J’aime à observer l’homme, lorsque je suis sûr qu’il ne se croit observé.

(Adoro observar al hombre, cuando estoy seguro que no se cree observado).

Johann Kaspar Lavater

Miró el trozo de carne antes de llevárselo a la boca y volvió a depositarlo intacto sobre el plato. Tenía frío y tenía prisa por concluir aquella cena. Desde su última visita al palacio del conde Valentini, no había pasado mucho tiempo, pero a Pedro de Macanaz le parecía como si hubiesen transcurrido años. Se había llevado consigo, acaso para siempre, a la bailarina predilecta del último kam, y la había instalado en una vieja casona que se alzaba muy cerca de la suya y que mandó decorar de acuerdo con el gusto tártaro de su moradora.

Cada noche, después de cenar con su mujer, corría a su habitación y esperaba sentado en la orilla de la cama por el portazo de despecho que le indicaba que Rosa de Macanaz se había encerrado ya en su alcoba. A continuación salía al pasillo y caminaba en puntillas rumbo a las escaleras. Abajo lo esperaba su criado: lo ayudaba a ponerse la pelliza y a calarse el gorro ruso de visón. Macanaz tomaba el coche para recorrer la media versta o poco menos que lo separaba de la casa de su amante, y cuando llegaba donde Gulchah, ella ya le había servido una taza de café al que solía añadir semillas de cardamomo y unas cuantas gotas de elixir italiano.

No todo era pasión. Muy a menudo, a Macanaz le bastaba con que la bailarina se despojara de sus vestidos y de sus gruesos brazaletes de plata, y se enfundara en la camisa larga con la que acostumbraba pasar la noche. Se acurrucaban juntos bajo las mantas y dormían de un tirón hasta la mañana siguiente, en que se consumaba el mismo ritual, pero a la inversa: de nuevo Macanaz subía a su coche y regresaba a tiempo para desayunar con su mujer. Poco a poco, había perdido la aprensión que le causaban las carroñas vivas de su cuerpo, y hasta los sabañones que tanto lo atormentaron a principios del invierno habían comenzado a ceder, dejándole apenas unas pocas huellas como de moneda fundida.

Sólo un pensamiento, el que le dedicaba diariamente a Francisco de Miranda, era capaz de enturbiarle un rato el día. Pablo Grigulévich no había tenido noticias de Antonia de Salis. Acaso se hubiera arrepentido de venir a San Petersburgo, o quizá se hallara puteando muy a gusto para los clientes de aquella bruja griega con la que viajaba. Ni Miranda ni ella habían asomado las narices por la ciudad y pasaban los días, pasaban los meses, pasaba el invierno en suma, sin que se le pudiera echar el guante a aquel traidor. Una breve satisfacción, sin embargo, le proporcionó por esos días la confusa situación en torno al venezolano. Porque si despistado andaba él, más lo estaba aquel oscuro asistente del ministro español en Estocolmo. Se había marchado de San Petersburgo convencido de que no necesitaba del ginebrino Fabré ni mucho menos de Macanaz para atrapar a Miranda. Claro que no contaba con el alma de veleta que tenía aquel pájaro. Y cuando regresó dispuesto a recoger los frutos de la cacería, se encontró con la amarguísima nueva de que todo estaba como al principio, peor que al principio, pues tanto Miranda como Antonia de Salis habían desaparecido.

Macanaz lo recibió en su gabinete, adoptando una falsa expresión de pesadumbre, descorchó una botella de vino y sirvió sendos vasos. Poco después escuchó de labios de aquel hombre la más franca admisión de su derrota: el plan de Cherson, para el cual habían movilizado a dos agentes especiales, se había desmoronado.

—Conque había un plan —el tono de Macanaz era taimado, fino como el de los ángeles—. Pensé que usted iba a prevenirme antes de tomar alguna acción concreta.

El hombre se revolvió incómodo, le faltaron de momento las palabras y, para ganar tiempo, se echó un trallazo a la garganta. No lo previno porque se trataba de una misión confidencial que sólo estaba autorizado a manejar él mismo, con la anuencia del ministro en Estocolmo. Si fracasó en el último minuto había sido porque Miranda era más astuto de lo que pensaban. Justo cuando estaban a punto de atraparlo, en vísperas del viaje a Crimea, el venezolano tuvo un presentimiento. No había otra forma de explicar el hecho de que abandonara la casa donde pensaban detenerlo, en medio de una cena que hasta ese instante transcurría con normalidad, lanzándose a la calle por una ventana.

Macanaz sonrió para sus adentros. El mequetrefe que tenía delante había cocinado a solas aquel potaje que a la larga se le achicharró en la olla. Pues se alegraba de eso. Que regresara a Estocolmo y le contara a su ministro que, sin el apoyo de los que conocían palmo a palmo la situación de Rusia, sin el apoyo del encargado de negocios en San Petersburgo, no se podía hacer nada.

—Lo lamento —le dijo al hombre—. Ignoraba que habían tratado de atraparlo en Cherson. Ahora sólo nos queda esperar que venga a San Petersburgo, si es que viene.

El otro permaneció callado, encogido en su butaca, observando fascinado el tono granate de aquel vino con el que Macanaz le volvía a llenar el vaso no bien él lo vaciaba.

—Le hemos perdido la pista —se afligió al cabo de un rato.

Macanaz lo miró con el rabillo del ojo: más que desesperado, parecía ya dispuesto a resignarse. Qué distinto de aquel que había venido tiempo atrás prohibiéndole que le escribiera a Miranda. Con que había querido madrugarlo a él…, a él, que tanto dinero había invertido ya en lo de Miranda. No era por amor a España por lo que Pablo Grigulévich recorría el país tras las huellas del venezolano y de la tal Antonia. Sus buenos ducados de Holanda le había costado aquella persecución. Y este advenedizo, este gazmoño con pinta de escribano de tercera categoría, este imbécil con los sesos congelados por el frío de Suecia, pretendía llevarse la presa sin la ayuda de nadie.

—¿No le queda del licor de la otra vez?

Macanaz afirmó con la cabeza. Cómo no, lo que se le antojara. Que reventara con la mezcla: primero el vino de Rota, y ahora un vaso de aguardiente puro. Que se acabara de derrumbar sobre su propia ineptitud, que se revolcara en ella como se revuelcan los borrachos en sus propios vómitos.

—Tiene un regusto a anís —susurró el hombre, mientras evocaba imágenes, una historia inconexa en la que entremezclaba el nombre de Miranda con lo que parecían ser las señas de un barco atracado en Kronstadt.

Macanaz lo despidió en su gabinete y ni siquiera lo acompañó a la puerta: ya no le daba el alma para más hipocresías. Esperaba que, con esa lección, la corte madrileña comprendiera que había sido un error imponerle un colaborador que ni siquiera vivía en Rusia. Era descabellado; era humillante, y allí estaban los resultados: Miranda se paseaba libremente por el país, lamiendo el barro que pisaba el tuerto ponzoñoso de Potemkin, quien acaso lo hubiera convencido para que trabajara al servicio de Rusia.

—¡Qué pensativo estás hoy!

Rosa de Macanaz escrutó el rostro ausente de su marido.

—La carne está cruda —murmuró él.

Lo del asistente del ministro en Estocolmo había sido una pequeña satisfacción, una miserable alegría comparada con la dicha que le proporcionaba su bailarina tártara, o con el ataque de felicidad que finalmente le iba a procurar la captura de Miranda.

—¿La carne está cruda, o tienes demasiada prisa por levantarte de la mesa?

Pedro de Macanaz miró a su mujer. Tenía la misma expresión mordaz, los mismos ojos de serpiente acechante que le había visto aquella tarde, cuando lo sorprendió con la muchacha rusa en la cama de su criado.

—No tienes que esperar a que yo me vaya a dormir para correr donde esa tártara asquerosa.

Él sintió un vuelco en el estómago, pero no se dio por aludido. Tomó un trozo de carne un poco más pequeño, y esta vez se lo llevó a la boca y lo mantuvo allí, masticándolo sin ganas.

—Además del gálico —prosiguió ella—, esas mujeres suelen tener lepra. Ya verás cuando se te empiece a pudrir la nariz.

Macanaz hizo un esfuerzo por tragar aquel amasijo insípido que le estaba provocando arcadas. Su mujer se sirvió un trozo, lo miró de cerca y pronunció su veredicto.

—Vas a tener que elegir: o te vas de una vez para aquella casa, o te pones a vivir decentemente en esta.

Cortó un trocito del lomillo y se lo llevó a la boca mientras trataba de añadir alguna frase que Macanaz ya no llegó a entender. Él había bajado la vista y, cuando la volvió a mirar, alertado por el ruido de unos cubiertos que caían al suelo, se la encontró con la boca muy abierta y la mirada de vidrio, haciendo señas con las manos en dirección a su garganta. Rosa de Macanaz no podía hablar ni toser. Manoteaba en el aire y por fin se levantó, emprendió una carrerita hacia la puerta y cayó de rodillas, con las manos en el pecho y un estertor de bestia derribada. Macanaz se puso de pie y contempló un instante el reguero de copas que se habían volcado con la sacudida, y los riachuelos de vino que comenzaron a correr mantel abajo. Cuando miró de nuevo a su mujer, se percató de que ya no se movía, no producía sonido alguno y sus brazos habían quedado inertes a ambos lados del cuerpo.

—¡Rosa!

Tampoco respiraba ni gemía. Macanaz se agachó y le tomó una mano. Tenía un aspecto extraño y el contacto con su piel le provocaba escalofríos. Entonces llamó a los criados y pidió que lo ayudaran a levantarla: la golpeó en la espalda, la sacudió por los hombros, le metió a la fuerza los dedos en la boca.

—¿Está muerta? —preguntó el cocinero, que había venido a la carrera con las manos llenas de plumas.

—Se atragantó —sollozó Macanaz—. Ha sido el lomillo.

Esa noche no pudo acudir a su cita de amor con Gulchah. Le mandó recado para que no le preparara café, pues él estaría velando el cadáver de su esposa. Temprano en la mañana, el cuerpo de Rosa de Macanaz fue cuidadosamente amortajado y se les permitió a los amigos de la familia que pasaran junto al féretro para rezarle una última oración. Poco antes de que la llevaran a enterrar, Macanaz buscó entre las alhajas de la difunta aquel broche guarnecido de esmeraldas, en el que destacaba el retrato de un joven moreno. Ya que le gustaba tanto, se dijo bajito, que se lo llevara puesto. Bajó al salón donde descansaban los restos de su esposa y colocó la joya en su regazo. Luego se vistió de negro y encabezó la comitiva fúnebre que llegó tiritando al cementerio viejo de San Petersburgo. A las seis de la tarde de ese mismo día ya estaba cenando, y a las siete en punto, sin tener que esperar por el portazo liberador de Rosa de Macanaz, salió de su alcoba y caminó a paso firme por los pasillos, haciendo más ruido del que podían meter sus botines de cuero. Cuando a la mañana siguiente recorrió la media versta de regreso a su casa, traía consigo a la bailarina tártara, que se instaló tranquilamente en las habitaciones de la difunta, en calidad de camarera personal del nuevo viudo.

Varias semanas después, Pablo Grigulévich se presentó por sorpresa. Acababa de llegar de viaje y pedía entrevistarse urgentemente con Macanaz. Ignoraba que la señora de la casa había muerto, pero se figuró que algo extraño había ocurrido cuando, al pasar deprisa rumbo al gabinete, tuvo la fugaz visión de una mujer de arena, un espléndido fantasma envuelto en velos, canturreando extrañas melodías que, de momento, le parecieron tártaras.

—Y ahora —rugió Macanaz, por todo saludo—, ¿dónde se ha metido ese maulero?

Estaba de pie, esperándolo junto a la puerta, y Pablo Grigulévich lo observó con asombro. Vestía négligeé de seda estampada, calzaba pantuflas chinas y tenía el cabello embadurnado de una extraña pomada amarilla.

—No vengo a hablarle de Miranda. Pero he dejado a un hombre que lo vigila día y noche en Moscú.

—¿En Moscú? ¿Quiere decir que está en Moscú?

—Es huésped del príncipe Rumiántsev. Vive frente al Kremlin y tiene a su disposición todo el palacio.

Macanaz se mesó los cabellos sin querer, y luego se miró las manos pringosas de pomada.

—¿Cómo llegó hasta allí?

—Trabó amistad con el mariscal en Kiev, quien me imagino que le entregó una carta de recomendación para que su padre lo alojara en el palacio de la familia.

—Inaudito —tronó Macanaz.

—De eso hablaremos luego. Lo que me trae aquí es mucho más urgente. Se trata de Antonia de Salis.

—¿También está en Moscú?

Pablo Grigulévich hizo una de esas pausas que tanto lo impacientaban.

—Acaba de llegar a San Petersburgo.

Así que estaba en la ciudad, se dijo. Al fin y al cabo, la bruja griega la había arrastrado hasta parajes más propicios, en los que abundaban los caballeros ávidos de carne fresca.

—Sigue con la princesa Ghika, me imagino.

El otro hizo una mueca con los labios.

—La princesa Ghika ha muerto en Kiev.

Macanaz se encogió de hombros. A decir verdad, la griega era viejísima. ¿Qué edad podía tener? ¿Ochenta, noventa y tantos años?

—No lo sé. Después de enterrarla, Antonia de Salis partió con su criada. Creo que también pasó por Moscú. Llegó aquí anoche.

—¿Y ya sabe dónde se hospeda?

Pablo Grigulévich tamborileó con los dedos en el escritorio antes de contestar.

—Está en la casa del chambelán Naritchkin.

—¡Qué casualidad! —exclamó Macanaz—. Frente por frente a la casa de Potemkin.

—Pero Potemkin anda lejos, por Kremenchug, según dicen. Y no creo que vuelva en mucho tiempo.

La bailarina tártara entró en ese momento para servirles café. Pedro de Macanaz la miró enternecido y, al inclinarse ella sobre la mesa para colocar las tazas, la pellizcó disimuladamente en una nalga. Pablo Grigulévich los contempló en silencio. Cuando la mujer se marchó, Macanaz se frotó las manos.

—¿Se había enterado usted de que enviudé?

El otro negó con la cabeza.

—Acuérdese de que llevo más de un mes afuera. Pero lo lamento mucho.

Macanaz quedó un momento ensimismado.

—No veo la hora de salir de San Petersburgo. Malos recuerdos y demasiado frío. No quisiera pasar aquí otro invierno.

Tomaron el café en silencio y la mujer volvió para retirar el servicio.

—¿Se acuerda de aquella vez que lo invité a lo del conde Valentini?

—Perfectamente. ¿Qué tal le fue?

—Allí conocí a Gulchah. La saqué de aquella casa. Claro que Valentini no tenía ningún interés en la muchacha. Ya sabe de la pata que cojea ese napolitano.

Grigulévich sonrió.

—¿Y qué piensa hacer con ella?

—Por lo pronto, es mi camarera personal. Al menos hasta que salgamos de Rusia. Si alguna vez me envían a Grecia, que es lo que yo quisiera, me la llevaré conmigo. ¿No les ha dado a los aristócratas de Francia por desposar gitanas? Pues yo me casaré con Gulchah.

Pablo Grigulévich se levantó para marcharse: como siempre, se sentía agotado después del largo viaje. Y, de ahora en adelante, necesitaba más que nunca estar alerta para el trabajo que se avecinaba. Antonia de Salis podía aparecer en cualquier momento. O, en caso contrario, le correspondería a él ir a buscarla y convencerla.

—Complázcala en lo que le pida —ordenó Macanaz—. Si logro atrapar a Miranda, entonces sí que podré recompensarlo como usted se merece.

Grigulévich sacó un papel del bolsillo y lo colocó sobre el escritorio, pisándolo con un cortaplumas.

—Ahí tiene la relación de mis gastos en Moscú.

Macanaz se rascó la cabeza y otra vez la mano se le llenó de pomada.

—Esta misma tarde le enviaré el dinero.

Apenas salió el visitante, la puerta volvió a abrirse y reapareció Gulchah, llevando entre las manos una palangana humeante. Macanaz la miró extasiado y ella se acercó para besarlo, inclinando la cabeza hacia delante, de modo que aquella mata de pelo negro que olía a vainilla lo encegueció de amor. Ella se incorporó y salió del gabinete. Macanaz se acercó a la palangana y olfateó los vapores: era agua de perifollo.

Gulchah regresó cargando con media docena de toallas que colocó sobre las rodillas de su amante.

—A ver si me quitas la pomada —se quejó—. No la soporto ya.

Ella se limitó a desdoblar una de las toallas y se la pasó suavemente por el cabello. La tiró sucia y desdobló otra limpia, que humedeció en el agua. Macanaz sintió una debilísima punzada y se percató de que la pequeña erección con la que había amanecido continuaba intacta, sin dispararse del todo, pero sin aliviarse tampoco. Y lo más curioso era que, aun así, no le apetecía gran cosa desfogarse con aquella mujer ni con ninguna otra. Cuando finalmente Gulchah le hubo limpiado los cabellos, a él se le ocurrió que tal vez la solución estaba en volver un rato a la cama. Miró las manos de su camarera, manchadas de amarillo, y recordó la historia de su segundo encuentro con ella, cuando esas mismas manos se tornasolaron por el efecto de los polvos que él llevaba en la peluca. Lleno de amor, la tomó por las muñecas y lamió aquellos dedos que, por primera vez, le supieron amargos.

—Esta pomada no es para comer —oyó la voz profunda y cantora de la mujer—. Se usa para que brote el pelo.

Pero él no le hizo caso y le llegó a chupar las uñas y a morder ligeramente los nudillos. Subieron a la alcoba y se lanzaron al colchón, y no había pasado mucho tiempo cuando Macanaz sintió bajar por su garganta aquel acíbar de azafrán mezclado ya con los fluidos agónicos del vértigo. Al poco rato, Gulchah se quedó dormida y él volvió a mirarse con asombro: le parecía imposible que después de aquella lucha persistiese ese pequeño rescoldo de pasión. Se incorporó en la cama para verse mejor: la erección se mantenía incólume, pero, curiosamente, a él no le quedaban fuerzas ni para acariciar a un gato. Trató de dormir, pensando que a la larga tanto amor acabaría por matarlo. Seguramente cuando despertara, se encontraría de nuevo relajado. Pero lo suyo, a esas horas, fue un sueño muy ligero y triste. Casi nunca podía dormir de día, y, cuando lo hacía, a menos que estuviera muy cansado, soñaba por lo general cosas macabras. Se despertó poco después del mediodía. Gulchah ya no estaba a su lado y a él lo inquietó enseguida esa punzada atroz que le horadaba la entrepierna. Se sentó en la cama y se miró aturdido: era algo loco, algo absurdo. Ordenaría que le prepararan unos baños de asiento.

No fue hasta la mañana siguiente, después de pasarse la noche intentando sus remedios solitarios, que Macanaz se atrevió a contarle sus achaques a la bailarina tártara. Ella no logró disimular su espanto.

—¿Es que habías visto algo así?

Gulchah bajó la vista.

—Conocí a un hombre, en la Tartaria…

—Y bien, ¿qué hicieron allá para curarlo?

Ella apretó en los puños la muselina gris de sus bombachos.

—Primero lo trataron con fomentos. Luego mandaron a sangrarlo.

—¿Lo sangraron?

Gulchah se tapó la cara. Sus manos limpias eran menos manos que cuando estaban manchadas.

—¿Lo sangraron? —repitió Macanaz al borde del derrumbe.

—Cortaron desde arriba —sollozó—. Por allí mismo se fue en sangre.