EL TESORO DE LOS GIBELINOS[16]

LOS gibelinos comen, como es bien sabido, nada menos que hombres. Su torre maligna comunica con la Terra Cognita, con las tierras que conocemos, por un puente. Su tesoro es inimaginable, y no cabe allí la avaricia: tienen un sótano especial para las esmeraldas y un sótano especial para los zafiros; han llenado de oro un pozo, y sacan de él lo que necesitan. Y el único uso conocido que dan a tan ostentosa riqueza es el de atraer a su despensa un continuo suministro de alimento. Se sabe que en épocas de escasez han llegado a esparcir rubíes por ahí, formando con ellos un estrecho reguero hasta alguna ciudad del Hombre, con lo que, indefectiblemente, no han tardado en volver a tener las despensas repletas.

Su torre se alza al otro lado del río, conocido por Homero —ð þóos ώxεαvoio lo llamó—, que circunda el mundo. Y donde el río se estrecha y se hace vadeable, erigieron su torre los padres de los voraces gibelinos, ya que les gustaba ver llegar remando fácilmente a los ladrones hasta su escalinata. De allí extraían los árboles gigantescos, con sus raíces colosales que extendían en ambas orillas, un alimento que el suelo común no tiene.

Allí vivían y se cebaban ignominiosamente los gibelinos.

Alderico, Caballero de la Orden de la Ciudad y el Asalto, Guardián hereditario de la Paz Espiritual del Rey, hombre a quien no olvidaron los artífices de la leyenda, pensaba tanto en el tesoro de los gibelinos que había llegado a considerarlo suyo. ¡Ay, que tenga yo que decir de tan peligrosa aventura, emprendida por este esforzado varón en la quietud de la noche, que estaba motivada por la sola avaricia! Sin embargo, era con la avaricia con lo que contaban los gibelinos para abastecer sus despensas, y una vez cada cien años enviaban espías a las ciudades de los hombres para ver cuánta avaricia tenían, y siempre regresaban los espías a la torre diciendo que era mucha.

Podría pensarse que con el paso de los años, y hallando los hombres tan espantoso fin en los muros de esa torre, irían a parar cada vez menos a la mesa de los gibelinos, pero los gibelinos comprobaban que no era así.

No se acercó Alderico frívola e insensatamente a la torre, sino que estudió durante años la forma en que los ladrones encontraban su fin cuando iban en busca del tesoro que él juzgaba suyo. En todos los casos habían entrado por la puerta.

Consultó a los que habían asesorado en esta empresa: anotó cada detalle, pagó satisfecho lo que pidieron, y decidió no hacer nada de cuanto le habían aconsejado. Porque, ¿qué eran ahora los clientes de estos asesores? Nada sino ejemplos del arte gastronómico, meros recuerdos semiolvidados de un banquete; muchos, quizá, ni eso ya.

Éstos eran los elementos que dichos hombres solían aconsejar para la empresa: un caballo, una barca, una armadura y, al menos, tres hombres de armas. Unos le dijeron: «Toca el cuerno de la puerta de la torre», otros le dijeron: «No lo toques».

En consecuencia, Alderico decidió: no ir a caballo hasta la orilla del río, no cruzar el río remando, cruzar solo la Floresta Impenetrable. ¿Cómo atravesar, os preguntaréis seguramente, lo que es impenetrable? Su plan era éste: sabía que habitaba allí un dragón que, si eran ciertas las plegarias de los campesinos, merecía morir, no sólo por el número de doncellas que había matado cruelmente, sino porque, además, era funesto para las cosechas: asolaba los campos y era la ruina de un ducado.

Así que Alderico decidió enfrentarse a él. Conque tomó un caballo y una lanza, picó espuelas hasta que llegó al dragón, y salió el dragón a su encuentro exhalando un humo acre. Y le gritó Alderico: «¿Has matado alguna vez, dragón inmundo, a un auténtico caballero?» Bien sabía el dragón que jamás lo había hecho; por tanto, inclinó la cabeza y se quedó callado, ya que estaba ahíto de sangre. «Bien —dijo el caballero—, pues si no vuelves a probar sangre de doncella nunca más, te haré mi fiel cabalgadura; de otro modo, esta lanza te dará lo que los trovadores cuentan que ha sido el destino de tu raza».

Y el dragón no abrió sus fauces voraces, ni se abalanzó sobre el caballero, ya que conocía muy bien el destino de los que osaban hacerlo, sino que se sometió a los términos que le imponían, y juró al caballero ser su fiel cabalgadura. Y montado en una silla aparejada sobre el lomo del dragón, cruzó Alderico la Floresta Impenetrable, por encima de las copas de aquellos árboles inmensos, hijos del prodigio. Pero antes meditó su plan sutil, el cual no consistía sólo en evitar lo que ya habían hecho otros antes, y mandó a un herrero que le hiciese una piqueta.

Entonces hubo gran júbilo, al correr el rumor de la empresa de Alderico, pues todo el pueblo sabía que era hombre sagaz, y pensaban que triunfaría y enriquecería al mundo; y en las ciudades se frotaron las manos pensando en su generosidad; y hubo alborozo entre los hombres, en el país de Alderico, excepto, tal vez, entre los prestamistas, que temieron que pronto liquidarían todas sus deudas. Y también hubo alegría porque esperaban que, cuando los gibelinos fuesen despojados de su riqueza, harían saltar su altísimo puente y romperían las cadenas de oro que les sujetaban al mundo, y empujados a la deriva, volverían con su torre a la luna, de donde habían venido y a la que en justicia pertenecían. No se les tenía mucho afecto a los gibelinos, aunque todos codiciaban su tesoro.

Así que todos le vitorearon, el día que montó sobre su dragón, como si fuese ya vencedor; y más que el bien que haría al mundo, les alegraba la esperanza de verle derramar oro a su paso; pues no lo iba a necesitar, decía él, si encontraba el tesoro de los gibelinos, ni tampoco si acababa proveyendo los platos de su mesa.

Cuando supieron que había desechado los consejos que le habían dado, unos dijeron que el caballero estaba loco, y otros que era más grande que sus asesores; pero ninguno apreció el valor de su plan.

Alderico razonaba así: durante siglos, los hombres habían sido bien aconsejados, y habían seguido el camino más ingenioso, mientras que los gibelinos se habían limitado a verles llegar en barca y a esperarles en la puerta, cada vez que tenían la despensa vacía, como el que acecha una agachadiza en un marjal. Pero —se decía Alderico— si la agachadiza se posara en la copa de un árbol, ¿cuándo la descubrirían allí? ¡Sin duda nunca! Así que decidió cruzar a nado el río, y no entrar por la puerta, sino abrir un acceso a la torre a través de la roca. Además, tenía pensado trabajar por debajo del nivel del Océano, el río (como Homero lo conocía) que rodea al mundo; de suerte que tan pronto como abriese el boquete, el agua penetraría confundiendo a los gibelinos e inundando los sótanos que, según se decía, estaban a veinte pies del nivel del agua; y una vez dentro, buscaría las esmeraldas como los buceadores buscan las perlas.

Y el día aquel salió al galope de su casa, derramando oro con esplendidez, como había prometido, y cruzó muchos reinos, mientras el dragón largaba dentelladas al pasar a las doncellas que veía, aunque sin podérselas comer por el bocado del freno, y no ganándose otra recompensa que un aguijonazo de espuelas allí donde su piel era más sensible. Y así llegaron al oscuro y arbóreo precipicio de la impenetrable espesura. El dragón se elevó con ruidoso batir de alas. Muchos campesinos que vivían en el confín del mundo le vieron a lo lejos, donde aún se demoraba el crepúsculo, como una raya débil, negra, ondeante; y confundiéndole con una bandada de patos silvestres que emigraban hacia el interior, regresaron a sus casas frotándose las manos de satisfacción, pensando que ya estaba allí el invierno, y que pronto tendríamos nieve. No tardó en apagarse el crepúsculo; y cuando descendieron en el borde del mundo, era de noche y brillaba la luna. El Océano, el antiguo río, estrecho y vadeable allí, discurría sin el menor murmullo. Los gibelinos, dedicados a comer o a acechar en la puerta, tampoco hacían el más mínimo rumor. Entonces descabalgó Alderico, se quitó la armadura y, elevando una plegaria a su dama, se lanzó al agua con su piqueta. No se separó de su espada por temor a topar con un gibelino. Ganó la otra orilla, y se puso a trabajar en seguida sin novedad. Nadie asomó la cabeza por la ventana, y todo estaba iluminado, de manera que no se le podía distinguir en la oscuridad. El espesor de los muros apagaba los golpes de la piqueta. Trabajó toda la noche; no le turbó ningún ruido, y al clarear el día se desprendió la última roca, cayendo hacia dentro, e irrumpiendo el río a continuación. Entonces Alderico levantó una piedra, fue hasta el último peldaño y la arrojó contra la puerta; oyó retumbar los ecos en el interior de la torre; luego regresó, y se sumergió por el boquete del muro.

Estaba en el sótano de las esmeraldas. No había ninguna luz en la altísima bóveda que tenía arriba; pero tras descender los veinte pies de agua, palpó el suelo todo cubierto de montones de esmeraldas y de cofres abiertos, repletos de piedras también. A la débil claridad de la luna, percibía el agua verdosa a causa de las piedras. Llenó un morral con facilidad, y subió otra vez a la superficie; ¡y allí estaban los gibelinos, con el agua hasta la cintura, y dos antorchas en la mano! Y, sin decir una sola palabra, sin siquiera una sonrisa, lo ahorcaron bonitamente en el exterior de la muralla… Y como puede verse, no es éste un cuento con final feliz.