Entre mille gens qui voyent, il y a à peine un seul clairvoyant.
(Entre mil videntes, apenas un solo clarividente).
Johann Kaspar Lavater
—Eso que ves ahí delante es Kiev.
Habían bajado del carruaje y Antonia observó, a lo lejos, la meseta donde se asentaba la ciudad: el estanque púrpura de los tejados, las cúpulas doradas de las iglesias y un par de domos escarchados, teñidos de un azul turquesa que sosegaba el alma. Más allá, la silueta agrisada de la muralla que serpenteaba entre su propia bruma.
—Aquella torre tan alta —agregó Ghika— es el campanario de la Laura, y ese río es el Dniéper.
—El Borísthenes —la contradijo Ígor, a quien el simple esfuerzo de bajar del carruaje le provocó un ataque de tos que lo mantuvo unos minutos encorvado, como si estuviera examinando el suelo.
—Todavía no estás bien —le advirtió ella—. Deberías haberte quedado dentro del coche.
Ígor simuló no haberla escuchado y permaneció con la mirada perdida en el paisaje. Al poco rato, Ghika los conminó a todos para que volvieran a sus puestos.
—Tenemos que alcanzar la Laura antes de que empiece a nevar.
Antonia fue la primera en subir al coche. En realidad, la visión de la ciudad tan sólo la animaba en la medida en que la acercaba a San Petersburgo. Cuando Ghika se decidió a salir de Kremenchug, su viejo criado había caído postrado por unas fiebres que no cedieron durante varios días. Las tres mujeres se turnaron para cuidarlo, y tan pronto Ígor dio señales de mejoría y fue capaz de levantarse sin ayuda, resolvieron continuar el viaje. Los mejores caminos estaban reservados para la comitiva de la Emperatriz, y el trineo tuvo que desviarse por veredas improvisadas o demasiado estrechas, en las que a veces faltaba la nieve o, en el peor de los casos, se presentaba tan blanda que quedaban atascados durante horas enteras.
—Las calzadas principales limpias y vacías —se lamentaba Ígor—. Y nosotros aquí, hundidos en estos degolladeros de gente.
De vez en cuando aparecía una carreta en dirección contraria, que transportaba racimos de hombres maniatados y mal vestidos. Eran los locos, los tísicos, los enfermos del gálico, los que se revolcaban del dolor por causa de los cólicos y los tumores blancos.
—Los llevan lejos —explicaba Ghika—, donde Su Majestad Imperial no pueda verlos.
Otras veces se topaban con largas filas de campesinos que acarreaban pailas de pintura, estacas de madera y carretones rebosantes de tejas de álamo temblón; cargaban entre todos con las patas floridas de los arcos triunfales, o con los entramados gigantescos de las fachadas de embuste.
—Son decorados, como los de la ópera… A la distancia, Catalina creerá que son casas auténticas.
Finalmente, cuando los caballos no dieron más de sí, Ghika ordenó que se desocupara el trineo y se montaran dos kibitkas para continuar el viaje: Antonia viajaría con ella, y Domitila lo haría con Ígor, cuidando de que el anciano se abrigara y tomara sus jarabes. Para comer las pocas provisiones que aún llevaban, decidieron entrar en la cabaña de un maestro de postas, cuyos hijos corrieron a esconderse tan pronto vieron llegar a los viajeros. Sentada en un destartalado taburete, temblando por el frío y la humedad, Antonia apenas probó el pedazo de pastel que le sirvió su criada. Más que la miseria de la vivienda, lo que la trastornaba era el olor a podredumbre que lo impregnaba todo, y que parecía provenir de aquellos agujeros tenebrosos por donde había desaparecido la numerosa prole del maestro de postas. Antes de subir de nuevo a la kibitka, se arrimó a un árbol para vomitar.
—Mal síntoma —se alarmó Ghika—. Déjame tocarte el vientre.
Antonia se abrió la pelliza y, por encima del vestido, Ghika palpó primero sus pechos y después su estómago.
—¿Cuánto tiempo hace que no te ves a solas con el coronel Miranda?
—Mucho —respondió Antonia—, más de dos meses.
La princesa le palpó entonces las caderas, y al terminar dio un suspiro de alivio.
—Pues no. Es la repugnancia que te dio esa casa. Se ve que cocinan las bostas de los caballos. Las cocinan y se las comen envueltas en hojas de col. También se comen a los perros y a las ratas.
Antonia reclinó la cabeza, todavía lívida y haciendo arcadas.
—No has visto nada —prosiguió Ghika—. Muchos de esos hombres prefieren fornicar con sus vacas, y las mujeres van donde la autoridad y los denuncian. ¿Sabes por qué prefieren a las vacas?
Pronunció un «no» desolado. Mantenía una mano sobre la boca y los ojos llenos de lágrimas.
—Hay algo en el interior de las bestias, algo que los atrae más que las caricias de sus mujeres. Es una baba negruzca, de un color muy parecido al de la leche de yegua que beben los tártaros.
El resto del viaje Antonia lo pasó tratando de olvidar esas imágenes: la cabaña del maestro de postas y la estampida de los niños; el insondable ayuntamiento de hombre y vaca, y el hálito del mal amor. Pero casi todo se disipó al columbrar desde aquel promontorio la ciudad de Kiev. Lo peor había quedado atrás, también el asco y el dolor de las preguntas: ¿Cuándo fue la última vez que estuvo a solas con el coronel Miranda?
Bajaron por unos senderos cubiertos a la rusa, con cientos de tablones mal cruzados, y desde allí siguieron por la misma clase de enfoscadero cenagoso, aclarado a ratos por la nieve. Adelantaron de esa suerte unas cuantas verstas, hasta que poco a poco el camino se empinó y las dos kibitkas se internaron lentamente en la ciudad. Habían entrado por lo que parecía ser una calzada poco concurrida, bordeada de una doble fila de abedules que crecían salvajes, y por órdenes de Ghika se detuvieron a comprar roscas de pan a unas enclenques vendedoras que pregonaban con el barro a media pierna. Los escasos transeúntes los miraron sin curiosidad: estaban habituados al arribo diario de cientos de peregrinos, a la afluencia cotidiana de soldados y dignatarios extranjeros, y al ajetreo de última hora por el arribo inminente de la avanzada de la Emperatriz.
Cuando llegaron a las puertas de la Laura, bajo la iglesia de la Santa Trinidad, Antonia todavía estaba aturdida por el zarandeo del coche. Fueron directo hacia el portillo de un pabellón de sillería en el que no había aldaba, sino una soga de la que tiraron varias veces. Les abrió un monje seco, con el rostro medio oculto tras un capucho puntiagudo, que movió la cabeza cuando escuchó la petición de Ghika, y la rechazó con una simple frase: «La hospedería está llena».
—Para la princesa Ghika —replicó ella, separando las sílabas— siempre ha habido un aposento entre estas santas paredes.
El monje no se inmutó. Quizá en el pasado, cuando no había tal cantidad de gente en la ciudad. Pero en esos días se habían visto obligados a rechazar a no pocos nobles, y a distinguidos extranjeros que también pretendían alojarse en Kievo-Pechérskaia. Las pocas estancias que quedaban vacías estaban reservadas para la comitiva del príncipe Potemkin, a quien esperaban de un momento a otro.
Ghika apretó los labios y, como siempre que estaba disgustada, levantó la mano y agitó el dedo proscrito.
—Le repito que para Ghika de Moldavia siempre hubo aquí aunque fuera una humilde celda.
El monje negó con la cabeza y se echó atrás para cerrar el portillo. Ghika palideció de rabia y se quedó inmóvil durante unos segundos. Luego tragó en seco y se dirigió a Antonia:
—Puedes creerme que jamás me había visto en situación semejante. Me quejaré a Su Majestad. No voy a tolerar que se me trate como a la mujer de un mujik.
Estaba a punto de echarse a llorar cuando el cochero, que presenciaba la escena, se acercó para decirles que al otro lado de la ciudad, en el lugar llamado Starokievski, había una buena posada en la que acaso podrían encontrar albergue. La princesa meditó unos instantes.
—Llévenos allá.
La posada estaba enclavada en la ribera sur del río, al pie de una colina salpicada de cabañas de madera. Tampoco allí quedaban muchos aposentos, apenas dos, según les informó el posadero, pero se apresuraron a tomarlos y decidieron compartirlos como ya lo habían hecho en Kremenchug. La criada de Antonia se resignó sin chistar: estaba tan extenuada que no le importaba dormir con Ígor. El viejo criado, por su parte, parecía más débil que la víspera, y durante todo el trayecto a la posada había estado tosiendo y llevándose las manos al pecho.
—Si mañana sigues así —murmuró Ghika—, tendremos que llamar a un médico.
Las alcobas eran tan buenas que la anciana princesa pareció olvidarse de la humillación sufrida en el monasterio. Había camas y mantas, y cuando terminaron de calarse sus respectivos gorros de dormir, Antonia suspiró para sí y para el ancho mundo:
—No veo la hora de salir de aquí…
Ghika poco a poco recobraba el entusiasmo perdido.
—Piensa que Potemkin viene en camino. Probablemente el coronel Miranda esté con él.
—Las cosas no son tan sencillas —replicó Antonia—. Francisco no está de buenas con el gobierno español. Lo mejor sería escapar de Rusia.
—¿Escapar? —se escandalizó Ghika—, ¿quién piensa en escapar? ¿Y adónde? En San Petersburgo estarán más seguros que en ningún lugar.
Antonia se dio la vuelta en la cama y tardó mucho en dormirse. Aquella noche no soñó con nada digno de ser recordado. No hubo arriates de estrellas de mar, ni esturiones plateados mordisqueando la hiedra. No hubo nada, ni siquiera mar. Soñó, sólo un instante, con un camino abierto en la nieve, una verja menuda y siete cúpulas que se abrasaban al calor de sus propias doraduras.
—La catedral de la Ascensión —decidió Ghika a la mañana siguiente—. Soñaste con la catedral y deberías volver a la Laura, decir unas cuantas oraciones por ti y por mí, porque lo que soy yo, no vuelvo a poner un pie en el monasterio.
El viejo Ígor, mejorado ya por el descanso, desempacaba el equipaje. Al escucharla se dio la vuelta:
—¿Es que Su Alteza no piensa volver a rezar?
Claro que rezaría, se indignó ella. Lo que sobraba en Kiev eran iglesias. Aunque ninguna iba a brindarle el aliciente de las catacumbas, o el consuelo de las manos del Monje Paciente, santas manos insomnes que ella nunca se resignaría a no volver a sentir entre las suyas.
Aquella misma tarde arribó la avanzada de Potemkin. Las calles, iluminadas por miles de antorchas y adornadas con guirnaldas, se vieron de pronto inundadas por un gentío que entraba y salía de las tabernas, formaba corros en torno a los emisarios, y se escandalizaba en los burdeles, escuchando las ocurrencias de los bufones, quienes llegaron desde todas partes para alegrar en ocasión tan señalada cada rincón de la ciudad. Al filo de la medianoche, sesenta y cinco soldados atravesaron la calzada principal haciendo sonar sus magníficos cuernos de caza. Antonia, llevada de la mano por la princesa Ghika, asistió, por segunda vez en su vida, al espectáculo glorioso y aterrador al mismo tiempo que era la entrada en cualquier plaza del Príncipe de Táurida.
—Míralo —la animó Ghika—, ¿no te parece un césar?
Vistiendo el uniforme militar, cubierto por una capa gris que le llegaba a los tobillos, Potemkin caminaba con su cadencia de oso redimido entre la multitud que vitoreaba, lanzaba al aire los sombreros y sollozaba al bendecir su bien bragado nombre.
—Míralo bien, para que lo recuerdes cuando te hagas vieja.
Pero Antonia ya no miraba a Potemkin, sino que recorría uno por uno los rostros de los demás miembros de la comitiva. Por un momento, le pareció haber visto la cara de Francisco medio oculta por el plumaje blanco de un sombrero, pero enseguida la perdió entre la marejada de pelucas y tricornios. Pese a los esfuerzos que hizo Ghika, agitando un pañuelito azul de encaje y gritando: «¡Grisha, Grisha!», Potemkin no la vio. Siguió de largo junto a sus edecanes, y, entre la multitud que lo rodeaba, Antonia reconoció en el acto el perfil inconfundible del coronel De Ribas.
—¡Ese —le gritó a Ghika—, ese fue el bandido que me condujo al retrete de Potemkin!
—¿Bandido, dices? Es el napolitano más correcto que he conocido nunca. Por el contrario, nunca te fíes de aquel gordito que está a su lado. Es el príncipe de Nassau-Siegen, tiene fama de ser muy retorcido.
Antonia reparó un instante en aquel hombre y enseguida miró hacia la cola de la comitiva.
—No ha venido con él —musitó como para sí misma.
Ghika también miró en aquella dirección.
—¿Te refieres al coronel Miranda?
—La condesa de Sievers —agregó la otra—. No veo su kibitka.
—Debe de haberse quedado en Kremenchug —se burló Ghika—. No por su gusto, desde luego. Dicen que Potemkin se disgustó con ella en Cherson. A la primera oportunidad, ¡plaf!, la soltó como si fuera un zapato.
Acompañó con un soberbio gesto sus palabras y elevó el pie con tanto impulso que golpeó las corvas de un caballero de tricornio y capa que también observaba el desfile. El hombre se volvió con el rostro lleno de estupor.
—Mil perdones —balbuceó Ghika.
Él hizo un gesto restándole importancia, pero los ojos se le fueron hacia el dedil de seda que la anciana llevaba en la mano derecha. Antonia había bajado la vista, más divertida que apenada, y sólo alcanzó a ver las facciones delicadas, como las de un niño pero en un rostro viejo, y la piel cubierta de lunares.
—Con tanto truhán que hay en la calle —se lamentó Ghika—, y yo vengo a pegarle un puntapié al único que no merece que lo azoten ni con el pétalo de una rosa. Es el músico Giuseppe Sarti, que viene de San Petersburgo.
Antonia se dio la vuelta para verlo mejor, y descubrió que en ese instante él también se volteaba para mirarlas.
—Tiene un ojo azul y otro gris —susurró Ghika entre dientes—. Hay quien piensa que el gris lo tiene hueco y que no ve por él. Pero yo sé que ve, lo del ojo no es más que una señal.
—¿Qué señal? —preguntó Antonia.
—Señales con las que venimos todos a este mundo. ¿Por qué crees que siempre llevo oculto el dedo?
—Porque se lo quemó en lo del abate Nollet.
—Habladurías —se exaltó Ghika—. Nací con un dedo de menos porque mi madre se expuso demasiado a las miradas de los peces, casi todos los días de su embarazo fue a nadar. Por eso llevo este dedil, que no oculta ningún dedo, sino el espacio que debió ocupar el anular ausente y que yo guardo por respeto.
Al llegar a la posada, ya de madrugada, Ígor se hizo cargo de la princesa, le sirvió un té y la ayudó a meterse en la cama.
—Desvaría —se disculpó con Antonia—. Es muy anciana y cuando ve a Potemkin se emociona mucho.
Durante varios días, la ciudad vivió una saturnal perpetua, animada de noche por los fuegos de artificio; de mañana y tarde por las comilonas públicas que financiaban los aristócratas polacos, y de madrugada por las mascaradas y los bailes que se celebraban en las plazas. Sólo los siervos de los monasterios, encerrados en sus pabellones, parecían conservar la cordura que poco a poco se iba perdiendo afuera. Una noche, mientras todos se hallaban sentados a la mesa, la posadera anunció que procuraban a la señora de Salis. Ghika la conminó con un gesto para que atendiera al recién llegado, un joven pelirrojo, de labio leporino y crenchas pegajosas, que le entregó dos huevos de Pascua y un pequeño billete.
—Aquí le manda mi señor.
Antonia leyó en primer lugar las inscripciones que aparecían sobre los cascarones bordados: «Shristos Voscressé. Voistinnci Voscressé». Luego desdobló el papelito, escrito con una letra cortesana y rígida que no se correspondía con la calidez y el ingenio del mensaje:
«El músico Sarti me ha comentado que tropezó en la calle con la anciana viuda de un príncipe de Valaquia y Moldavia, que por razón de haber perdido un dedo en un terrible accidente de licantropía lleva un dedil de seda en el anular de su mano derecha. Consideré prudente averiguar si la princesa Ghika había venido sola. Entonces me enteré de que usted la acompañaba. Estaré mañana, a las tres de la tarde, en la puerta Zaborovski del recinto de Santa Sofía. Allí la espero. Su seguro servidor que besa su mano, José Amindra».
Antonia corrió a la mesa y Ghika la miró con suspicacia.
—Alguien que quiere verte, ¿no es así?
—Está aquí —musitó jubilosa—, ha venido con Potemkin.
La anciana bajó la cabeza desalentada, apuró un vaso de vino y de repente le tomó una mano.
—Me da pena por ti. Pensé que esa nota podría ser de otra persona.
—¿Otra persona? ¿Quién más puede saber que estoy en la ciudad?
Ghika sonrió y le espejearon los ojos.
—Potemkin, Antonia. Él lo sabe. Durante tu enfermedad mandó a preguntar varias veces por ti. Luego le informé que iríamos a San Petersburgo, y él aseguró que nos alcanzaría en Kremenchug o en Kiev.
Antonia se mordió los labios.
—No quiero saber nada de Potemkin. Es un oso feo y grosero. Y no sé por qué razón le da tanta importancia.
—El que no tiene ninguna importancia —se desahogó la anciana princesa— es ese soldadito que no hace más que correr cortes y quererse con todas las mujeres que se le ponen a tiro.
—¿Quién le ha dicho esa barbaridad?
La princesa, por toda respuesta, lanzó un sonoro hipido y Antonia comprendió que estaba al borde de la borrachera. Le hizo una seña a Ígor para que la ayudara a llevarla a su pieza. Entre los dos la depositaron en la cama y la arroparon con frazadas calientes que les proporcionó la mujer del posadero. Al día siguiente, después de la comida, Antonia pagó a un cochero para que la llevara a la puerta Zaborovski.
—Esa puerta está cerrada —le advirtió el hombre—. Para entrar en Santa Sofía hay otras dos.
Antonia irguió la cabeza.
—Usted me lleva a la puerta Zaborovski. No se hable más.
El cochero se encogió de hombros y azotó irritado a las caballerías. No volvió a decir palabra hasta que enfilaron por un camino solitario, pegado a la muralla que circundaba el recinto.
—Este es el Bramá de Zaborovski —dijo con sorna, señalando un corte abrupto en la muralla donde se alzaba la enorme puerta clavadiza de madera roja.
Antonia miró a su alrededor e intentó disimular la aprensión que le causaba esa explanada desierta, los esqueletos ateridos de los tilos y el silencio de los pájaros. Por encima del muro sobresalían los techos del refectorio y las cúpulas adormecidas de la catedral. Más allá, la torre del campanario se desdibujaba a medias contra un cielo cerrado y sin mejor augurio. Cuando Antonia le entregó al cochero los veinte kopeks que le había pedido, el hombre señaló hacia la puerta y le dijo en tono agrio:
—¿No le dije que estaba cerrada?
Soltó la frase como un desquite y se alejó sin esperar respuesta. Ella se quedó inmóvil, mirando largo rato hacia el lugar por donde había desaparecido el carruaje. Luego se recostó contra la muralla y hasta allí le llegó el aroma inconfundible de las espigas de los álamos. Las buscó en vano con la vista, seguramente estaban del otro lado de la tapia, donde su mirada no podía alcanzarlas. Pero el olor estaba allí, punzante y alardoso, a pesar del frío y de la nieve, anticipándose por mucho a la reventazón dorada de la fronda, que aún demoraba. Más tarde, cuando vio venir el percherón gateado que cabalgaba un hombre de uniforme, le volvió a dar el olor de las espigas, pero mezclado ya con la brutal fragancia a chamusquina que conocía desde sus días de Cherson.
—Antonia de Salis —oyó decir—, ¿quiere montar?
El aire se llenó de aquel incienso, Francisco le extendió los brazos.
—Soy José Amindra… ¡suba!