Ne dévances jamais ton bon ange…
(No te adelantes nunca a tu buen ángel).
Johann Kaspar Lavater
Pedro de Macanaz agitó la salvadera sobre las líneas recién escritas y dejó que los polvos secaran el exceso de tinta. Luego colocó la hoja bajo la luz de una lámpara y la observó, primero, en su conjunto: los márgenes cuidados, la letra espesa y uniforme, las mayúsculas floridas, como se las enseñaran a trazar los jesuitas. Examinó cada palabra y leyó el texto con delectación:
«Señor Don Francisco de Miranda.
»Muy señor mío,
»Enterado de que Vm. se ha presentado en esta corte con el título de conde de Miranda, al servicio del Rey, mi amo, en el grado de teniente coronel, me es indispensable el exigir a Vm. la patente o instrumento que lo acredite, previniéndole de que, de no hacerlo así, procederé contra Vm. a fin de que no haga uso de dicho uniforme».
Directa, enérgica, concisa. Todavía la mandaría a copiar otras tres veces; dos de esas copias se enviarían a España y la tercera se quedaría en sus archivos. Volvió a leerla. Ya era capaz de recitarla de memoria.
No tenía la menor idea de cuál era el aspecto que tenía Miranda. Joven, sí, debía de serlo: treinta o treinta y cinco años. Moreno de piel, como que el padre era un canario medio guanche. Y arrogante, con toda certeza. Uno de esos criollos con aire de perdonavidas, que siempre se las arreglan para salir con bien de sus andadas. Enredador, mujeriego, mentiroso empedernido. Ni conde ni coronel: capitán degradado del ejército español, condenado encima de eso como a diez años de prisión. Esa era la perla caraqueña que los aristócratas de Cherson estaban recibiendo en sus casas, permitiéndole que se codeara con sus mujeres y sus hijas. Un bandolero impenitente, un vividor que si a esas horas no se estaba pudriendo en una cárcel de África era sólo porque el general Cajigal, criollo también al fin y al cabo, lo había estado protegiendo y ocultando.
Macanaz rebuscó en el cartapacio verde sobre su escritorio. Sacó la nota amarillenta de un ejemplar del Morning Chronicle que guardaba desde el año anterior.
«Nos consta a ciencia cierta que actualmente se encuentra en Londres un notable hispanoamericano, hombre que goza de la confianza de sus conciudadanos, que tiene el propósito de conquistar para sí la gloria de ser libertador de su tierra natal. Es un hombre de ideas excelsas y hondos conocimientos, domina lenguas antiguas y contemporáneas, erudito y con una gran experiencia de la vida. Ha dedicado muchos años al estudio de los problemas políticos…».
Negó con la cabeza y resopló el aliento del caldo de gazapos que había almorzado una hora antes. A contrabandear, se dijo entre dientes, a eso se dedicaba el tal Miranda; a defraudar al gobierno español haciendo tratos ilegales con los aventureros ingleses de la Jamaica; a pasarle información confidencial al enemigo, como cuando le mostró al general Campbell las defensas de la fortaleza del Príncipe, en La Habana.
«Este caballero, luego de recorrer todas las provincias de Norteamérica, ha llegado a Inglaterra, que considera patria de la libertad y escuela de ciencias políticas… Nosotros rendimos homenaje a su talento, respetamos sus méritos y cordialmente le deseamos éxito en su empresa, la más noble a la que puede consagrarse un hombre: colmar a millones de conciudadanos suyos con el bien de la libertad».
Una criada entró para anunciar que había llegado el caballero que estaba esperando. Macanaz dijo que lo hiciera pasar, y a poco se abrió la puerta y apareció un hombre de aspecto suave, con la peluca gris muy empolvada y la levita roja ribeteada en oro. Se saludaron y el recién llegado se acomodó en una butaca, apretando entre las manos un portafolio de piel oscura y aromática.
Durante varios minutos estuvieron revisando sus respectivos papeles sin cruzarse una sola palabra, luego Macanaz le extendió el recorte del Morning Chronicle, junto con la carta que acababa de escribir y un documento confidencial remitido desde Madrid. El hombre lo examinaba todo en silencio, moviendo apenas la cabeza y deteniéndose de vez en cuando para releer algún pasaje. Al cabo de un rato, le extendió sus propias notas a Macanaz, quien las leyó con evidente esfuerzo. La vista le había estado fallando durante los últimos meses, pero de unos días a esta parte se le hacía casi imposible desentrañar la maraña de abreviaturas, rabos y borrones de los escritos oficiales. En resumen: necesitaba unos buenos cristales.
—Yo en su lugar —dijo el hombre, mirándolo a los ojos—, no le enviaría esa carta a Miranda.
Macanaz sintió una oleada de vergüenza. La satisfacción que había experimentado escribiendo aquellas líneas, la diligencia con que proyectaba su envío, mediante un correo especial a Cherson, habían quedado truncas. ¿Por qué no debía mandarla? ¿Por qué no exigirle a ese delincuente que mostrara las credenciales que no tenía y así desenmascararlo de una vez por todas delante de los rusos?
El hombre dejó a un lado su portafolio y se inclinó sobre el escritorio:
—Por una razón muy sencilla —le espetó irónicamente a Macanaz—, para no ponerlo sobre aviso.
Ni Miranda, ni sus amigos rusos, ni nadie en San Petersburgo ni en Cherson debía conocer ese trasiego de informes y mensajes. El plan ya estaba en marcha y cualquier indiscreción, cualquier palabra inoportuna, cuanto más una carta en esos términos, podía arruinarlo todo. Además, añadió con sorna, no había que ser ingenuo. A los rusos les daba igual que Miranda en vez de conde fuera palafrenero. Lo que les importaba era tener a buen resguardo aquella ficha que podían jugarse en cualquier momento contra España. Miranda se quedaría en Cherson, esperando allí la llegada de Potemkin. Era en Cherson donde debían atajarlo.
Macanaz llamó a la criada y le ordenó que les trajera del licor que le acababa de llegar de España. A la oleada de vergüenza había seguido un estremecimiento de cólera. Cólera contra aquel hombre que lo llamaba ingenuo; contra una cacería que poco a poco se le estaba yendo de las manos y en la que participaba cada vez más gente, con la que luego, lógicamente, habría que compartir laureles.
—Es caña de hierbas —dijo extendiéndole un vaso al visitante—, caña pura de Galicia.
Trataba de disimular su ira y la incomodidad que le causaba la presencia de aquel intruso. Un oscuro asistente del ministro madrileño en Estocolmo. Un diplomático de segundo rango, o ni siquiera eso.
—Tiene un regusto a anís —observó el hombre.
Macanaz asintió y saboreó la bebida mientras iba midiendo sus próximos pasos. Lo que nadie podría arrebatarle —ni siquiera este hombre de apariencia blanda, pero que de seguro tenía más garra que vergüenza— era el privilegio de acompañar él mismo al prisionero en el viaje que lo devolvería a España. Sirvió una nueva ronda de aguardiente y se dispuso a detallar al visitante las últimas noticias comunicadas por el señor Fabré, su informante en Cherson. A Miranda, dijo entonces, se le había visto por las calles de aquella plaza paseando con una muchacha española, prima de la princesa Viazemski, en cuya casa se estaba hospedando. En lo que concernía al príncipe, había que descartar cualquier ayuda. Pero su mujer era sobrina del conde Alejandro O’Reilly, y esa primita de su mujer, sobre la que Miranda había caído cual ave de rapiña, era la hija de un español cabal, un acaudalado comerciante de La Habana, más fiel a la Corona que a su propia vida.
Mientras Macanaz hablaba, el hombre extrajo pluma y papel del portafolio y, utilizando el tintero que estaba sobre la mesa, comenzó a tomar nota. Ya sabía que Teresa Viazemski era española. Pero desconocía la existencia de aquella otra mujer que, al parecer, había hecho buenas migas con Miranda.
—De Salis —reveló Macanaz—. Se llama Antonia de Salis.
Según le habían contado, no era lo que se decía una belleza, pero tenía el frescor de sus poquitos años —y al decir esto, se pasó la punta de la lengua entre los labios— y la picardía de las andaluzas. Había visto morir a la madre en un naufragio, del que ella misma había salido muy maltrecha, y el padre la había mandado a Rusia para que se repusiera de la pena que le produjo aquel suceso. No sabía el pobre viejo, tan lejos, allá en Cuba, con qué malas compañías se estaba confortando aquella niña. Ni siquiera el recio conde O’Reilly podía sospechar que en la casa de su propia sobrina, Teresa Viazemski, se estaba alojando el traidor que se le atravesara ya una vez, con su insolencia y zorrería, en la ciudad de Cádiz.
El hombre recogió los papeles y encargó a Macanaz que le concertara una cita urgente con su informante en Cherson.
—Lo siento —respondió Macanaz—. Fabré acaba de salir de la ciudad.
—Haga que vuelva —insistió el otro con dureza.
Macanaz tragó en seco. Comprendió que aquel hombre no le iba a dar tregua: ya le había advertido que planeaba quedarse en San Petersburgo, dándole los toques finales a un proyecto que consideraba bastante seguro. De ahora en adelante, ni una frase, ni un solo comentario sobre Miranda. La llegada de Potemkin a Cherson era inminente y había que aprovechar su presencia en esa plaza para asestar el golpe. Le demostrarían a la Emperatriz que a los españoles no les importaba actuar en las propias narices de su Favorito, si de eso dependía la tranquilidad de la corte y el buen nombre de la justicia.
—Recuerde que ese tuerto ya no es precisamente el Favorito —recalcó Macanaz.
—Potemkin siempre será el Favorito —sentenció el hombre, paladeando las palabras como si fueran confituras.
Habían abusado de la caña de hierbas y Macanaz tenía un destello acuoso en la mirada. Pero el otro estaba peor. Las pupilas le chispeaban como gemas, y cuando al fin se levantó para marcharse, dio un breve giro sobre sí mismo y se detuvo para tomar aliento. Macanaz lo observó de arriba abajo, contento de verlo vulnerable, y le dirigió una última frase:
—En estos meses, con estos fríos tan húmedos, hay que echarle leña al fuego de vez en cuando.
—Ya sabe dónde me alojo —repuso el otro—. Avíseme cuando tenga lista la reunión.
Macanaz lo acompañó hasta el salón y allí esperó a que la criada le devolviera capa y tricornio. Luego lo vio partir con cierto desconsuelo. Había considerado el asunto de Miranda como cosa suya, y ahora, que desde Madrid le imponían un colaborador en la gestión de apresarlo, sentía como si le estuvieran arrebatando algo que ya se había ganado. Por supuesto que mandaría un correo urgente con la encomienda de traer a Fabré. Pero transcurrirían muchos días antes de que su informante regresara. Le daba, pues, bastante tiempo para elaborar él también algún proyecto que pudiera competir con el de aquel advenedizo. Y para ello contrataría los servicios de un hombre famoso en San Petersburgo por su habilidad para el clandestinaje, y por la pulcritud con la que remataba sus trabajos. Ordenó a la criada que previniera al cochero, tenían que salir de inmediato.
Unos minutos después se arrellanaba en el interior del coche y descorría la cortinita de terciopelo negro para disfrutar tranquilamente del paisaje. Hacía días que no nevaba, pero una fina capa de hielo se cuajaba ya en la superficie del Moika, y las primeras palomas muertas de la temporada eran barridas por los criados a las puertas de los palacios. Bajo los calces del cupé, pronto empezó a crujir la multitud de astillas, piedrecitas y esquirlas de yeso que auguraban la cercanía del Ermitage. Porque lo del Ermitage, se dijo, era como el cuento de nunca acabar. Cientos de soldados se afanaban sobre las mezclas, repechaban las paredes o empujaban carretillas repletas de ladrillo y argamasa; los más fornidos trabajaban en pareja, alzando los capachos llenos a reventar, o transportando las enormes planchas de mármol italiano, los bloques de jaspe verde de Altái y los nobles peñones de aquel fulgurante cuarzo rosado que extraían de los Urales. Por todas partes, cuadrillas de peones paleaban el ripio y amontonaban vigas y tablones de castaño, mientras los artesanos, venidos de todas las ciudades, improvisaban sus talleres en barracas y escogían a los aprendices, cada vez más numerosos, de entre los mismos miembros de aquellas huestes desaforadas que, en tanto no tuvieran otra guerra, se contentaban con aprender el arte fatigoso de la imbricación, o los secretos y riesgos de una buena encostradura.
El cochero se bajó para admirar junto a su amo el magnífico espectáculo de una ciudad que maduraba en orden. Ambos, a un tiempo, fijaron la vista en un hombre desmelenado y con ojos de loco, que se cubría la mitad de la cara con un pañuelo y gritaba las órdenes en italiano, gesticulando como simio frente a los capataces. Giacomo Quarenghi, en pleno delirio, trepaba por la ramazón de los andamios, resbalaba y recuperaba a último momento el equilibrio, blasfemaba y se mesaba los cabellos, encanecidos por la cal, y finalmente, apoyado contra el intercolumnio, denunciaba a voz en cuello la imperfección de una voluta que alguien debía remodelar sin más demora, so pena de recibir «una veintena de palos y una buena patada por el culo».
Macanaz ya había coincidido con Quarenghi durante una visita de cortesía que los diplomáticos borbónicos giraran al Palacio de Mármol. Allí, en el Gran Salón de los Recibimientos, rodeado por los bajorrelieves de madera flamencos y los bustos de los hermanos Orlov, el italiano había preferido tumbarse en el suelo y examinar, por enésima vez desde esa perspectiva, los frescos del techo y los perfiles del artesonado, de modo que nadie se atrevió a interrumpirlo, siquiera para presentarle a los recién llegados. En aquella ocasión llevaba atado al cuello el mismo pañuelo a cuadros con que ahora se tapaba la boca, y aunque vestía ropas limpias, de su cuerpo emanaba un olor intenso a pintura y masillas.
Macanaz hizo una seña al cochero, que enseguida subió al pescante. Desde la ventanilla contempló la figura ágil de Quarenghi, que bajaba enmascarado del andamio, y se le figuró que más que de arquitecto real, tenía el aspecto de un bandolero, asaltante de caminos, al que de un momento a otro habrían de cercenarle la nariz. Sonrió y ordenó al cochero que siguiera adelante. El frío arreciaba y los nubarrones auguraban nieve para esa misma tarde. Atravesaron el puente sobre el Nevá, que había tomado ese color lechoso previo a la congelación, y a los pocos minutos divisaron la imponente fachada del Kunstkammer. Casi de inmediato, sintió que el coche se detenía de nuevo y asomó la cabeza: dos carretones tirados por mulas interrumpían el paso, y, afanados a su alrededor, varios hombres movían jaulas y cajones que iban amontonando a un lado del camino.
Un anciano de cabellos cochambrosos, con una barba que le llegaba a la cintura, pedía disculpas y rogaba al cochero que no se impacientara. El cargamento en cuestión, del que salían rebramos y gruñidos, había sido rodeado por un grupo de curiosos. Macanaz, con un pie en el estribo, se lamentó de la demora, y el cochero, arriba, hizo un gesto de impotencia. Pero el murmullo de asombro que partía del gentío picó la curiosidad de ambos, y terminaron también por acercarse. Poco a poco se les fue develando aquel misterio que, como al resto de los transeúntes, los dejó boquiabiertos. Detrás de los barrotes, acezantes y entumecidos, había montones de animales, pájaros y monos en su mayoría, que miraban el paisaje con los ojos congelados de terror. En las agujereadas cajas de madera, semejantes a féretros, se escuchaban trasiegos y silbidos, y uno de los ayudantes del viejo de las barbas les informó de que en ellos transportaban serpientes y lagartos. Grandes frascos de cristal, con los cadáveres de moluscos y peces que no soportaron la travesía, fueron colocados de mayor a menor junto a las jaulas.
Cuando por fin pudieron continuar su camino, el cochero transmitió a Macanaz los comentarios que había oído a los lacayos: aquellos animales iban a enriquecer la colección del Museo de Historia Natural; allí los sacrificaban y disecaban, y se determinaba si los que habían llegado muertos aún podían aprovecharse para ser exhibidos. Había comerciantes que preferían traerlos ya disecados de sus países de origen, pero ese sistema se había prestado, en más de una ocasión, al fraude. El viejo de las barbas, que era un famoso explorador judío, acostumbraba traerlos vivos y entregarlos personalmente al encargado de la sala. Los que ya estaban repetidos eran sacrificados y disecados de todas formas, pues a la Emperatriz le gustaba donarlos al gabinete privado de algún aristócrata interesado en la historia natural.
De nuevo reinstalado en el coche, Macanaz vio cómo trasladaban el cargamento, jaula tras jaula, al interior del edificio. Divisó a lo lejos un aleteo encarnado que se evadió de pronto entre el azoro y la algazara de la concurrencia, y comprendió que aquel ave que un minuto antes parecía agonizar detrás de los barrotes, había realizado el último intento, por demás inútil, de buscar sobre la marejada endurecida del Nevá la borboteante calidez de los manglares de donde había salido.
Si no hubiera sido por la cruel tenacidad de sus sabañones, que se resistían a todos los remedios hasta tanto no pasara el invierno, y por la desconfianza general que le inspiraban los rusos, a Macanaz no le hubiera importado quedarse en San Petersburgo. Después de todo, iba a ser interesante averiguar hasta qué extremos llegaría la Emperatriz en su delirio de grandeza, pidiendo a diplomáticos, parientes y viajeros que saquearan cada rincón del mundo para ponerlo a su disposición. Ahora mismo, sin ir más lejos, su querido «padrecito». Potemkin gastaba millones de rublos construyendo puentes, palacios y jardines a lo largo del camino que ella debía atravesar para llegar a Crimea. El «pichoncito adorado», como solía llamarlo Catalina, entretenía sus días organizando mercados y haciendo levantar suntuosas tribunas en aquellos puntos donde la comitiva planeaba detenerse.
A un costo escandaloso, se edificaban veinticinco casas de lujo en las ciudades favorecidas por la visita de la Emperatriz, de modo que no faltara comodidad a su séquito. Como sorpresa adicional, planeaban estrenar un exquisito servicio de mesa en cada comida, con la intención de regalarlo apenas se vaciaran los platos. Macanaz no pudo esquivar el ácido repunte de la envidia: ¿quién le aseguraba que ese villano de Miranda no iba a salir recompensado con una de aquellas magníficas vajillas, o con media docena de vasos de cristal morado, taraceados con piedras preciosas, como los que solían desplegar sobre sus mesas los aristócratas de Malorrusia?
Habían dejado atrás la ciudad y corrían rumbo a las afueras, siguiendo las riberas del Nevá. Macanaz contempló los alrededores tristes y solitarios de la manufactura imperial de porcelana, que contrastaban con el hormigueante desenfreno que había observado pocas verstas atrás, en las inmediaciones de la fábrica de ladrillos. Pasó bastante rato antes de que divisara el promontorio y la casa maciza que lo coronaba; la terraza sinuosa sobre el río y los balcones del belvedere: allí vio la delgada silueta del hombre con quien iba a reunirse. El coche se detuvo y él descendió sobre la resbaladiza hojarasca que bordeaba el camino; echó a andar lentamente hacia la puerta principal de la vivienda y una criada tomó de sus manos la capa y el sombrero. En el ínterin, el hombre que estaba en el balcón bajó al vestíbulo, estrechó la mano del recién llegado y lo invitó a pasar a un saloncito tibio, adonde les llevaron un café muy fuerte, perfumado con cardamomo del Bósforo y unas gotas de azahar. En ese saloncito, el único en la casa decorado al gusto turco, había cojines tirados por el suelo y otomanas forradas de terciopelo púrpura. A Macanaz aquel lugar le recordó el malogrado Templo de Salud del señor Graham —¡y cuán pagano había sido él en ese templo!—, los exóticos apartamentos londinenses en los que, previo pago de seis guineas, aplicaban breves azotainas estimulantes.
La misma criada que lo recibió en la puerta regresó a la habitación para preparar sendos narguiles. Su patrón la atajó con un gesto:
—Recuerde que el señor Macanaz prefiere el rapé.
Llenaron de nuevo las tazas y el visitante entró en materia. Primero hizo un recuento minucioso de los últimos sucesos relacionados con Miranda, los hallazgos de su confidente en Cherson y la importancia que tenía para su gobierno atrapar con vida al venezolano. Le había estado dando vueltas a un plan que podía resultar muy provechoso si se llevaba a cabo con discreción. Pero necesitaba la ayuda de un experto para atar uno por uno todos los cabos sueltos, poder actuar antes que nadie y sorprender no sólo a Miranda, sino también a un gazmoño entremetido que le habían impuesto desde Suecia.
Mientras escuchaba a Macanaz, el hombre lanzaba unas bocanadas redondas y límpidas, sin interrumpir para nada el relato. Al cabo de una hora, se levantó de la otomana y se dirigió a una mesita triangular, de donde tomó pluma y una hoja de papel.
—Ahora, don Pedro, repítame el nombre de esa muchacha.