EL GAMBITO DE LOS TRES MARINEROS[20]
SENTADO hace unos años en la antigua taberna de Over, una tarde de primavera, me hallaba, como de costumbre, en espera de ver si ocurría algo fuera de lo corriente. En esto no siempre me sentía defraudado; porque los curiosos cristales emplomados de esa taberna, cara al mar, dejaban entrar en la estancia de techo bajo una luz tan misteriosa, sobre todo al atardecer, que parecía afectar de algún modo a lo que ocurría en su interior. Sea como fuere, el caso es que he presenciado cosas muy extrañas allí, y he oído contar otras más extrañas aún.
Y estando allí, entraron tres marineros que acababan de desembarcar, según dijeron, los cuales traían la piel tostada a causa de un largo viaje que habían hecho al sur. Llevaba uno de ellos un tablero de ajedrez bajo el brazo, y se pusieron los tres a lamentarse de que no encontraban a nadie que jugase al ajedrez. Eso fue el año en que se celebró el Torneo de Inglaterra. Y un individuo bajito y moreno que estaba en una mesa del fondo bebiendo agua con azúcar les preguntó por qué querían jugar al ajedrez; le dijeron que estaban dispuestos a jugar con quien fuera por una libra. Abrieron a continuación la caja de las piezas, toscas y de mala calidad, y el individuo aquel se negó a jugar con tan feas figuras. Los marineros sugirieron que quizá podía conseguir él otras mejores; así que fue a donde vivía, volvió con su propio juego, y seguidamente se sentaron a jugar, apostando una libra cada bando. Fue una partida en equipo por parte de los marineros, ya que dijeron que tenían que jugar los tres.
Bueno, pues el individuo bajito y moreno resultó ser Stavlokratz.
A decir verdad, era sumamente pobre, y el soberano que había en juego significaba muchísimo más para él que para los marineros; sin embargo, no parecía muy interesado en jugar: fueron los marineros quienes insistieron. Había alegado la mala calidad de las figuras como pretexto para no jugar; pero los marineros se lo habían echado abajo, y tuvo que confesar claramente quién era. Pero ellos no habían oído hablar de Stavlokratz.
Entonces, después de eso permanecieron callados. Stavlokratz no dijo nada más, bien porque no quería alardear, bien porque le había molestado que no supiesen quién era. Y yo no tenía por qué informar a los marineros sobre él; si les ganaba la libra, ellos se lo habían buscado; y mi ilimitada admiración por su genio me inclinaba a pensar que se merecía ganar lo que le saliese al paso. No era él quien había querido jugar, ellos eran quienes habían establecido la apuesta; les había advertido, y hasta les había cedido el primer movimiento; ningún engaño había por su parte.
Yo no había visto nunca a Stavlokratz, pero había reconstruido prácticamente todas y cada una de sus partidas en los campeonatos mundiales de los últimos tres o cuatro años; por supuesto, era siempre el modelo elegido por los estudiantes. Sólo los jugadores jóvenes sabrán comprender mi gozo al verle jugar en persona.
En cuanto a los marineros, solían bajar la cabeza casi hasta la mesa y hablar entre sí, antes de cada movimiento; pero lo hacían en voz tan baja que era imposible averiguar qué planeaban.
Perdieron tres peones casi en seguida; luego un caballo, y poco después un alfil; estaban desarrollando, a decir verdad, el famoso Gambito de los Tres Marineros.
Stavlokratz jugaba con la sosegada confianza que dicen que es habitual en él cuando, de repente, en la decimotercera jugada, vi asomar a su semblante una expresión de sorpresa; se inclinó hacia adelante, miró el tablero y luego a los marineros, pero no sacó nada de sus caras aleladas; se concentró en el tablero otra vez.
A partir de ese momento jugó con más prudencia; los marineros perdieron dos peones más; hasta ese momento, Stavlokratz no había perdido ninguna pieza. Me miró, creo, casi con irritación; como si estuviese ocurriendo algo que no quería que yo presenciase. Al principio pensé que sentía escrúpulos de ganarles la libra, hasta que me di cuenta de que podía perder la partida. Vi esa posibilidad en su cara, no en el tablero; porque la partida se había vuelto casi incomprensible para mí. No puedo describir mi asombro. Y unas jugadas más tarde, Stavlokratz abandonó.
Los marineros no manifestaron más contento que si hubiesen ganado una partida de cartas, jugando entre sí con una baraja grasienta.
Stavlokratz les preguntó dónde habían aprendido aquella apertura. «La hemos discurrido nosotros», dijo uno. «Digamos que nos vino a la cabeza»; dijo otro. Les hizo preguntas sobre los puertos que habían tocado. Evidentemente, pensaba —como yo— que sin duda habían aprendido su extraordinario gambito en alguna antigua colonia española, de algún joven maestro cuya fama aún no había llegado a Europa. Estaba deseoso de saber quién era ese hombre; porque ni él ni yo —ni nadie que les hubiese echado la vista encima— les imaginábamos capaces de inventarlo ellos. Pero no les sacó la menor información.
Stavlokratz no podía permitirse perder una libra. Les propuso jugar otra vez con la misma apuesta. Los marineros se pusieron a ordenar las piezas blancas. Stavlokratz manifestó que ahora le tocaba salir a él. Los marineros se mostraron conformes; pero siguieron ordenando las blancas, se quedaron con ellas, y esperaron a que moviese él. Fue un incidente sin importancia, pero nos reveló a Stavlokratz y a mí que ninguno de los tres estaba enterado de que salen siempre las blancas.
Stavlokratz les hizo su propia apertura, pensando como es natural que, al no haber oído hablar nunca de él, no la conocerían; y con muy fundadas esperanzas de recobrar su libra esterlina, efectuó la quinta variante con su hábil séptimo movimiento; al menos ése fue su propósito, aunque derivó en una variante desconocida para los estudiosos de Stavlokratz.
Durante esta partida, observé a los marineros con atención, y llegué al convencimiento, al que sólo un observador atento podría llegar, de que el de la izquierda, Jim Bunion, no sabía ni siquiera los movimientos.
Tras esta conclusión, me dediqué a vigilar a los otros dos, Adam Bailey y Bill Sloggs, decidido a averiguar quién era el cerebro, aunque estuve mucho rato sin conseguirlo. Y entonces Adam Bailey murmuró siete palabras, las únicas que logré distinguir, en la partida, de todas sus deliberaciones: «No; ésa que tiene cabeza de caballo». Por lo que supuse que Bailey no tenía idea de lo que era un caballo; aunque, naturalmente, puede que le hubiera estado explicando algo a Bill Sloggs; pero no parecía probable. Así que quedaba Bill Sloggs. Vigilé a Bill Sloggs, después de eso, con cierto asombro; no tenía pinta de ser más intelectual que los otros dos, aunque sí más enérgico, quizá. El pobre Stavlokratz fue derrotado otra vez.
Bueno, al final pagué yo por Stavlokratz, y le propuse a Bill Sloggs jugar una partida él y yo. Pero no quiso; tenía que ser con los tres, o nada. Así que acompañé a Stavlokratz a su alojamiento. Muy amablemente, me ofreció jugar una partida. Como es natural, no duró mucho; pero me siento más orgulloso de haber sido derrotado por Stavlokratz que de todas las partidas que he ganado. Después estuvimos charlando cerca de una hora sobre los marineros, y ninguno de los dos logramos explicarnos lo ocurrido. Le conté mis impresiones sobre Jim Bunion y Adam Bailey, y estuvo de acuerdo conmigo en que Bill Sloggs debía de ser el que sabía, aunque no tenía ni idea de cómo había llegado a elaborar aquel gambito, ni aquella variante de su propia apertura.
Yo sabía dónde localizar a los marineros: en aquella taberna, donde iban a pasar toda la velada. Avanzada la noche, volví, y allí les encontré a los tres. Ofrecí a Bill Sloggs dos libras por una partida entre él y yo solos, pero no quiso; al final, sin embargo, aceptó jugarla por un trago. Y entonces descubrí que no había oído hablar de la regla en passant, creía que el hecho de dar jaque al rey le impedía enrocar, e ignoraba que un jugador puede tener dos o más reinas en el tablero al mismo tiempo, si consigue a sus peones, o que un peón se puede convertir en caballo; además, cometió todos los errores típicos de que fue capaz en una breve partida, en la que gané. Pensaba sonsacarle el secreto; pero sus compañeros, que habían estado todo el rato en un rincón con el ceño arrugado, se unieron a nosotros y me lo impidieron. Por lo visto, el jugar uno solo suponía una violación del pacto entre ellos; el hecho es que parecían enfadados. Así que abandoné la taberna; y volví al día siguiente, y al otro, y al otro, y vi a menudo a los tres marineros; pero no encontraba a ninguno con ganas de hablar. Había logrado que Stavlokratz se mantuviera al margen, de manera que no tenían con quien apostar una libra; y yo me negaba a jugar, a menos que me dijesen el secreto.
Por fin, una noche encontré a Jim Bunion bebido, aunque no tanto como él quería, ya que se había gastado las dos libras; le puse casi un vaso de whisky, o de lo que pasaba por tal en aquella taberna de Over, y al punto me contó el secreto. Les había servido whisky también a los otros para tenerlos tranquilos, y un rato después se marcharon; pero Jim Bunion se quedó conmigo junto a una mesa pequeña, apoyado en ella, y hablándome en voz baja, directamente a la cara, con el aliento oliéndole a lo que pretendía ser whisky.
El viento, afuera, soplaba como sopla en las noches desapacibles de noviembre; llegaba gimiente del sur, hacia donde miraba la taberna con sus cristales emplomados, de manera que nadie más que yo pudo oír la voz de Jim Bunion en el momento de revelarme su secreto.
Habían navegado durante años, me dijo, con Bill Snyth; Bill Snyth había muerto en este último viaje de regreso. Lo habían sepultado en el mar. Exactamente en el otro extremo de la ruta lo sepultaron; y sus camaradas se repartieron sus pertenencias; ellos tres se habían quedado con su cristal, ya que eran los únicos que estaban enterados de su existencia, y de que Bill lo había conseguido una noche en Cuba. Y con él jugaban al ajedrez.
Y siguió hablándome de la noche en que Bill compró el cristal a un desconocido, en Cuba: había gentes que creían haber visto tormentas, pero tenían que haber oído los truenos que reventaron en el momento en que Bill efectuaba la compra del cristal; entonces habrían sabido lo que es tronar. Pero entonces le interrumpí; desafortunadamente, quizá, porque le corté el hilo de su relato, y se puso a divagar, a maldecir a otros y a hablar de otras tierras, de China, de Port Said y de España; pero finalmente conseguí que volviese a Cuba. Le pregunté cómo podían jugar al ajedrez con el cristal; y me dijo que mirabas el tablero, y mirabas el cristal, y allí en el cristal estaba la partida, lo mismo que en el tablero, con todas las extrañas piececitas idénticas, aunque más pequeñas, con las cabezas de caballos y demás; y en cuanto el otro jugador hacía un movimiento, se repetía en el cristal, y a continuación aparecía tu jugada, y todo lo que tenías que hacer era reproducirla en el tablero. Si no hacías el movimiento que veías en el cristal, las cosas empezaban a salirte mal, y se embarullaba todo horriblemente y se movía deprisa, y se enfadaba el cristal, y repetía el mismo movimiento una y otra vez, y se iba volviendo más y más turbio; entonces era mejor apartar la vista, o acababas teniendo pesadillas después, y las dichosas figuritas te maldecían en sueños y se pasaban la noche haciendo movimientos insidiosos.
En aquel momento pensé que, como estaba borracho, no me decía la verdad; le prometí presentarle personas que se pasaban la vida jugando al ajedrez, de manera que él y sus compañeros pudiesen ganar una libra cada vez que quisieran; y le prometí también no revelar su secreto, ni siquiera a Stavlokratz, si me decía toda la verdad; promesa que he mantenido hasta mucho después de que perdieran ellos su secreto. Le dije sin rodeos que no me creía lo del cristal. Entonces, Jim Bunion se acodó aún más sobre la mesa, y me juró que había visto al hombre al que Bill le había comprado el cristal, y que era de ésos para los que todo es posible. Para empezar, tenía un pelo tremendamente negro, con unas facciones inconfundibles, incluso allá en el sur, y jugaba al ajedrez hasta con los ojos cerrados, y aun así era capaz de vencer a cualquiera en Cuba. Pero había más: estaba el trato que hizo con Bill, que revelaba ya quién era. Le dio a Bill Snyth aquel cristal a cambio de su alma.
Jim Bunion, acodado en mitad de la mesa y echándome el aliento a la cara, asintió con la cabeza varias veces y se quedó callado.
Entonces empecé a interrogarle. ¿Se jugaba al ajedrez en Cuba? Me dijo que allí jugaba todo el mundo. ¿Era concebible que un hombre hiciese un trato como el que había hecho Snyth? ¿No era demasiado conocido ese cuento? ¿No venía en centenares de libros? Y aunque no supiera leer, ¿no había oído contar a los marineros que es la añagaza más corriente del Diablo para conseguir el alma de las gentes estúpidas?
Jim Bunion se había recostado hacia atrás, en su silla, y sonreía en silencio ante mis preguntas; pero cuando dije lo de gente estúpida, se echó hacia adelante otra vez, acercó su cara a la mía, y me preguntó varias veces si estaba llamando estúpido a Bill Snyth. Al parecer, estos tres marineros tenían en muy alto concepto a Bill Snyth; y a Jim Bunion le irritaba que se dijese nada contra él. Me apresuré a añadir que era el trato lo que me parecía estúpido, no el hombre que lo hacía; porque el marinero se había vuelto casi amenazador, y el whisky de aquella oscura taberna era capaz de hacer enloquecer al más pintado.
Cuando le dije que era el trato lo que me parecía estúpido, volvió a sonreír; y a continuación descargó el puño sobre la mesa, y dijo que nadie se había aprovechado jamás de Bill Snyth, y que era el peor negocio que el Diablo había hecho, y que de todo lo que había oído o leído del Diablo, nada le había salido tan mal como la noche en que conoció a Bill Snyth, una noche de tormenta, en una taberna de Cuba, ya que Bill Snyth tenía el alma más condenada de toda la mar; Bill era buen muchacho, pero tenía el alma irremisiblemente condenada; así que consiguió el cristal gratis.
Sí, él estuvo allí y lo vio todo: a Bill Snyth, sentado en la taberna española con las velas encendidas, y al Diablo entrando de la lluvia, y luego cómo cerraron el trato aquellas dos viejas manos, y el Diablo salió a los relámpagos y a la tormenta desatada, mientras Bill Snyth se quedaba sentado, riendo por lo bajo mientras estallaban los truenos.
Pero yo tenía más preguntas que hacerle, así que interrumpí sus evocaciones. ¿Por qué jugaban siempre los tres juntos? Y una expresión como de temor afloró al rostro de Jim Bunion; y al principio, no quiso hablar. Luego me dijo que por eso: porque no habían pagado nada a cambio de aquel cristal, sino que lo habían tomado como parte que les correspondía en el reparto de las cosas de Bill Snyth. Si hubiesen pagado, si le hubiesen dado a Bill Snyth algo a cambio, todo habría estado bien; pero no era posible, porque ahora Bill estaba muerto, y ellos no sabían si seguía valiendo el viejo trato. Y el Infierno debía de ser un sitio grande y solitario, y no debía de ser muy bueno ir allá; así que los tres estaban de acuerdo en que era mejor seguir juntos, a menos que muriese uno, en cuyo caso lo utilizarían los dos que quedasen, y el que se fuese antes debía esperarles. Y el último en irse se llevaría el cristal, o tal vez el cristal se le llevase a él. No se consideraban, dijo, de la clase de hombres para el Cielo, y confiaba saber cuál era su sitio; aunque no les gustaba la idea de un Infierno solitario, si es que lo había. Eso estaba bien para Bill Snyth, que no tenía miedo de nada. Había conocido cinco hombres que no tenían miedo a morir; pero a Bill Snyth no le asustaba ni el Infierno. Murió con una sonrisa en la cara, como un niño dormido; la bebida fue lo que mató al pobre Bill Snyth.
Por eso había vencido yo a Bill Sloggs; Sloggs llevaba encima el cristal cuando jugamos, pero no había querido utilizarlo. Estos marineros parecían tenerle miedo a la soledad, como hay quienes tienen miedo a herirse; era el único de los tres que sabía jugar al ajedrez, había aprendido para poder contestar a preguntas y fingir que entendía; pero como pude comprobar, jugaba muy mal. No llegué a ver el cristal: jamás lo enseñaron a nadie; pero Jim Bunion me dijo esa noche que era como un huevo de gallina, si éste fuese redondo. Y a continuación cayó dormido.
Había muchas más preguntas que me hubiera gustado hacerle, pero no le pude despertar. Incluso aparté la mesa para que se cayera al suelo, pero continuó dormido; y toda la taberna estaba a oscuras, salvo una vela que seguía ardiendo; y fue entonces cuando observé que se habían ido los otros dos marineros: no quedábamos allí más que Jim Bunion y yo, y el siniestro camarero de aquella singular taberna, que se había dormido también.
Cuando vi que era imposible despertar al marinero, salí a la oscuridad de la noche. Al día siguiente, Jim Bunion no quiso hablar; y cuando volví a visitar a Stavlokratz, le encontré ya redactando su teoría sobre los marineros, aceptada por los ajedrecistas, según la cual a uno de ellos le habían enseñado el curioso gambito, y los otros dos habían aprendido todas las aperturas defensivas y el juego en general. Aunque no se sabía quién les había enseñado, pese a las indagaciones que se realizaron más tarde por todo el Pacífico sur.
No pude conseguir más detalles de ninguno de los tres marineros; siempre estaban demasiado borrachos para hablar, o no lo bastante para mostrarse comunicativos. Al parecer, había cogido a Jim Bunion en el momento oportuno. Pero mantuve mi promesa; fui yo quien les presenté al Torneo, donde hicieron caer todas las famas reconocidas. Y así siguieron durante meses, sin perder una sola partida, y jugándose siempre una libra cada bando. Yo solía seguirles a todas partes sólo para verles jugar. Eran más maravillosos incluso que Stavlokratz en su juventud.
Pero luego empezaron a permitirse toda clase de libertades, como ceder la reina, cuando jugaban contra adversarios de primera talla. Y al final, un día en que los tres estaban borrachos, jugaron contra el mejor jugador de Inglaterra con una fila de peones tan sólo. Ganaron, por supuesto. Pero la bola se hizo pedazos. Jamás he percibido un olor tan hediondo en toda mi vida.
Los tres marineros se lo tomaron con bastante estoicismo: se enrolaron en barcos distintos, volvieron a la mar, y el mundo ajedrecístico perdió de vista, confío en que para siempre, a los jugadores más notables que había conocido jamás, los cuales habrían podido echar a perder por completo este juego.