran las dimensiones de la piedra.

—No exagere, monsieur Raffí —refunfuñó Teresa—. Así sólo será el diamante Orlov.

—¿El Orlov? Qué bien se nota que no lo han visto nunca… Es imponente, tan azul que duele. Lo vi una sola vez y me desvanecí en el acto.

Después de formalizar la compra, monsieur Raffí fue invitado a permanecer en la casa hasta el día siguiente. Viazemski se mostró caviloso y huraño durante la cena, y cuando el comerciante habló de venderle una pieza brocada para que le cosieran un chaleco, lo rechazó tan bruscamente que Teresa se sintió en la obligación de desagraviarlo. Entonces le pidió a Antonia que tocara la guitarra para el invitado, un comerciante ocupadísimo, recalcó mirando a su marido, que se había tomado la molestia de venir desde tan lejos, sólo para traer personalmente la mercancía que se le había encargado.

Aprovechó Francisco para dirigirse al visitante. Alabó el tono cobrizo de su tupé y sus bucles, y se refirió a otro renombrado Raffí (¿acaso uno de sus antepasados?), que había sido un importante constructor de flautas traveseras en Lyon. Tal había sido su fama, que dos siglos más tarde aún se escuchaban los versos que se escribieran en su honor: «De moy auras un double chalumeau… Faict de la main de Raffí Lyonnois». No recordaba más, pero fue lo suficiente para entusiasmar al mercader de telas, que expresó su intención de copiar aquellos versos y hasta le prometió a Francisco regalarle unos brandeburgos y una pieza de paño para que se mandara hacer una casaca.

Antonia tocó una o dos canciones. Se sirvieron tortitas de levadura y alforfón con chocolate caliente, y Francisco se ofreció para ir en busca de su flauta y entonar algunas melodías recién compuestas por el músico Haydn, al que acababa de visitar en Hungría, y quien le había obsequiado unas cuantas partituras con la ilusión de que sus notas «flotaran algún día sobre las selvas venezolanas». Regresó a los pocos minutos trayendo consigo el estuche, y todos guardaron silencio, intimidados por la solemnidad con que soltó el resorte y levantó la tapa. Ante los ojos complacidos del príncipe y las dos mujeres, y la mirada atónita de monsieur Raffí, apareció una flauta de madera de boj, con aros de marfil y llave de plata, tan suntuosa y delicada que daban ganas de besarla.

Casi una hora estuvo Francisco deleitándolos con el sonido espléndido de aquel instrumento, comparado con el cual palidecía todo lo que Antonia había escuchado. Para concluir, dedicó a las señoras una canción compuesta por indios de la Amazonia. La pieza resultó ser tan difícil y perturbadora, que se pusieron de pie para escucharla, y hasta Viazemski, hundido en sus preocupaciones, pero no por ello ajeno al influjo de la melodía, mandó abrir una botella de Kümmel. Hacia la medianoche, se retiraron todos a dormir. Teresa y su marido subieron a las habitaciones cuchicheando. Ella, recriminándole su comportamiento con monsieur Raffí, y él justificándose con el argumento de que aquel pajarraco francés —demasiado viejo y gordo para andarse vistiendo de ese modo—, era apenas un sagaz revendedor de zarandajas que se podían conseguir en Kiev, Moscú o San Petersburgo, probablemente mucho más baratas. Antonia, por su parte, acompañó al comerciante hasta la puerta de su alcoba y, de paso, le alabó el perfume que llevaba puesto. Monsieur Raffí le informó de que la fragancia provenía del taller de un tal Baldini, un perfumista que hacía furor en Francia; aún le quedaba una bombona en su equipaje y al día siguiente, antes de irse, podía dejarle un poco en su perfumador. Agitó por última vez el pañuelito de muselina y le hizo un guiño a Antonia:

—Enloquece a los hombres, señora, está probado. —Ella agradeció el ofrecimiento y siguió rumbo a su habitación. Sostenía el candil con una mano y en la otra llevaba la esclavina que se había quitado cuando le dio calor. Sospechaba que afuera había arreciado el frío. Probablemente estuviese nevando. Pero el licor que les ofreció Viazemski, con su intenso regusto a comino, la quemaba por dentro. Además, la había mareado un poco. Podía sostenerse y caminar derecha, pero al deslizarse por aquellos pasillos apenumbrados que olían a piedra antigua y leña mal quemada la sobrecogió una sensación de irrealidad, que al mismo tiempo comenzaba también a deleitarla. Le parecía que flotaba y que la casa entera era como un navío, como un galeón fantástico en el que estaba sola. Recordó, de golpe, el angustiado grito del maestre canario pidiéndole que se salvara, y en medio de las tinieblas alcanzó a ver, una vez más, las cabezas de las gallinas moribundas que aún aleteaban en el agua; la medusa blanca en que se convirtió el cabello de la anciana que flotaba con la cara hundida, y las grandes olas negras de un naufragio que ya no la asustaba más. «Debo de estar ebria», pensó. Se recostó un momento contra la pared, jadeando, y de pronto sintió esa especie de vapor ardiente que le bajaba por la cara. Levantó rápidamente la luz de su candil: frente a ella había un enorme rostro conturbado y unos ojos cenicientos como los de un halcón. Era Francisco.

Él se inclinó y sopló la llama, y la oscuridad se hizo casi absoluta. Antonia sintió entonces la boca, recorriéndola como si fuera un caracol, arrastrando la concha de esa nariz enfebrecida que se deslizaba por sus mejillas, por sus hombros, por su pecho. Francisco susurraba su nombre y ella se percató de que el aliento de sus palabras también olía a comino. «Debo de estar ebria», se repitió en voz alta, y en ese instante él la tumbó en el suelo, buceó impaciente en los volantes del zagalejo, desencintó barreras de linón y rasgó olanes cancerberos. Al cabo de unos minutos, aflojó la presión sobre aquel cuerpo que simulaba estar rendido. Ella no gritó ni profirió quejido alguno. Simplemente clavó las uñas sobre la nuca de Francisco y las dejó correr derechas a la garganta. Él tampoco se quejó: se limitó a sujetarla por los brazos y la besó con fuerza, aguijoneado por la hambruna de esos labios que se escabullían como pescados vivos. Antonia tuvo la sensación de que el galeón desigual que era la casa se balanceaba a su favor. Lo escuchó suspirar penosamente y aprovechó el momento para liberar los brazos, que cruzó en un gesto decisivo sobre la espalda de Francisco. Fue la señal que él esperaba, aunque no por eso dejara de asombrarlo el fuego, la urgente plenitud de esa mujer que se afilaba entre sus manos.

—Mejor vayamos a tu habitación —le sugirió en voz baja.

Se levantaron lentamente, perezosos y torpes, y Antonia echó a caminar sintiendo que las medias le resbalaban hasta los tobillos. Iba tanteando la pared y él la seguía de cerca, arrastrando los pies. Unos pasos más adelante, Antonia sintió ceder bajo su mano aquella puerta cuyo entornado jamás le pareció tan silencioso y dócil. Entraron a la habitación y ella se dirigió al velador de cabecera, en donde había un aguamanil y una luz de noche. Al pasar frente al espejo, se contempló asombrada. Sus cabellos, rizados la víspera, habían salido disparados en todas direcciones, en forma de mechones rígidos. Y más abajo, notó que tenía un pecho cubierto y el otro rebosando, desnudo, sobre el pañuelo del corpiño. «Algo tenía esa bebida», se consoló de nuevo, recordando aquella especie de filtro que le había bajado por la garganta como un dardo. Mientras se desvestía, le pareció ver que Francisco avivaba las llamas de la pequeña estufa colocada al otro lado de la habitación. Ella se metió en la cama y al poco rato lo sintió apartar las colgaduras.

Al día siguiente, cuando entró la criada a despertarla, miró a su lado y comprobó que Francisco ya no estaba.

Era casi mediodía y la mujer lloraba y atropellaba las palabras sin lograr hacerse entender. Antonia saltó de la cama y se enfundó en una bata de lana. Le ardía la cabeza y le aterraba la idea de que el llanto de su criada se debiera a que en la casa ya todos estuvieran al tanto de que había dormido con Francisco. Lo ocurrido aquella noche estaba envuelto en una bruma, evocaba sensaciones húmedas, punzantes, magníficas. La única imagen viva, sin embargo, era su imagen del espejo, con la cabeza de Gorgona y la mirada oscura de su pezón al descubierto.

Apenas salió al pasillo vio a su prima, que sollozaba de cara a la pared. Y casi de inmediato divisó a Viazemski, que hablaba con el lacayo de monsieur Raffí. Nada más verla llegar, Teresa la abrazó y se lo susurró al oído: durante la noche, el comerciante de telas había muerto. Por la mañana, viendo que su patrón no bajaba a desayunar, el lacayo había subido a despertarlo. Se lo encontró rígido, con una mano agarrotada sobre el cuello y la otra estirada sobre el velador, de donde derribó un sillico en el que había intentado vomitar.

Antonia se apartó de su prima y corrió a la habitación de Raffí. Miró el voluminoso cuerpo del francés tendido sobre el centro de la cama. Ya le habían entrelazado las manos sobre el pecho, pero parecía un muñeco, la boca aún entreabierta, los ojos silenciosos, no había más muerte que ese silencio blanco. Cuando se inclinó sobre la cama, olfateó el último recuerdo del perfume, un aroma risueño mezclado con el hedor de los humores en retirada. Entonces sintió una enorme compasión por aquel hombre, se persignó y a él también le hizo la señal de la cruz sobre la frente. Salió de nuevo al pasillo y vio a Francisco, recién llegado de la calle, que hablaba con Viazemski y se enteraba de lo que había ocurrido. Teresa le preguntó si acaso no había escuchado nada durante la noche: su habitación y la de Raffí estaban separadas apenas por un tabique, y era evidente que el comerciante había tratado de pedir ayuda. Francisco explicó que había caído rendido, probablemente debido al Kümmel que tomó durante la velada, y que por tal razón no se percató de ningún ruido extraño. Dicho esto, se dio la vuelta para saludar a Antonia, ella le hizo un gesto vago con la cabeza y corrió a abrazarse a su prima. En breve, les informó Viazemski, traerían un féretro para llevarse el cadáver. Cochero y lacayo lo trasladarían a Kiev y en aquella ciudad sus deudos se encargarían de darle sepultura. Un médico adscrito al regimiento de la fortaleza certificaría la causa de la muerte, y en cuanto al costo de la mercancía, las señoras tenían dos alternativas: o devolverla junto con el difunto, o comunicarse con otro representante de la tienda en Kiev. Antonia y Teresa, aún sollozantes y abrazadas, se dieron la vuelta: de devolverla, nada. Ya se las arreglarían ellas con los representantes de Empératrice de Chine.

Se hicieron a un lado en el pasillo para abrir paso a dos hombres que se acercaban con la enorme caja de pino reforzado.

—Ya me sospechaba anoche que esto no terminaría muy bien —concluyó Viazemski, mostrando a los recién llegados el camino hacia el cadáver.

Durante dos días, en la casa se guardó un recogimiento tácito: no se habló en voz alta, ni se hizo música, ni se escucharon risas. Al cabo de ese tiempo se volvieron a sacar las telas, que fueron de nuevo sacudidas, olfateadas, cruzadas sobre el cuello para ver el efecto en la piel. La modista rusa de Teresa pasaba la mayor parte del día en el salón de las costuras, cortando vestidos y enaguas, forrando polisones y combinando sedas. El príncipe Viazemski, cada vez más encerrado en su gabinete, era el único que parecía ajeno a la revolución que recorría aquella casa. Sin embargo, fue el primero en confrontar a Antonia. Tropezaron una tarde en la escalera y ella, que venía con las manos repletas de borlas y cintas, le dirigió una sonrisa radiante. Viazemski la detuvo. Desde hacía días quería hablarle, pero prefería que lo hicieran a solas. Antonia tragó en seco: si él quería, podían hacerlo en ese mismo instante. Lo siguió muerta de miedo, las manos le temblaban y fue dejando a lo largo del salón una estela de abalorios que culminó en las puertas del aposento privado de Viazemski.

Él comenzó con suavidad. Se acordaría de que, al principio, cuando llegó a Cherson, su prima había prometido casarla con un príncipe ruso. Los rusos solían ser buenos maridos, al menos era lo que él pensaba. Hizo una pausa y Antonia intentó una sonrisa, pero sintió que los labios le temblaban. Ahora venía lo peor: Viazemski se puso de pie, tamborileó con los dedos sobre unas carpetas y miró a Antonia con una expresión más severa. Francisco de Miranda no era príncipe ni ruso. Ni siquiera era conde. El título se lo había fabricado el cónsul ruso de Constantinopla para que pudiera entrar en el país. Se trataba de un hombre que estaba de paso por aquellas tierras con unos fines que ni siquiera él, con ser su anfitrión, tenía muy claros. Por encima de las mujeres y de los amigos, de la tranquilidad de un hogar y una familia, Francisco de Miranda anteponía ese asunto de la independencia. Hizo otra pausa, aprovechó para encender un cigarro y luego se acercó a Antonia y le tomó una mano: tal vez ella lo consideraba amable y divertido, y en verdad lo era. Pero en el fondo, Miranda había llegado hasta Cherson con un propósito mucho más serio de lo que nadie imaginaba. Y si aún permanecía allí, si se le brindaba la hospitalidad de aquella casa, era porque todos sabían que esperaba la llegada de Potemkin, y muy probablemente a Potemkin también le interesaba verlo.

Antonia bajó la cabeza y se encogió en sí misma. Las sienes le latían, y una angustia y una vergüenza hasta entonces desconocidas le encendían la cara. No pronunció palabra y Viazemski le oprimió la mano que aún conservaba entre la suya: le acababa de revelar detalles confidenciales que ignoraban incluso sus edecanes; detalles que desconocía su propia esposa. Pero confiaba en Antonia y a la vez quería evitarle que se llevara un desengaño.

Un silencio lastimoso se produjo entonces. Antonia retiró su mano y se puso a recoger las borlas que habían rodado por el suelo.

—Déjalas —dijo Viazemski—, ya alguien vendrá a recogerlas.

Salió del gabinete dando tumbos, arrastrando los pies, mirando sin ver las mismas cosas que un momento atrás le parecían tan hermosas. Atravesó el salón y al llegar a la escalera se encontró con su prima, que se quedó observando alternativamente el reguero de perifollos y los ojos nublados de Antonia. Pero no dijo nada. Se cruzaron en silencio y cada cual siguió su camino. Teresa hacia la habitación de la modista, y Antonia a la suya, a sollozar mordiendo el cobertor.

Esa noche, después de la cena, hicieron la partida y tomaron café en el saloncito. El eterno invitado que era el viejo general Tekely apuraba grandes tazas de té con aguardiente y cuchicheaba en el oído de Viazemski. Antonia se mantenía absorta y contestaba con monosílabos a las preguntas de Francisco. Teresa trató en vano de animar la reunión, hasta que se cansó de hablar de sus primeros días en Cherson y anunció simplemente que se iba a la cama. Antonia también se refugió en su alcoba y se acostó enseguida, pero permaneció más de una hora con los ojos fijos en la puerta, temblando y aguardando a los toquecitos mágicos que hasta ese entonces, cada noche, le anunciaban la visita de Francisco. Al final se dio la vuelta en la cama y miró de reojo la estufa en un extremo de la habitación. Cuando él llegara, seguramente removería la lumbre y luego se lanzaría a la cama fingiendo que se había quemado. Como parte del ritual, ella tendría que besarle el rostro, las orejas heladas y, por último, lamer los dedos falsamente escaldados.

Se despertó tiritando, alarmada por unos estampidos de guerra y un ruido de coches que pasaban cerca. No tenía idea de la hora que era, pero intuía que de un momento a otro iba a amanecer. Miró a su lado y comprendió que Francisco no había venido en toda la noche. Se levantó muerta de frío y se acercó a la ventana: abajo estaba oscuro y era evidente que había nevado, pero a la luz de las antorchas vio las siluetas de los hombres, todavía torpes y amodorrados, que pasaban corriendo frente a la casa. Se envolvió en una pelliza y salió al pasillo justo a tiempo para ver que Viazemski se precipitaba escaleras abajo, abrochándose la casaca. Le preguntó qué era lo que pasaba, pero él no la oyó o no quiso detenerse. Antonia volvió a su habitación y notó que la lumbre de la estufa languidecía. Se inclinó para remover las brasas y verter más carbón, y luego se acercó a la ventana y abrió una rendija. Un navajazo de aire helado le cruzó el rostro, y ella se dirigió al criado que salía en ese momento con un balde de agua caliente para tirar en las patas de los caballos.

—Espere, ¿adónde van todos?

El hombre le respondió algunas palabras que ella no logró entender por causa de los cañonazos. En ese instante, una corriente de aires cruzados levantó las puntas de su bata y la hizo apartarse de la ventana. Miró hacia atrás, hacia la puerta abierta, y vio a Francisco en el umbral, envuelto en la pelliza a cuadros que le había visto desde el primer día; llevando en la mano una lámpara que le alumbraba desde abajo el rostro.

—No sé qué está pasando ahí afuera —gritó ella.

Él movió la cabeza lentamente y la hojarasca de las sombras le hinchó la frente y le enterró los ojos.

—Es Potemkin, Antonia. Potemkin, que está a las puertas de la ciudad.