LOS DONES DE LOS DIOSES[28]
HABÍA una vez un hombre que pensó pedir un don a los dioses. Pues había paz en el mundo y todas las cosas olían a monotonía, y el hombre estaba profundamente hastiado, y añoraba las tiendas de campaña y los campos de batalla. Así que pidió un don a los dioses antiguos. Y presentándose ante ellos, les dijo: «Dioses antiguos: aquí hay paz, en la tierra que habito, y también en casi todas partes, y estamos hastiados de tanta paz. ¡Oh, dioses antiguos, concedednos la guerra!»
Y los dioses antiguos le dieron una guerra.
Y acudió el hombre con su espada, y observó que era una guerra constante. Y el hombre recordó las cosas menudas que conocía, y pensó en los días tranquilos que solía haber; y por las noches, sobre el duro suelo, soñaba con momentos de paz. Y se le fueron haciendo cada vez más queridas las cosas cotidianas, las cosas monótonas y plácidas de los tiempos de paz; y recordándolas, comenzó a pesarle la guerra, y nuevamente deseó un don de los dioses antiguos; y presentándose ante ellos, les dijo: «Oh, dioses antiguos; en verdad, lo que un hombre más estima son los tiempos de paz. Por tanto, llevaos vuestra guerra y devolvednos la paz, pues verdaderamente, de todas vuestras bendiciones, la paz es sin duda la mejor».
Y el hombre retornó a las moradas de la paz. Pero algún tiempo después, volvió a cansarse de la paz, de las cosas que solía conocer, y del olor a monotonía, y añoró las tiendas de campaña una vez más; y presentándose de nuevo ante los dioses, les dijo: «¡Dioses antiguos; no queremos vuestra paz, porque los días se vuelven aburridos, y donde un hombre está mejor es en la guerra!».
Y otra vez le hicieron los dioses una guerra.
Y hubo tambores de nuevo, y humo de fogatas, y viento en el desierto desolado, y ruido de caballos en la batalla, y ciudades incendiadas, y las cosas que saben los merodeadores; y el pensamiento de este hombre volvió a las escenas de paz: el musgo de los prados, la luz reflejada en las viejas torres de los campanarios, el sol en los jardines, las flores en los bosques deleitables, y los sueños y senderos de la paz.
Y nuevamente se presentó el hombre ante los dioses antiguos, y les pidió un nuevo don, diciendo: «Dioses antiguos; en verdad, el mundo y nosotros estamos cansados de guerra, y echamos de menos las viejas escenas y los senderos de la paz».
Así que los dioses retiraron su guerra y le dieron paz.
Pero el hombre se puso a meditar un día, y deliberó consigo mismo largamente, y se dijo: «En verdad, los deseos que pido a los dioses no son muy de desear; si un día me concediesen uno para no revocarlo, que es el modo de proceder de los dioses, sufriría mucho por culpa de ese deseo; mis deseos son deseos peligrosos que no deben ser deseados».
Así que escribió una carta anónima a los dioses, diciendo: «Oh, dioses antiguos; ese hombre que os ha turbado cuatro veces con sus deseos, pidiendo paz y pidiendo guerra, es un hombre que no muestra respeto por los dioses, y habla mal de ellos el día que no le hacen caso, y bien únicamente los días de guardar y en las horas concretas en que le escuchan. Así que no concedáis más deseos a ese hombre impío».
Y fueron pasando los días de paz y se elevó otra vez de la tierra, como la bruma otoñal de los campos que han arado generaciones, el olor a monotonía. Y fue el hombre una mañana y se presentó de nuevo ante los dioses, y exclamó: «¡Oh dioses antiguos, dadnos otra guerra aunque sea por una última vez, pues quisiera volver a los campamentos y a las fronteras en litigio de las naciones!»
Y los dioses dijeron: «No oímos hablar bien de tu modo de vivir; a nuestro oído han llegado cosas malas de ti, así que no te volveremos a conceder ninguno de tus deseos».