Celui qui ne voit pas de certaines choses dans le premier moment, ne les verra pas davantage.
(Aquel que no ve ciertas cosas en un primer momento, no las verá mejor).
Johann Kaspar Lavater
No tenía intención de asistir a aquella fiesta, pero Potemkin le sugirió que aceptara la invitación de las hermanas Naritchkin y acudiera con ellas al palacete blanco que se alzaba en medio de la Línea Inglesa.
Desde sus primeros días en San Petersburgo, Antonia se acostumbró a frecuentar esa alameda lánguida con olor a musgo, que se llenaba de viandantes durante las noches blancas del solsticio. En la Línea se paseaba, se hacía tertulia, se tomaba helado, se cerraban negocios y se concertaban citas. Allí fue presentada a tanta gente, que le era difícil recordar todos los nombres, pero siempre hallaba un rostro familiar; una anciana que la saludaba al paso; o algún muchacho de su edad con el que tarde o temprano volvía a coincidir, casi siempre en los jardines del Campo de Marte.
La casa del príncipe De Ligne quedaba en un alto, despejada y en apariencia inhóspita, y no había vez que ella pasara por allí que no se detuviera a contemplar los basiliscos tallados sobre el portalón; la extraña luz que rebotaba contra los cenadores del jardín, y el misterio de los seis galgos vivos, que retozaban en silencio absoluto, como si fueran los espíritus de galgos muertos. Aquella noche, por primera vez, entró a la casa y la recorrió a sus anchas, pasando de un salón al otro con la impunidad que le brindaba aquella muchedumbre que parecía tener un solo tema de conversación: el reciente viaje de Su Majestad Imperial a las provincias del sur. En cuestión de minutos, y dependiendo del corrillo al que se acercara, Antonia escuchó que ubicaban a Potemkin en cuatro ciudades diferentes, ninguna de ellas San Petersburgo, y se preguntó cómo era posible que bajo los disfraces que habitualmente usaba para llevarla a los Jardines de Verano, nadie reconociera su paso de oso herido ni su carota triturada. Descubrió, de pronto, en uno de esos grupos, a la condesa de Sievers, que casualmente pronunciaba el nombre de Potemkin. Se le acercó por detrás y se fijó en su nuca maquillada, la percudida sabanilla del tocado y las manchitas imbatibles de los hombros: estaba envejeciendo rápido, seguramente mal.
—Potemkin desapareció en Kharkov —afirmó el hombre que estaba a su lado—. Ya se veía muy cansado.
La condesa hizo un mohín de desconsuelo y Antonia se alejó sin rumbo fijo, allegándose al salón de juegos, donde las mesas estaban atestadas por invitados que, entre una apuesta y otra, se contaban chistes de nueva factura, casi todos a costa del rey de Polonia. Hacía calor y el abejeo de las voces se mezclaba con la música, y con aquel ruido indisoluble y basto de las monedas que se amontonaban sobre los tapetes.
—Cuidado con aficionarse al juego —oyó decir a sus espaldas—. Mire que aquí se han perdido fortunas.
No tuvo que volver el rostro para reconocer al dueño de esa voz. Pablo Grigulévich la saludó con una breve inclinación de la cabeza y sólo entonces Antonia se atrevió a mirar esas pupilas resbalosas, que no perdían oportunidad de zambullirse en el blanco líquido del ojo.
—Don Pedro de Macanaz se encuentra aquí esta noche —le dijo sin rodeos—. Me gustaría presentárselo.
Antonia lo estuvo meditando unos segundos, luego aceptó y salieron juntos del salón de juegos. De vez en cuando, Grigulévich se empinaba y oteaba por encima de la concurrencia, hasta que al fin dio con lo que buscaba, apretó el paso y se detuvo frente a un hombre que era menos viejo de lo que Antonia había imaginado. Pedro de Macanaz llevaba una peluca de color marrón y una casaca pasada de moda, tan larga como las más antiguas, con acantos bordados en los puños y doble fila de botones, y despedía un olor metálico que se mezclaba inexplicablemente con el otro aroma, que era un perfume fuerte de lavanda.
Pablo Grigulévich los presentó sin demasiada ceremonia, hubo una rápida alusión a su padre, Juan de Salis, y Antonia cayó en la cuenta de que en verdad hacía varios meses que no pensaba ni en él ni en Cuba. Sólo le había escrito para avisarle que dejaba Cherson, y la estremeció la idea de que pudiera morir sin que ella se enterara. Volvió a la realidad cuando escuchó que Macanaz le celebraba el broche que llevaba prendido en el corpiño. Lo hizo clavándole los ojos, como una víbora que clava sus colmillos huecos.
—Es un regalo de mi prima —recalcó ofendida—. Queden con Dios.
Se alejó rápidamente, pretextando que iba al encuentro de las hermanas Naritchkin. Poco antes, mientras caminaban en busca de Macanaz, Grigulévich se lo había soplado: Francisco de Miranda ya estaba en San Petersburgo. Y ella asumió aquel hecho como una prueba irreal, como un trueque de rarísima virtud. Había hecho mal en acudir a aquella fiesta. Ya nada la distraía lo suficiente, nada la entusiasmaba demasiado como para arrancarla de la casa junto al río. Pensó en escabullirse cuanto antes, sin que se dieran cuenta las hermanas Naritchkin, ni el tal Macanaz, ni mucho menos Grigulévich. Potemkin salía de viaje al día siguiente, pero le había prometido regresar en poco más de un mes, a tiempo para emprender con ella un viaje por el Báltico, que sin duda se extendería más allá, sobre el lugar fantástico y poblado de corrientes engañosas que se decía que eran los fiordos.
Avanzó sin detenerse hasta el umbral del portalón, y desde allí miró hacia atrás para llevarse un último espejismo: los basiliscos y la medianoche; la luz de nata y los galgos ausentes. Giró embriagada y reparó, de pronto, en los dos hombres que se acercaban riendo. Miró primero el rostro de un militar de edad, que se inclinó en el acto musitando un saludo, y luego vio otro rostro austero, sin polvos ni lunares, con el cabello al natural, recogido firmemente tras la nuca. Él ni siquiera la llamó por su nombre, ni dio más muestras de sorpresa o reconocimiento, que una simple inclinación de la cabeza. Antonia, por su parte, sintió un golpe de sangre en las mejillas y una opresión fugaz en la garganta. Eso fue todo. Siguió de largo y subió al coche, y desde allí alcanzó a mirar la silueta un poco más fornida de Francisco, que se adentraba en los colores de la fiesta.
Fue derecha a la casa de Potemkin y, a diferencia de otras noches, no lo halló revisando mapas ni reunido con los pocos oficiales que conocían su paradero. Lo encontró solo, tumbado sobre una vieja otomana, tratando de descorchar una botella. Ni siquiera levantó la vista cuando la sintió llegar.
—No me la ha devuelto —murmuró entre dientes—. Mamónov se lo tiene prohibido.
Antonia se acercó, le quitó la botella de las manos y terminó de descorcharla ella misma.
—¿Qué es lo que no te han devuelto, Grisha?
—La dragona. Catalina no tenía ninguna aquella noche.
Ella se sentó a su lado y sacó un pañuelo, suavemente se lo fue pasando por el rostro.
—Llegó con Orlov y dijo que su marido iba a matarla. Entonces me acerqué y le entregué mi dragona, me la arranqué de cuajo, como si me arrancara el corazón.
Extendió el brazo con tanta violencia, que derribó una fila de botellas colocadas junto a la otomana. Con el mismo pañuelo perfumado, Antonia le limpió la nariz y le secó la barbilla, en la que aún quedaban partículas del arenque que acababa de devorar.
—Eso fue hace muchos años —consoló despacito a Potemkin—, y tu dragona no podía servirle a Catalina. Piensa que en aquel momento ella era coronel, y tú sólo un teniente.
Potemkin la miró aturdido, de pronto pareció reconocerla y hubo un destello de lucidez en ese, su único ojo de guerra.
—Le di mi dragona, como le di la vida: yo la salvé aquella noche. Y ahora mataré a ese mono blanco de Mamónov, dijo que me prohibiría la entrada.
Antonia lo ayudó a incorporarse y, como él apenas podía sostenerse, le sirvió de apoyo mientras lo arrastraba hacia el jardín. Lo obligó a sentarse de cara al río, le sostuvo la cabeza para que la brisa le diera de lleno en la cara, y al poco rato Potemkin pareció recobrar algunas luces. No volvió a mencionar el incidente de la dragona y permanecieron algún tiempo absortos, contemplando aquel lugar llamado Petrushkin y la casa iluminada del Grand Écuyer, que se elevaba en la ribera opuesta.
—Se acaba de declarar la guerra con Turquía —dijo Potemkin, rompiendo el hechizo.
—No oí decir nada en la fiesta.
—Déjalos que se diviertan. Mañana tendrán tiempo de enterarse. De todos modos, las acciones no comenzarán de inmediato. La peste en esta época del año mata más rápido que los cañones.
Razón había tenido Ghika, pensó Antonia, cuando auguró que por Cherson transitarían los carros de la muerte. Razón había tenido para tratar de huir de sus desastres, de los cuerpos mutilados y de los ríos de sangre que, al fin y al cabo, no la llegaron a tocar. Sintió la mano de Potemkin que le acariciaba las mejillas, y su voz que preguntaba cómo había estado la velada en lo de Charles de Ligne.
—Como todas —respondió—. Baile y juegos, y las muchas necedades que se dicen siempre. Hablaban de ti.
Potemkin soltó una carcajada.
—¿Me han matado de nuevo?
—Todavía no —repuso Antonia, y continuó en un tono cáustico, como si repitiera de memoria una lección muy detestada—. Se dice que desapareciste en Kharkov; que has regresado a Cherson; que te quedaste en Kiev, y que acabas de llegar a Sebastopol. Oí decir, además, que habías mandado un correo para avisar de que estabas muy enfermo, probablemente la fiebre mucosa.
Se detuvo a tomar aire y bajó el tono para agregar un insignificante dato:
—También estaba allí Francisco de Miranda.
—Ese Miranda —masculló Potemkin— ahora es mi subalterno: coronel del regimiento de coraceros de Ekaterinoslav. No por mi gusto, naturalmente, ha sido idea de la Emperatriz.
Antonia no pudo reprimir un pequeño sobresalto.
—¿Lo enviarán a Kamchatka?
El otro comenzó a morderse las uñas, siempre lo hacía, con más ahínco cuanto más se sabía observado.
—¿Kamchatka? Me parece que eso está muy lejos.
—Alguien lo mencionó en la fiesta —mintió ella—. Que Miranda iría a Kamchatka.
Potemkin movió la cabeza con la misma parsimonia con que lo hubiera hecho un buey.
—El encargado de negocios ha protestado ante la Emperatriz porque Miranda seguía usando el uniforme del ejército español.
—Macanaz… —musitó Antonia.
—Macanaz, sí. Pidió que lo expulsaran de Rusia.
La emprendió contra el dedo meñique. Potemkin roía aquella uña con tal ferocidad, que Antonia trató de disuadirlo tirando suavemente de su mano. Pero el otro, sin hacerle caso, continuó remordiendo lo poco que le quedaba de aquella cutícula blanda y ensangrentada.
—En verdad, Miranda es un hombre de cuidado —agregó luego, con la mirada perdida en el río revuelto y el cielo de estaño—. En Kiev se hizo muy amigo del conde Ignacy Potocki, ese polaco revoltoso. ¿Sabes lo que se atrevió a decir Potocki delante de mis hombres? Que lo que más le había gustado en Roma eran las estatuas de unos reyes de Dacia que había visto en el Museo del Capitolio, porque eran reyes con las manos atadas.
Antonia guardó silencio y Potemkin le buscó los ojos.
—¿Y qué crees tú que hizo Miranda? Celebrar el chiste, fue el único que se atrevió.
Ella vaciló entre permanecer callada o intentar volver al tema de la fiesta. A última hora, decidió callar.
—Con Nassau-Siegen, Miranda tuvo un altercado serio en Crimea. Pero eso fue por otra cosa.
Antonia barruntó que aquella otra cosa bien podría haber sido una mujer. Y acaso esa mujer fuera su propia prima, Teresa Viazemski.
—Nassau dijo que los españoles no usaban camas y andaban cundidos de piojos, y que las mujeres todas estaban infectadas del gálico.
—Ghika me previno contra ese hombre —recordó Antonia—. Ahora entiendo por qué.
Potemkin interrumpió el relato, se levantó sin ayuda y emprendió un pequeño paseo hasta la orilla. Al volver, propuso lo impensable:
—¿Quieres que vayamos a los Jardines de Verano?
Ella se levantó despacio y lo miró con infinita cautela.
—¿No temes contagiarte con el gálico?
Potemkin la tomó por los cabellos, le pegó el rostro y le habló boca con boca, como si le bebiera el aire.
—¿Sabes lo único a lo que le tengo miedo?
Ella negó con la cabeza.
—A no poder morirme a tiempo. A no poder morirme cuerdo y que me pase lo mismo que a Gregori Orlov. Lo vi en Moscú, jugando con las ratas, tragándose sus propias pulgas, comiéndose la mierda que obraban los demás.
La soltó, pero Antonia no se alejó enseguida. Mantuvo su boca cerca de la de Potemkin.
—Por Miranda —le dijo él—, no te preocupes demasiado. Catalina lo ha invitado a que se quede en Rusia, pero él le ha contestado que no puede. Anda buscando ayuda para irse a dar la guerra a su Pequeña Venecia.
Sacudió la cabeza con una delectación casi animal. Antonia cerró los ojos y se aferró al antebrazo velludo de aquel hombre, como quien se aferra a una tabla que flota en la penumbra. Las luces de Petrushkin empezaron a apagarse una tras otra. Las hijas del Grand Écuyer seguramente estaban de regreso. Todos en aquella casa sabían que Antonia iba a dormir en la ribera opuesta. Ella volvió a mirar las manos de Potemkin, esas dos garras manchadas de ternura, y le tomó un instante comprender. Acercó sus labios a los dedos sucios, y los besó con un amor terrible.
—Me pregunto si algún día veremos a Miranda convertido en el Gran Inca de las colonias libres.
—¿El Gran Inca? —preguntó Potemkin.
—Sí, es una especie de emperador.
Lo oyó soltar la carcajada cruda de una bestia.
—Pues entonces tendrás que advertirle que se cuide de su amigo Potocki, no vaya a terminar como los reyes de Dacia —estiró los brazos y juntó las muñecas—: así, ¿lo ves?, ¡con las manos atadas!