Il est une demande du cœur qui va droit au cœur, et qui reste rarement sans aucune réponse.

(Hay un pedido del corazón que va directo al corazón, y que rara vez se queda sin respuesta).

Johann Kaspar Lavater

Aquella noche Antonia no bajó a cenar. Se presentó más tarde, cuando ya todos se habían reunido en el salón para tomar café. Estaba pálida y su mejilla izquierda se veía ligeramente hinchada, pero Francisco volvió a maravillarse de la expresión cerval de aquellos ojos, un parpadeo melancólico que le volvió a evocar, casi a su pesar, el dolor insumergible de las esclavas georgianas.

—De esclavas estábamos hablando —le advirtió Teresa—. Siéntate con nosotros.

Antonia se acomodó junto a su prima y luego se concentró en Francisco, que retomaba el relato en el mismo punto donde lo había dejado: el calor insoportable que invadió Constantinopla aquella tarde; un bochorno cruel, brumoso, desgraciado. Las jaurías de perros sin dueño que habitualmente recorrían la ciudad, se acercaban a las fuentes en busca de cualquier alivio. Las mujeres, en tanto, utilizaban su jerigonza para injuriar al forastero, y el genízaro que lo acompañaba le advirtió que debía cuidarse de las pedradas de los niños. Al pasar junto al Mercado de Esclavos, Francisco hizo un alto para observar a los hombres que arrastraban consigo a las mujeres llorosas. Reparó en las túnicas brillantes y en los bombachos de seda que llevaban casi todas; aquellos eran los vestidos de «retirar esclavas», los mismos que usaban una y otra vez los señores para cubrir a las muchachas que compraban, ropa de lujo que probablemente lucirían una sola vez en su vida, para atravesar el sendero sin retorno que iba desde el mercado hasta la casa del amo. Un guardia le cortó el paso a Francisco: los giaurs, o infieles, no podían entrar al mercado. El genízaro, en cambio, se deslizó hacia el interior del edificio, del que salía un gran escándalo mezcla de los gritos de ofertas, contraofertas, disputas, y una retahíla de pregones que sonaban, desde afuera, como un ululeo monumental y enloquecido. Francisco se había sentado sobre una piedra, tratando de escrutar los rostros de las esclavas más jóvenes, en sus catorce o quince años, que al contrario de las demás mujeres, no lloraban ni mostraban expresión alguna mientras eran empujadas por sus nuevos amos. Pocos minutos más tarde, el genízaro volvió acalorado, gesticulando y dando voces: acababan de escaparse tres esclavas circasianas de un cargamento que el día anterior había llegado a la ciudad, y se estaba organizando una partida de guardias que saldría a buscarlas. Francisco, que ya estaba sediento, aturdido por el cansancio y los gritos, le pidió al guía que lo llevara a un café para reponer fuerzas. Entraron al primer establecimiento que encontraron, y enseguida fue advertido por su acompañante de que, tras el salón principal, hallaría un fumadero de opio de especial alcurnia, al que tal vez podrían lograr acceso. Degustó lentamente su bebida, observando de reojo los cortinajes que ocultaban la entrada al fumadero y a través de los cuales escapaba un humo pardo de entrañable aroma. Terminado su café, trató de sobornar al encargado por un par de piastras, pero el hombre le gritó que ni por todo el oro del mundo le permitiría entrar en esa estancia hecha por turcos para el disfrute de los turcos. Tur-cos, silabeó, agitando airadamente su caftán. Francisco volvió a la calle con la intención de dirigirse a los puestos de fruta del mercado, donde se le antojaba tomar un buen pedazo de sandía. Y a la entrada de una de aquellas cuevas que hacían las veces de especiería y alfolí, medio ocultos tras un montón de tablones chamuscados, descubrió los ojos de gacela entrampada, las pupilas sedientas de la mujer que intentaba esconderse.

—¡Una esclava! —gimió Antonia.

Aquella criatura temerosa, aquella esclava que al fin y al cabo no era circasiana, sino, como se supo luego, una georgiana de origen bastante noble, estaba hecha un ovillo tratando de ocultar su túnica. Francisco se colocó disimuladamente junto a los tablones y le obsequió la mitad de su sandía; entonces la escuchó sorber el jugo de la fruta y, por un instante, tuvo el desesperado impulso de salvarla. Pero enseguida se contuvo. Era una locura que podía costarle caro. No sólo le estaba prohibido protegerla, sino que, aun en caso de que hubiera querido comprarla, tampoco se lo habrían permitido por su condición de giaur. Con cautela se dio la vuelta y la miró de frente: entonces lo deslumbró aquel rostro, los ojos puros y afligidos, la nariz pronunciada de todas las mujeres de su raza, y la sonrisa aún empapada de jugo de sandía.

Por el sendero encharcado que serpenteaba entre los quioscos se abarrotaba un gentío vociferante y distraído, y Francisco le hizo una seña a su genízaro, que se afanaba pelando una naranja, para que lo siguiera. Ambos echaron a caminar, y no bien se alejaron unos pasos, él sintió detrás aquella presencia suave de animal huido. Observó, de reojo, el ondeo de oriflama de la túnica blanca y aceleró el paso. Dejó atrás los puestos de fruta, el hedor carnicero de las tenerías y los chirriantes comercios de los ebanistas. Constantinopla, pensó, era como una cáscara dorada que encerraba el corazón podrido por la peste; era como un malsano laberinto sólo accesible para los iniciados. Nadie que no hubiera crecido en esas callejuelas, recorridas libremente por las ratas y por el hedor milenario de tantas existencias, superpuestas unas sobre los detritos de otras, podía escaparse de su garra. Por eso lo sacudió una angustia ciega cuando sintió el quejido amargo de la esclava. Se volvió rápidamente y sólo distinguió un celaje blanco que pasó en dirección al desembarcadero. Había sido descubierta, y una turba de hombres y mujeres, a la que se sumaron los chiquillos ociosos que deambulaban por la ciudad, la perseguía lanzándole piedras e improperios. Cuando por fin le dieron alcance, la esclava lanzó un aullido y trató de defenderse con uñas y dientes. Francisco creyó distinguir, a lo lejos, unos harapos aleteantes, y cuando ya la traían de regreso, alcanzó a verle una vez más el rostro ensangrentado y bañado en lágrimas; la desdicha infinita de esos ojos vencidos que se apagaban a sí mismos en su punzante negritud. Ella también lo vio, y en medio de la confusión, a despecho del dolor que le provocaban las amarras y los empujones, sacó valor para intentar una media sonrisa, un pequeño rictus de fiera agradecida.

Teresa y Antonia habían quedado mudas y el resto de los invitados suspiró para alejar las últimas imágenes.

—Voy a subir por mi guitarra —musitó Antonia al cabo de un rato, y escapó del salón.

Sólo entonces, Francisco se concedió una tregua en el recuerdo de aquella esclava fugitiva. A su lado, Alexander Viazemski comentaba con el príncipe Dolgoruki los detalles del inminente arribo del Adelantado de Catalina II. En el momento menos pensado les avisarían que Potemkin se hallaba a las puertas de la ciudad, y todo tenía que estar a punto para recibirlo: el alojamiento y las ceremonias de bienvenida, los informes sobre la situación del puerto y una relación del movimiento de naves, especialmente turcas, por el mar Negro. El día anterior, paseando por los terraplenes de la fortaleza, Francisco había sido invitado a echar un vistazo a la residencia que se le preparaba al Adelantado, también llamado Príncipe de Táurida. El edificio estaba pobremente decorado y un comerciante inglés que lo acompañó en el recorrido le explicó que el feldmariscal no solía pagarles bien a los artesanos, y que por lo tanto el gremio le sacaba el cuerpo.

Antonia reapareció con la guitarra y anunció que tocaría una vieja canzonetta italiana.

—Tal vez el coronel Miranda la conozca.

Comenzó a tocar y él se acercó para escucharla. No, no conocía aquella vieja canzonetta, pero admiraba la fruición con que Antonia se abrazaba al instrumento; la delicadeza con que tañía aquellas cuerdas y la expresión arrobada de sus ojos mientras cantaba con una voz pequeña y ronca. Nunca supo si fue el vino, o la roseta nacarada de la guitarra que refulgía bajo el resplandor de los candelabros; lo cierto es que aquella canción lo conmovió a tal punto que, cuando Antonia la dio por terminada, él no aplaudió como los otros, ni siquiera la felicitó. Balbuceó unos comentarios sobre el origen de la melodía y Antonia le explicó que había sido compuesta casi un siglo atrás por el italiano Gasparini, y que se la había enseñado a tocar una monja florentina que vivía en La Habana y que pasaba por ser hija natural de aquel compositor. Francisco recobró su natural aplomo y examinó la guitarra. Su mano, al recorrer el lomo de la caja, tropezó con la mano de Antonia y la retuvo un instante. Ella apretó los labios y levantó la vista. Los demás estaban tan entretenidos en la discusión de un nuevo asunto en torno a la visita de Potemkin, que no repararon en la maniobra. Así que Antonia no hizo nada por retirar su mano, y fue el otro quien retiró la suya, alzando al mismo tiempo la guitarra y examinando la inscripción que aparecía en el fondo: era la primera vez que veía una guitarra fabricada por Stradivarius.

—Es un regalo de mi padre —le explicó Antonia, sin prestarle demasiada atención al fabricante.

Viazemski interrumpió el coloquio para hacerle una petición a su invitado: ya que él acababa de llegar de Turquía y conocía, mejor que dragomán alguno, los recovecos y misterios de Constantinopla, tal vez podría diseñarle una ruta o acaso escribirle unas notas que lo ilustraran en el viaje que planeaba emprender en breve por aquellas tierras. Francisco no sólo accedió, sino que prometió entregarle unas cartas de recomendación para sus amigos de Pera.

—Y sobre todo, le sugiero que recorra la ciudad sin miedo. Conozco gente que ha vivido más de diez años en Pera y aún no ha puesto un pie en Constantinopla. Me imagino que los viajeros, al llegar allí, toman por mentor y guía a un dragomán que tampoco sabe gran cosa, y con esa pobre información se marchan de Turquía, presumiendo de haberla conocido.

—Si usted lo recomienda —sonrió Viazemski—, recorreremos la ciudad.

Teresa, sentada junto a la princesa Dolgoruki, se dio la vuelta abruptamente y abrió los ojos a su marido:

—Conmigo no cuentes. No quiero que me muerdan los perros, ni que me tomen por esclava, ni mucho menos que me arrastren como a una cíngara y me obliguen a arrodillarme ante el Gran Señor.

—Esas cosas no ocurren más que en las pesadillas de la princesa Ghika —aseguró Viazemski—. La pobre sigue obsesionada con Turquía.

No era para menos, explicó Teresa. El marido de Ghika, un príncipe de Valaquia y Moldavia, había muerto envenenado en Constantinopla. La Emperatriz le había asignado a la viuda una pensión de dos mil rublos y, a partir de ese momento, ella se trasladó a San Petersburgo. Luego mandó construir una casa en Cherson y pasaba largas temporadas en ella. Era una mujer enérgica, cuya edad era motivo de especulación, quizá debido a su misterioso aspecto, lo que incluía un dedil de seda, generalmente negro, que usaba siempre en el dedo anular de la mano derecha.

—Dicen que le falta ese dedo porque se lo comió una rata —intervino la princesa Dolgoruki.

—Si vivió en Constantinopla —remató Francisco—, no me extraña que algo así le haya ocurrido.

A falta de mejores víveres, las ratas a menudo atacaban a los viandantes, y la amenaza de la peste los rondaba a todos como rondaba el aire. Algunas calles se volvían intransitables a consecuencia de los charcos de agua pútrida y la basura acumulada por doquier, pero el viajero quedaba compensado por los tibios senderos de cipreses que conducían a las mezquitas, los mágicos tejados llenos de pájaros azules, y las fuentes diseminadas por toda la ciudad, atendidas por amables fontaneros que distribuían el agua a todo el que quisiera beber.

—Lo ha dicho Ghika —recordó Antonia—, que en el verano sirven el agua con la nieve que bajan del Olimpia.

No todo era cruel y sucio en Turquía, resumió Francisco. A él le había sucedido que, luego de tomar un caique para trasladarse por el canal, aquel caiquero nunca lo olvidaba, y no había ocasión en que lo encontrara por la calle que no viniera a saludarlo. En Pera le habían asegurado que cada vez que empleaban a un turco para hacer cualquier trabajo en la casa, aquel hombre no olvidaba jamás a la familia y solía acercarse, al menos una vez a la semana, para preguntar por la salud de sus patrones.

—Pues Ghika lo que más lamenta es haber empleado a tanto turco. Dice que son muy traicioneros.

A Francisco lo empezó a intrigar la figura de aquella viuda enigmática que, desde su abrigado refugio de Cherson, se dedicaba a rumiar las vicisitudes padecidas, y Antonia se ofreció para presentarle a la vieja princesa, que vivía en el otro extremo de la ciudad, dentro de los terrenos de la fortaleza. Decidieron ir al día siguiente, después del desayuno, y Viazemski se adelantó para ofrecerles su carruaje.

Cuando se retiraron, cerca de la medianoche, Antonia sintió que empeoraba el dolor de muelas que la había atormentado durante toda la tarde. Pidió a su criada que le preparara un ponche y le subiera una botella de agua caliente, que estuvo apretando contra su mejilla hasta que se quedó dormida. A la mañana siguiente se despertó más aliviada y recordó que había soñado que huía por las calles de Constantinopla perseguida por una turba de desarrapados. Se miró al espejo: estaba pálida y aún tenía la mejilla hinchada. Pero escogió un vestido alegre, se adecentó el cabello y bajó a desayunar.

Francisco no estaba en la casa. Los criados le informaron que había desayunado al amanecer y había partido con el edecán del príncipe. Antonia tragó en seco y permaneció sola en la mesa, removiendo largamente el té, luego salió del comedor y deambuló un rato por la casa. Teresa aún dormía y Viazemski seguramente se había encerrado ya en su gabinete. Lo más sensato era volver a su habitación, ponerse una ropa más cómoda y calzarse las babuchas de lana. Iba subiendo cuando escuchó fuertes pisadas y el apremio rotundo con que alguien pronunciaba su nombre. Entonces lo divisó al pie de la escalera.

—¿Nos vamos ya?

Ella no tartamudeó, ni siquiera vaciló en echarle en cara su tardanza:

—Llevo toda la mañana esperándolo.

Ordenó que le trajeran su sombrero y el manguito de chinchilla, y una vez que se acomodaron dentro del carruaje, Francisco admitió que se había entretenido visitando los regimientos acampados en los alrededores de Cherson. Antonia sólo los había visto de lejos, porque Viazemski les tenía prohibido, a ella y a Teresa, que se aventuraran solas por aquellos parajes.

—Pues no sabes lo que te has perdido —se admiró él, agregando que un regimiento ruso era como un pequeño pueblo, que podía moverse a todas partes, por sí solo, sin requerir ningún servicio afuera. Según llegaban los reclutas se les asignaba un oficio, y así tenían sus propios sastres, sus músicos y sus herreros.

—Me gustaría saber quién los enseña —inquirió ella, las manos trémulas dentro de la chinchilla.

—El mejor profesor del mundo —repuso Francisco—, ¡el palo limpio sobre las costillas!

Antonia no estaba segura de que hablara en serio, pero nadie en Cherson ignoraba que las palizas y los azotes eran moneda común en aquellos campamentos. Ella misma lo había podido constatar, con ocasión de visitar el hospital junto a su prima; muchos de los hombres no convalecían de enfermedad, sino de los golpes que les propinaban por sus faltas. Un año antes, Teresa prometió llevarles alimentos y golosinas a los enfermos, si el príncipe se salvaba de unas fiebres que lo habían postrado en cama durante varios días. Cuando llegó el momento de cumplir la promesa, Antonia estaba recién llegada a Cherson y acompañó a su prima al hospital. Caminaron entre las colchonetas de paja, repartiendo los dulces y rezando oraciones ante los casos más desesperados, y regresaron a la casa totalmente abatidas, enfermas de tristeza y asco, agobiadas por el hedor a encierro y podredumbre que llenaba aquel lugar.

Ahora Francisco le contaba también del hospital, le hablaba sin remilgos de los soldados desquiciados por el gálico; de los que yacían chupados por el escorbuto; de los que no lograban escapar a las feroces mordeduras del mal de Crimea. También él había salido de allí con un sabor amargo en la garganta, no sabía si por la miseria y el dolor que había visto de cerca, o por el hecho de haber almorzado con las tropas, por la simple curiosidad de averiguar qué era lo que comían: un pedazo de pan negro, agrio, y unas coles frías, sobre las que rociaban, por todo aderezo, unas gotas de vinagre.

—No es tan malo el sabor del vinagre —musitó Antonia, y enseguida se arrepintió de haberlo dicho.

Francisco inclinó la cabeza y la miró a los ojos:

—¿Crees que no?

Ella intuyó vagamente lo que pasaría un instante después. Lo intuyó y lo deseó al mismo tiempo. Y su desilusión no tuvo límites cuando el otro, dando un repentino giro, levantó la cortina de la ventanilla y tornó a mirar a la calle. Una oleada de calor y de rabia le invadió la cara, apretó las manos dentro del mullido entorno de la chinchilla y volvió los ojos hacia su propia ventana cerrada. Así pasaron unos minutos, no sabía cuántos, y sólo cuando el cochero les avisó que habían llegado a la casa de la princesa Ghika, Francisco se volvió a mirarla.

—Tienes mala cara, Antonia.

Ella apretó los labios y, al incorporarse para bajar del coche, no pudo reprimir un gesto de dolor. Se llevó la mano a la mejilla y la frotó con disimulo.

—Es una muela, ¿no es eso?… Se alivia haciendo buches de agua alcanforada.

Ella negó con la cabeza y aseguró que pronto se le pasaría, que se trataba de una pequeña punzada, causada sin duda por el frío. Fuera del coche, él le ofreció el brazo y caminaron con dificultad sobre el barro helado, un sendero difícil que concluía junto a la enorme puerta de castaño labrado. Antes de llamar, Francisco la atrajo a su lado y la besó de refilón, dejando un rastro de humedad que iba desde la boca hasta la oreja. Antonia miró a su alrededor, pero el puñado de transeúntes que pasaba en aquel momento sólo parecía enfrascado en salir sin muchos contratiempos del gachapero que lo inundaba todo.

Tocaron a la puerta, y el único aldabonazo se repitió en un eco doble que fue y volvió de los confines de la casa. Hubo una pausa, una pequeña espera al cabo de la cual, sin el menor chirriar de goznes, sin descorrer pestillos, con la silente suavidad de un sueño, se les abrió la puerta a un universo glauco y oloroso a sándalo.