Entre mille voyageurs à peine un seul qui raconte dans l’exacte vérité.
(Entre mil viajeros, apenas uno que cuenta fielmente la verdad).
Johann Kaspar Lavater
Antonia abrió la ventanilla y contempló sobrecogida la inacabable estepa del camino a Kremenchug. No se veía un solo árbol, ni un animal, ni casa alguna sobre la llanura. Sólo la nieve endurecida y los impenetrables promontorios que marcaban el sepulcro de los antiguos jefes cosacos. Lejos había quedado Cherson, con sus casas de adobe, sus palacetes de madera y piedra, sus callejuelas de barro.
Habían salido al filo del amanecer, y Antonia recordaba que, al mirar hacia atrás, la conmovió el conjunto compacto y descolorido que a esas horas ofrecía la ciudad. En las ventanas, iluminadas tenuemente por la lumbre recién prendida, se dibujaban las siluetas de los campesinos que se hacían cruces frente a los iconos tiznados. Antonia también se había hecho cruces antes de partir, frente a la imagen bendecida de la Virgen Negra de Rocamadour, y luego había guardado la estampita en un pequeño cofre de madera, junto con el broche que le regaló Teresa.
El viejo Ígor se había envuelto en una antigua capa de piel de zorro negro, y la criada de Antonia, llena de contento, se había cubierto con una pelliza cedida por Ghika, algo despeluzada y sucia, pero lo bastante gruesa como para abrigarla durante el viaje. Antonia se las arregló con el tapado de pieles más mullido y caliente que pudo conseguir. Sin embargo, fue Ghika quien los deslumbró a todos cuando apareció vistiendo un rico traje de montar, una capa de cebellina parda y un delirante sombrero de plumas que colocó sobre la peluca recién peinada.
—Hay que viajar con el mismo aspecto con que una quisiera que la enterrasen —confesó ante el estupor general.
Ígor movió la cabeza malhumorado. Allá iban ellos, rezongó, derechos a San Petersburgo, en lo más crudo del invierno, cuando la estepa se hallaba poblada de lobos hambrientos y de bandidos que se daban gusto asaltando a los viajeros.
—Aquí no hay más bandidos que los que tú y yo conocemos —lo reprendió Ghika—, y esos no se meterán con nosotros. Andan muy ocupados arrasando con Crimea y moliendo a palos a los tártaros.
El anciano intentó mascullar otra queja, pero Ghika lo detuvo a tiempo:
—Si nos asaltan, tú no correrás peligro. Se llevarán consigo a las mujeres, a nosotras, Ígor. Y a ti te dejarán seguir en paz.
A medida que avanzaban, Antonia descubría que no había nada en el mundo más contagioso que el silencio de la estepa. Poco a poco, las voces dentro de aquel trineo se fueron acallando y, a media tarde, todos dormitaban o hacían como que dormitaban con los ojos entornados y las manos cruzadas sobre el pecho. Sólo una vez, a mediodía, se habían detenido para tomar jamón, pan de centeno y algunos vasos de cerveza tibia que les vendieron en una taberna del camino. Bajaron del trineo y observaron que los hombres que lo conducían aprovechaban también aquella pausa para embadurnarse el rostro con manteca de ganso. En poco tiempo, aseguró uno de ellos, arribarían a la segunda posta, y entonces podrían estirar las piernas a gusto antes de proseguir el viaje. Pero el tiempo en las estepas transcurría de una manera diferente, se empozaba en sí mismo como si se deslizara en círculos. Antonia se acurrucó bajo el tapado y abrió la ventanilla sin ilusión ni pesadumbre: era el mismo paisaje de llanura quieta y promontorio helado. Y había sido Francisco, recién llegado a Cherson, quien le enseñó el significado de esos lomos, que eran lomos de la mano del hombre: las moguilás de los antiguos jefes cosacos, las tumbas que se habían levantado entre aullidos y lágrimas, bajo el tronante delirio de aquellas noches de hoguera.
La estepa, descubría ahora Antonia, podía lo mismo apaciguar a un hombre que exacerbarlo hasta la muerte. Cerró la ventanilla y contempló a sus compañeros de viaje. Sordos e inmóviles ante el paisaje abrumador. Sordos e inmóviles, como lagartos en tiempo de canícula… ¡Y cuánto echaba ella de menos la canícula! Durante su niñez, en Cuba, conoció a un negro que criaba lagartos para vender la carne a los demás esclavos, que eran los únicos que se atrevían a comerla. De la mano de su padre, Juan de Salis, ella se había paseado entre las jaulas repletas de reptiles que soportaban el calor de agosto con la boca abierta y los párpados a medio consumir. En actitud similar a la que asumían ahora la princesa Ghika, el viejo Ígor y su criada Domitila, cada cual resistiendo a su manera el tedio de la estepa.
Volvió a mirar a la distancia con una avidez que la desconcertó. Pero no vio sino el mismo horizonte de vértigo y holgura; el páramo compacto y solitario que en unos pocos días también habría de recorrer Francisco. Acaso él miraría, con ojos más despiertos, el paisaje inhóspito que ella soñaba ahora. Lo miraría sin descanso, descubriendo lobreguras, prominencias, secretos códigos de guerra que los demás pasaban por alto. Antonia reparó una vez más en los semblantes amodorrados de sus compañeros de viaje y, de repente, se sintió tan desdichada como si acabara de escapar de otro naufragio: la misma sensación de desamparo, la estepa giratoria y el típico mareo. Francisco retornaría de Crimea, regresaría a Cherson y sobre todo a los brazos de Teresa, a los susurros de la medianoche, a la cópula ardiente que se consumaba mientras Viazemski convalecía de algún ataque.
—Más zorra que la condesa de Sievers —susurró. Entonces sacudió la cabeza y cerró los ojos.
La estepa enervaba, hechizaba a la gente, la desquiciaba a ratos. Y el mejor antídoto contra su influjo era hacer exactamente lo que estaban haciendo los demás: dormitar, más que dormir; sumirse en esa suerte de pesadilla blanda, en la que sólo se escuchaban los ruidos remotos de los arneses y, de vez en cuando, un relinchido agudo y mineral que se quedaba tintineando en los oídos. Así permaneció algún tiempo, soñando con los lagartos de su infancia y despertando sobresaltada, sólo para encontrar los rostros avellanados de Ghika y de Ígor, y los cabellos grifos de la mulata Domitila, que continuaba hecha un ovillo bajo su pelliza.
El grito del postillón y el súbito frenazo del trineo los despertó al mismo tiempo. Ghika miró a su alrededor con extrañeza, como tratando de recordar dónde se hallaba, y la criada se asomó a la ventanilla para averiguar lo que ocurría.
—Hombres —exclamó, metiendo rápido la cabeza—, afuera hay hombres a caballo.
—Ya lo sabía —balbuceó Ígor—, ¡son los bandidos!
Antonia hizo ademán de levantarse y Ghika la retuvo por un brazo: era mejor esperar dentro. Podía tratarse de una partida de cosacos y, en ese caso, había que esperar que ellos tomaran la iniciativa. Al instante sintieron que golpeaban una de las portezuelas; Antonia abrió la ventanilla y vio la cara del postillón, toda cubierta de manteca de ganso.
—Los kirguisos —gritó— me mandan a preguntar si los señores van a comprarles carne de caballo o leche de yegua.
Ghika se adelantó para responder que sí, que querían un poco de carne y que su criado bajaría de inmediato para escoger una buena pieza.
—En mi vida he comprado carne de caballo —se ufanó Ígor.
—Pues hoy tendrás que hacerlo —respondió Ghika—. No conviene que nos vean a nosotras.
Ígor se caló el enorme sombrero de ala ancha y escarapela púrpura, y se embozó lo mejor que pudo con la capa, de modo que apenas se le veían las gruesas cejas blancas y los ojos todavía legañosos. Cuando salió del trineo, los kirguisos ya habían puesto grandes trozos de carne sobre una piel de oveja que extendieron en el suelo.
—Está muy fresca —dijo uno de los vendedores—. El caballo se desnucó hace poco.
Ígor se agachó con dificultad, se quitó el guante de su mano derecha y comenzó a examinar las postas aún tibias y sangrantes. Escogió precisamente la que le causó más repugnancia, porque comprendió que, después de verla, le sería muy difícil continuar palpando los demás pedazos. Preguntó cuánto debía y dos de los kirguisos conferenciaron en voz baja, aunque sólo uno de ellos se dirigió a Ígor.
—Son diez rublos.
—¿Diez rublos? ¿Por ese trocito de carne?
—Diez rublos. Es la mejor tajada, lleva la tripa.
No podía consultarlo con Ghika, pero estaba seguro de que aquella carne no valía ni una décima parte de lo que le pedían. Diez rublos por unas pocas lonchas que seguramente Su Alteza mandaría a tirar después. Ígor registró su bolsillo y entregó las monedas al kirguiso que parecía llevar la voz cantante. Enseguida tomó en sus manos el trozo de carne y se dispuso a entrar en el trineo. La voz de Ghika lo detuvo:
—Dáselo al postillón para que lo mande a salar en la próxima posta.
Ígor estaba extenuado. Se le enredaba la capa a cada paso y le escocía en las manos aquel trozo de carne, pegajoso y nervudo.
—Peor que los bandidos —masculló al entrar de nuevo en el trineo—. Han pedido diez rublos por esa piltrafa.
Ghika se encogió de hombros. No habían tenido más remedio que contentarlos con la adquisición de la carne. De lo contrario, se habrían llevado por las buenas o por las malas los diez rublos, muchos rublos, quién sabe si también a las mujeres. Por fortuna, sólo quedaban unas pocas leguas para llegar a Kremenchug, y entonces permanecerían allí dos o tres días antes de viajar a Kiev. Antonia salió en el acto de su modorra.
—¿A Kiev? ¿Es que vamos a Kiev?
Por supuesto que irían, respondió Ghika. Hubiera sido una pena que, estando tan cerca de la ciudad, la privara a ella y se privara a sí misma del sosiego y el fervor que se respiraba en aquella cuna de santos. Estaba segura de que Antonia disfrutaría mucho más del recorrido si se detenían unos cuantos días en Kiev. Además, quería advertirle que en toda Rusia sólo había tres personas a quienes les estaba permitido besar las manos del Monje Paciente, en las catacumbas de Pecherskoy. Una era la Emperatriz. La otra, el Metropolitano. La tercera, ¿no se imaginaba quién?
—Su Alteza —intervino Ígor señalando a la princesa Ghika—. No entiendo cómo no la sofoca entrar en ese túnel tan angosto, ni cómo no le repugna besar la mano de una momia.
Ghika ni siquiera se interrumpió para mirarlo. Siguió describiendo la infinita belleza del monasterio; la prodigiosidad de aquellas calaveras que exudaban un aceite milagroso con el que había que ungirse; la magnificencia de las tumbas y de los sepulcros, y la gallarda serenidad que aún conservaba el cadáver de Néstor. Antonia ya no la escuchaba. Si se detenían demasiado tiempo en Kiev, se retrasaría el arribo a San Petersburgo. Y era en San Petersburgo donde se encontraría con Francisco; allá la iría él a buscar cuando regresara de Crimea; cuando se despidiera para siempre de Cherson y del malsano influjo de Teresa Viazemski.
—No deseo ir a Kiev —dijo de pronto.
—Pues no hay otro camino —le contestó cándidamente Ígor.
—El coronel Miranda —suspiró Ghika por toda respuesta— tardará varias semanas en llegar a San Petersburgo. Probablemente también decida detenerse en Kiev.
Antonia se mordió los labios y se puso a mirar las casitas de troncos que ya empezaban a motear la estepa. Su criada continuaba durmiendo con la cara medio oculta entre los pliegues del abrigo, y el viejo Ígor se acurrucó otra vez bajo su capa. Más tarde, cuando se acercaban a los alrededores de Kremenchug, aparecieron unos manchones de viviendas que se apiñaban en torno a la casa más grande y mejor construida. Eran las chozas de pedrejón y barro de los campesinos, en cuyas bastas puertas de madera resaltaban una o varias cruces rojas.
—Lo hacen para espantar a los demonios —le explicó Ghika.
No hubo otra seña de la ciudad cercana que los alertara del arribo inminente a Kremenchug. Y cuando vinieron a darse cuenta, ya estaban atravesando unas callecitas lineales y cubiertas de nieve, bordeadas de pequeñas casas de ladrillo y varias tiendas de feria, transitadas por hombres y mujeres que observaban con curiosidad el paso del trineo.
—Potemkin —susurró la anciana— tiene una casa aquí, y otra mejor en Kiev.
Por primera vez, el recuerdo de su encuentro con aquel ogro insaciable le dio a Antonia ganas de reír. No era tan feo como declaraba Teresa. En realidad, aquel comentario de su prima debió de haber sido otra de sus astucias para engañar a todos. Estaba segura de que Teresa, en el fondo, se admiraba de la cara desigual y tosca del Príncipe de Táurida, de sus manos groseras, de la morada carnaza de sus labios. Ghika comentó que Potemkin viajaba a menudo con sus tres sobrinas y se quedaba en Kiev por una temporada, tumbado en su canapé favorito, bajando botella tras botella de esa bebida que llamaban kvas, y hartándose de carne salada y remolacha cruda. Antonia se preguntó qué clase de aliento dejarían en la boca los fermentos de las raíces sin cocer, de la carne seca y del licor cerril.
—El kvas lo mezcla con aguardiente —prosiguió Ghika—. Y luego duerme durante días enteros, de modo que las sobrinas le ponen el alimento en la boca, para que al menos no se les muera de hambre.
Por fin, el trineo se detuvo frente a una posada a la que entraron para comer y pedir alojamiento. Los huéspedes estaban aún sentados en torno a la mesa y Antonia recorrió con la mirada el extraño conjunto que formaban: un hombre grueso y delicado, muy parecido a monsieur Raffí, seguramente comerciante, tomaba sorbos del gran vaso de vino con el que acompañaba su potaje de coles; una pareja compuesta por un militar de edad y una joven pecosa, recién salida de la adolescencia, discutía en voz baja; y una anciana de aspecto venerable, toda vestida de negro, jugueteaba con las perlas de su collar de siete vueltas y mordisqueaba un pedacito de pan. Ghika y Antonia se acomodaron en dos de las tres butacas que aún permanecían vacías y repararon que, frente a la tercera, humeaba un plato de potaje que nadie se había atrevido a tocar.
—Es para el domovói —confirmó Ghika—. El duende come primero, porque de lo contrario, atraerá el infortunio a la casa.
—Me muero de hambre —gimió Antonia—, y no me importaría el infortunio con tal de tomarme ese caldo.
La anciana de luto levantó la cabeza y las miró fijamente. Antonia, temiendo que la hubiese escuchado, bajó los ojos y simuló que rezaba. Pero la mujer mantuvo su expresión distante y pronunció una frase en alemán, que ni Ghika ni Antonia pudieron comprender. Al punto llegó la posadera para servirles el caldo espeso, caliente, de un absurdo color escarlata, en cuya superficie flotaban las salchichas.
—Esto tiene buena pinta —se animó Ghika—. Ya ordené que les dieran de comer a Ígor y a tu criada, a ver si se reponen.
Algo iba a responderle Antonia cuando de repente la discusión entre el militar y la joven que lo acompañaba subió de tono. Hablaban en ruso y la cara del hombre tomó un matiz rojizo, se le hincharon las venas del cuello y, poniéndose de pie, abofeteó a la muchacha y la lanzó contra el suelo. La posadera corrió a llamar a su marido y el militar los miró a todos con una expresión tan amenazadora, que Antonia casi hundió su rostro en el plato. Cuando llegó el dueño del establecimiento, ya el agresor se había alejado y sólo quedaba allí la joven, sollozando bajo una lluvia de potaje que iba escurriendo de la mesa y le bañaba los zapatos. La ayudaron a levantarse y el resto de los comensales terminó la cena en el mayor silencio.
Ante la escasez de habitaciones, Ghika y Antonia tuvieron que compartir una misma pieza aquella noche. Y como no había más que una pequeña cama, el posadero preparó una colchoneta para Antonia que colocó en el suelo, y que vistió con las sábanas de lana que Ígor había tenido la precaución de echar en las valijas.
—Nosotros también tendremos que dormir juntos —anunció Ígor, señalando a la sirvienta mestiza de Antonia.
La aludida se persignó y luego siguió resignada al viejo criado.
—No hay peligro —afirmó Ghika, dejando escapar una risita aguda que se entremezcló con un ligero acceso de tos—. Ígor ya no es ningún peligro.
—¿Y usted cómo lo sabe? —preguntó Antonia.
—Acuérdate de que soy un poco adivina —musitó tranquilamente la anciana princesa.
—Entonces dígame: ese militar, en el comedor, ¿por qué golpeó a su mujer?
—No es su mujer —repuso Ghika—, pero eso no lo adiviné. Lo escuché mientras hablaban entre sí. Es su hija y está embarazada de uno de sus subalternos.
—¿Y por eso le pegó?
—No lo creo. Me parece que le pegó porque el viejo sostiene que ese hijo es suyo, no del otro.
Antonia se llevó las manos a la boca.
—Dijo además que la mandaría a Moscú. Que es allí donde quiere que nazca la criatura. Y cuando ella se negó, le fue encima para que no volviera a contrariarlo.
Antonia apagó la luz de una palmatoria que Ígor había dejado junto a la colchoneta y luego intentó dormirse pensando en Francisco. Sin embargo, fue la demoledora imagen de otro hombre la que se alzó en aquellos sueños tumultuosos que se prolongaron hasta bien entrada la mañana. Se veía envuelta en los humos de un caserón revuelto y sin ventanas, que era la casa de Potemkin. Lo había buscado de aposento en aposento, flotando casi, deslizándose ligera hasta llegar a su alcoba. Y allí, junto a la chimenea, tumbado al desgaire sobre un canapé y tomando pedacitos de carne salada de la mano de una muchacha pálida, lo había encontrado al fin, cubierto con la misma piel de oso con que lo vio el primer día, empinando una botella de ese licor agreste al que la convidaba con un gesto. La muchacha siguió a su lado, desmenuzando la carne, y Antonia se acercó para besar a Potemkin. Sintió el contacto de la ruda pelambre de aquel pecho, que poco a poco se fue elevando hasta quedar en posición de apretarse contra el suyo. La boca de aquel hombre olía a comino; olía a la salmuera de la carne que se acababa de tragar y olía, sobre todo, a los alientos carnívoros y humeantes de ciertas bestias del invierno. Fue Potemkin y no Francisco el que la hundió por fin en ese vértigo del que se despertó cansada y suave, con los ojos hinchados y un sabor áspero, como de sangre seca, en la garganta.
Estaba aún acostada cuando vio entrar a su criada, alarmada porque su patrona no había tomado ni siquiera una taza de té. Ghika, en cambio, había desayunado muy temprano y había salido a visitar a unas amigas que vivían en la ciudad. Antonia se frotó los ojos y se levantó más agotada que la víspera, envuelta en los efluvios de aquel sueño, tan vívido y cercano, que casi lo podía palpar. Una vez en el comedor, coincidió con el hombre que la noche anterior, a la luz de las velas, se le pareciera tanto a monsieur Raffí. Ahora, con la claridad del día pegándole de lleno en el rostro, lo hallaba tosco y vulgar, con la levita sucia, la peluca maloliente y un cutis tan maltratado por las viruelas que inspiraba repugnancia. El hombre la saludó afablemente y luego se acercó para hablarle en voz baja.
—¿Ya sabe lo que pasó?
Antonia negó con la cabeza.
—El militar de anoche, el que discutía con su esposa, ha desaparecido. Lo están buscando por todas partes y su mujer está muy afligida.
—No es su mujer —replicó Antonia—, sino su hija.
—¿Su hija? Pero si hablaban de la criatura de ambos, que ya viene en camino…
Antonia tragó un enorme sorbo de té, arrepentida de haberle dicho nada. El hombre la miró con desconfianza y siguió devorando unos sombríos pedazos de queso, que pisaba con enormes rebanadas de pan negro. Ígor apareció en ese momento, tosiendo débilmente y trayendo consigo una taza humeante.
—Me he vuelto a resfriar —le dijo a Antonia—. Ya sabía que este viaje no me convenía.
—Me gustaría saber cuándo nos vamos —respondió ella.
—Eso depende de Su Alteza —recalcó Ígor—. Acaso quiera quedarse esperando a Potemkin.
—Potemkin está en Crimea —recordó Antonia—. Demorará unos días.
—Bah, ¿y cree que eso le importa a la princesa Ghika? Dicen que habrá bailes y fuegos de artificio. A Ghika la entusiasman esas cosas.
Había un dejo de ternura en sus palabras. Un acento cálido y emocionado, como el de un padre que relata las travesuras de su hijo.
—Le gustan mucho los fuegos —repitió—, pero más le gusta Potemkin. Si tuviera cincuenta años menos, lo perseguiría por toda Rusia como la condesa de Sievers.
Antonia lo miró con sorpresa y recelo. Entre carraspeos y toses menudas, aquel anciano comenzaba a abundar en unos temas que ella consideraba, cuando menos, impropios de un criado.
—No creo que se quede por Potemkin —afirmó sin mirarlo, tratando de rescatar las distancias y salvaguardar las espaldas de Ghika.
—No la conoce —concluyó Ígor, frustrando todo intento.
Al mediodía regresó la vieja princesa con el rostro radiante, acompañada de otra anciana a la que presentó como madame Bibikov, su mejor amiga. Era la esposa del gobernador, en cuya casa se hospedarían por los próximos días, dando tiempo a que arribara la comitiva de Potemkin, en cuyo honor se celebraría un gran baile y se formarían los más hermosos fuegos que se hubieran visto. Hasta un experto chino habían traído para la ocasión.
Ígor le dirigió a Antonia una mirada cargada de ironía. Había que recoger el equipaje: tres kibitkas aguardaban afuera para llevarlos a su nuevo destino.
—Allá tendremos tumbillas para calentar las camas —presumió Ghika—, y cuartos de aseo como Dios manda.
—Y música —agregó madame Bibikov—. No nos habrá llegado esa maravilla que llaman pianoforte, pero tenemos un excelente clavecín.
Antonia intentó sonreír y le salió tal expresión de desaliento que Ghika se apresuró a consolarla.
—No se puede hacer un viaje tan largo de un tirón. Descansaremos aquí y luego seguiremos a Kiev… Además, ¿no se te ocurre pensar que tal vez el coronel Miranda decida continuar su recorrido junto al Príncipe de Táurida?
Sí, ya se le había ocurrido. Pero no era en Kremenchug —todavía tan cerca de Cherson—, ni tampoco en Kiev, donde ella ansiaba ese reencuentro. Sino en la ciudad sumergida de sus noches de fiebre; en el territorio silencioso y ácueo donde el vaivén de las mareas curvaba el tronco de los cipreses, y hacía ondular las túnicas de las estatuas.
—Los Jardines de Verano —comentó Ghika a madame Bibikov—. Esta muchacha no hace más que soñar con San Petersburgo.
En ese momento, un jinete se detuvo frente a las puertas de la posada, desmontó de un salto y corrió al interior del edificio. Al cabo de unos minutos reaparecieron Ígor y la criada de Antonia, sofocados por el peso del equipaje y el fragor de la noticia.
—El militar de anoche —jadeó el anciano—, ha venido ese soldado para avisar que lo encontraron muerto, colgado de un árbol.
Ghika juntó sus manos y miró pensativa su propio dedo encamisado.
—Otra alma que va derecha al infierno… y otra criatura que llegará huérfana a este mundo.
A los pocos minutos reapareció el soldado, saltó de nuevo sobre su montura y se alejó picando espuelas. De la posada comenzaron a salir unos sollozos desgarrados y la princesa Ghika se apresuró a subir a la kibitka:
—Vámonos —gritó desde el carruaje—, vámonos antes de que le traigan el cadáver a esa desdichada.