LOS TRES CHISTES INFERNALES[21]
ÉSTA es la historia que me contó aquel hombre desolado en el camino desierto de la montaña, un atardecer de otoño en que se presentía el invierno y bramaban los ciervos.
La tristeza del crepúsculo, la montaña ya negra, la tremenda melancolía de las voces de los ciervos, la cara lúgubre y desamparada del hombre mismo, todo parecía formar parte de una obra patética puesta en escena en aquel valle por algún dios proscrito, de una obra insólita en la que los montes eran el escenario y él su único actor.
Durante mucho rato nos estuvimos viendo aparecer uno y otro de las soledades de aquellos parajes remotos. Luego, al encontrarnos, habló él:
—Voy a contarle una cosa que le va a matar de risa. No quiero guardármela más tiempo. Pero antes tengo que contarle cómo me llegó.
No referiré la historia con sus mismas palabras, con todas sus compungidas exclamaciones y la aflicción de sus frenéticos remordimientos, ya que no quisiera transmitir innecesariamente a mis lectores esa atmósfera de tristeza que había en todo lo que decía, y que parecía acompañarle adondequiera que fuese.
Por lo visto, había sido miembro de un club, el club Westend lo llamó él, una asociación respetable aunque bastante modesta, probablemente con sede en el centro de la ciudad; a él pertenecían agentes de seguros, de seguros contra incendios en su mayor parte, aunque también los había de vida y del automóvil; en realidad, se trataba de un club de viajantes.
Parece ser que una noche, algunos de ellos, olvidando por un momento sus enciclopedias y sus neumáticos sin junturas, hablaban a voces en torno a una mesa de juego, terminada ya la partida, sobre sus virtudes personales; y un hombrecillo bajito y de bigotes engomados que detestaba el sabor del vino se estaba jactando con calor de su sobriedad.
Fue entonces cuando el que contó esta historia luctuosa, incitado por los alardes de los otros, se echó hacia adelante sobre el tapete verde, a la luz de dos velas medio consumidas, y reveló, sin duda con cierta timidez, su extraordinaria virtud. Para él, las mujeres eran todas igual de feas.
Y los achantados jactanciosos se levantaron y se fueron a dormir, dejándole a solas, según creía él, con su inigualable virtud. Sin embargo, no estaba solo; porque en cuanto se hubo ido el resto, se levantó un miembro de un mullido butacón del fondo oscuro de la sala, y se le acercó; era un hombre cuya ocupación ignoraba él, y sólo ahora sospecha.
—Tiene usted —dijo el desconocido— una virtud incomparable.
—Pero no tengo ninguna posibilidad de utilizarla —replicó mi pobre amigo.
—Entonces, sin duda la venderá barata —dijo el desconocido.
Había algo en el ademán o aspecto de aquel hombre que hizo que el desolado narrador de esta triste historia sintiese su propia inferioridad, lo que sin duda le hizo experimentar una intensa timidez, de manera que se le rebajaron los humos como un oriental rebaja su cuerpo en presencia de un superior; o quizá estaba soñoliento, o meramente un poco bebido. Fuera lo que fuese, se limitó a murmurar: «Sí, claro», en vez de rebatir tan absurdo comentario. Y el desconocido le hizo acompañarle a la habitación donde estaba el teléfono.
—Creo que le va a parecer buen precio el que le pagará mi empresa —dijo; y sin más se puso a cortar el cable del teléfono y del auricular con unas tenazas. Habían dejado al viejo camarero que atendía el club en la otra habitación, recogiendo las cosas para la noche.
—¿Qué está haciendo? —dijo mi amigo.
—Venga por aquí —dijo el desconocido. Recorrieron un pasillo que conducía a la parte de atrás del club, se asomó el desconocido por una ventana, y conectó los cables cortados al del pararrayos. Mi amigo no tiene la menor duda al respecto: era una cinta de cobre de media pulgada de ancho, quizá algo más, que bajaba del tejado a tierra.
—¿El Infierno? —dijo el desconocido, acercando la boca al aparato de teléfono; a continuación estuvo un rato en silencio, con la oreja en el auricular, apoyado en la ventana. Luego mi amigo oyó que citaba varias veces su pobre virtud, y palabras como Sí y No.
—Le ofrecen tres chistes —dijo el desconocido—, que harán que quienes los oigan se mueran literalmente de risa.
Creo que mi amigo, en ese momento, no tenía ganas de saber nada de todo aquello, quería irse a casa; dijo que no necesitaba chistes.
—Valoran mucho su virtud —dijo el desconocido. Tras lo cual, por extraño que parezca, mi amigo vaciló; porque lógicamente, si tenían en mucho la mercancía, pagarían buen precio por ella.
—Bueno, de acuerdo —dijo.
El extraordinario documento que el agente se sacó del bolsillo rezaba más o menos así:
«Yo… en pago por los tres nuevos chistes recibidos del Sr. Montagu-Montague, que en adelante se llamará el agente, y su autorización para exponerlos y contarlos, le cedo, entrego, otorgo y pongo a su disposición, todos los reconocimientos, emolumentos, gratificaciones o recompensas a mí debidas, Aquí o en Otro Lugar, a cuenta de la siguiente virtud, a saber: que todas las mujeres son para mí igual de feas». Las diez últimas palabras habían sido escritas a tinta por el señor Montagu-Montague.
Mi pobre amigo lo firmó puntualmente. «Aquí tiene los chistes», dijo el agente. Estaban claramente escritos en tres trozos de papel. «No parecen muy divertidos», dijo el otro cuando los hubo leído. «Usted es inmune —dijo el señor Montagu-Montague—; pero cualquiera que los oiga se morirá de risa: se lo garantizamos».
Una empresa americana había comprado a precio de papel usado cien mil ejemplares del Diccionario de Electricidad, escrito cuando la energía eléctrica era algo nuevo —y cuyo autor no había entendido correctamente el tema ni siquiera en su tiempo—; la empresa había pagado 10.000 libras a una respetable editorial inglesa (concretamente a la Briton) a cambio de utilizar su nombre. Y conseguir pedidos para el Diccionario Briton de Electricidad era el cometido de mi desventurado amigo. Parece que se le daba bien. Por lo visto, con sólo mirar a un hombre, o echar una ojeada a su jardín, sabía si debía recomendarle el libro como «un éxito de absoluta actualidad, lo mejor en su género, en el mundo de la ciencia moderna», o como «algo original e imperfecto, algo digno de comprar y conservar como tributo a los viejos tiempos que se fueron». Y así, siguió con su pintoresco aunque rutinario trabajo, desechando el recuerdo de esa noche como una ocasión en que se había «excedido un poco», como se dice en los círculos donde la azada no se llama azada ni herramienta agrícola, sino que no se menciona en absoluto porque resulta vulgar.
Hasta que una noche se puso el traje, y se encontró los tres chistes en el bolsillo. Esto le produjo, quizá, un sobresalto. Entonces estuvo pensándolo mucho, al parecer, y el resultado fue que dio una cena en el club, invitando a veinte de sus miembros. A nadie le haría daño una cena, pensó… incluso podía contribuir a su negocio; y si le salía bien un chiste, pasaría por un tipo gracioso, y aún le quedarían otros dos en la manga.
No sé a quién invitó ni cómo se desarrolló la cena, porque se puso a hablar atropelladamente y fue derecho al grano; como el tronco que, al acercarse a la catarata, va cada vez más rápido. Fue servida la cena, circuló el oporto, y estaban fumando los veinte señores, con dos camareros merodeando alrededor, cuando, tras leer atentamente el mejor de los chistes, lo contó a la mesa. Todos rieron. Uno de los asistentes aspiró el humo de su cigarro accidentalmente y farfulló, los dos camareros lo oyeron, y ocultaron sus risitas con la mano; un hombre al que también le gustaba contar chistes quiso permanecer sin reírse, pero se le hincharon las venas peligrosamente al tratar de reprimirla, y al final se echó a reír también. El chiste había tenido éxito; mi amigo sonrió ante la idea; quiso decir unas tímidas palabras al que estaba a su derecha, pero la risa no cesaba, y los camareros no se callaban. Esperó y esperó, asombrado; la risa seguía, ahora claramente más fuerte, y los camareros eran los más ruidosos. Llevaban así tres o cuatro minutos cuando, de pronto, le vino al pensamiento esta idea espantosa: ¡era una risa forzada! ¿Qué había podido inducirle a contar aquel chiste estúpido? Vio su absurdo como en una revelación; y cuanto más lo pensaba, mientras aquella gente se reía de él, incluso los camareros, más se daba cuenta de que nunca más podría levantar la cabeza frente a sus hermanos representantes. Sin embargo, la risa seguía clamorosa y ahogadora. Estaba sumamente irritado. No servía de mucho tener amigos, pensó, si no eran capaces de pasar por alto un chiste estúpido; además, les había invitado a comer. Y entonces comprendió que no tenía amigos, le desapareció la irritación, y una inmensa infelicidad descendió sobre él; se levantó en silencio, salió calladamente del salón, y abandonó el club. ¡Pobre hombre!; a la mañana siguiente no tuvo valor siquiera para echar una ojeada a los periódicos. Pero no hacía falta: ese día, escritos en grandes caracteres como si fuesen letra pequeña, los titulares saltaban a la vista por sí solos; y decían: «Veintidós muertos en un Club».
Sí, ahora lo comprendió: la risa no había cesado; probablemente, a unos se les habían reventado las venas, otros se habían ahogado, otros habían sucumbido a la náusea, un ataque al corazón debió de llevarse misericordiosamente a otros; eran sus amigos al fin y al cabo, y no se había salvado ninguno, ni siquiera los camareros. Había sido aquel chiste infernal.
Tomó una rápida determinación, y recuerda claramente como una pesadilla el trayecto a la Estación Victoria, el tren a Dover, y su embarco disfrazado en el transbordador; y una vez a bordo, cómo le sonrieron complacidos, casi obsequiosos, dos policías que deseaban hablar un momento con el señor Watkyn-Jones. Así se llamaba él.
En un vagón de tercera, con las muñecas esposadas, y una conversación forzada cuando la había, regresó a la Estación Victoria con los que le habían detenido, para ser juzgado por homicidio en el Tribunal Supremo de Bow.
En el juicio fue defendido por un joven abogado de considerable talento que había decidido actuar en estrados para aumentar su reputación forense. Y fue hábilmente defendido. No es ninguna exageración decir que el discurso de la defensa demostró que era normal, y hasta natural y correcto, ofrecer una cena a veinte personas y marcharse sin decir palabra, dejándolos muertos a todos, incluso a los camareros. Ésta fue la impresión que quedó en la mente del jurado. Y el señor Watkyn-Jones se consideró prácticamente libre, con todas las ventajas de su horrible experiencia, y sus otros dos chistes intactos. Pero las gentes de leyes andan aún experimentando la nueva acción que permite prestar declaración al acusado. No les gusta dejar de utilizarla por temor a que se piense que desconocen dicha acción, y al abogado que no está al tanto de las últimas leyes no tarda en considerársele atrasado, lo que puede hacerle perder unas 50.000 libras anuales en minutas. Por eso, aunque invariablemente mandan a la horca a sus clientes, no les gusta renunciar a tal recurso.
El señor Watkyn-Jones fue conducido a la barra de testigos. Allí contó la estricta verdad, lo que produjo una mala impresión, después de todas las cosas apasionadas y bellas que había dicho el abogado defensor. Los hombres y las mujeres habían llorado al oírlas. Pero no lloraron al oír a Watkyn-Jones. Algunos disimularon una risita. Ya no pareció correcto y natural que uno dejase muertos a sus invitados y huyese del país. ¿Dónde estaba la Justicia, se preguntaron, si había alguien capaz de una cosa así? Y cuando acabó su historia, el juez, en tono más bien divertido, le preguntó si podía hacerle morir de risa a él también. ¿Y cuál era el chiste? Pues en un lugar tan serio como un Tribunal de Justicia, no hay por qué temer consecuencias fatales de ningún género. Titubeante, el encausado se sacó del bolsillo los tres trozos de papel y por primera vez se dio cuenta de que el primero y mejor de los tres chistes se había borrado por completo. Sin embargo, aún podía recordarlo con toda claridad. Así que lo contó de memoria al Tribunal.
—Una vez, un irlandés, al pedirle su señor que le trajese la prensa matinal, contestó con su ingenio habitual: «¡Demontre, señor! Si quiere, le traigo prensado el día entero».
Ningún chiste tiene la misma gracia cuando se cuenta por segunda vez: parece que pierde algo de su sustancia; pero Watkyn-Jones no estaba preparado para el terrible silencio con que fue acogido. Nadie sonrió siquiera; sin embargo, había matado a veintidós personas. El chiste era malo, tremendamente malo; el abogado defensor tenía el ceño fruncido, y un ujier hurgaba en una bolsa buscando algo que el juez le había pedido. Y en ese momento, como llegado de muy lejos, y sin pretenderlo el acusado, le vino al pensamiento, y resplandeció en él sin querer disiparse, este antiguo y pernicioso proverbio: «Tanto da que te ahorquen por un cordero como por ciento». El jurado parecía a punto de retirarse. «Tengo otro chiste», dijo Watkyn-Jones; y allí y entonces leyó el segundo trozo de papel. Observó con atención el papel para ver si se borraba, concentrando su atención en esa trivialidad, como suelen hacer a menudo los hombres dominados por una angustia terrible; y casi instantáneamente, desaparecieron las palabras como borradas por una mano, y vio el papel ante sí tan blanco como el primero. Y esta vez sí que se rieron: el juez, el jurado, el fiscal, el público todo, y los guardias severos que le custodiaban a uno y otro lado. No hubo la menor duda respecto a este chiste.
No se quedó a ver el final, y salió con los ojos fijos en el suelo, incapaz de levantar la mirada a derecha ni izquierda. Y desde entonces anda por ahí, evitando puertos y frecuentando lugares solitarios. Dos años lleva por caminos montañosos, pasando hambre a menudo, siempre sin amigos, cambiando constantemente de región, y vagando solo, a cuestas con su chiste mortal.
A veces, forzado por el frío y el hambre, visita las posadas, y oye a los hombres contar chistes, e incluso desafiarle, al anochecer; pero permanece sentado, solo y en silencio, temeroso de que se le escape de la mano su última arma, y de que ese último chiste siembre el dolor en un centenar de hogares. Le ha crecido la barba; se le ha vuelto gris, y lleva musgo y abrojos enredados en ella, de modo que nadie, ni siquiera la policía, reconocería ahora en él al atildado representante que vendía el Diccionario Briton de Electricidad en una tierra muy distinta.
Concluida su historia, se quedó callado; luego le tembló el labio, como si fuese a añadir algo. Creo que pensaba librarse de un chiste mortal allí mismo, en aquel camino de la montaña, y tal vez ir a parar, con sus tres trozos de papel en blanco, a un calabozo, sumando una muerte más a su lista de crímenes, pero inofensivo al fin para los hombres. Así que me apresuré a marcharme; sólo oí que murmuraba tristemente tras de mí, abatido y cabizbajo, completamente solo en el crepúsculo, quizá contando una y otra vez su último chiste infernal.