TRECE A LA MESA[19]

ANTE una espaciosa chimenea de tipo antiguo, cuando los leños ardían animadamente, y se hallaban los hombres sentados a su alrededor, con sus pipas y sus vasos, en cómodas butacas, y fuera el tiempo era tormentoso y dentro se estaba confortable, y la época del año —dado que era Navidad— y la hora de la noche, todo en fin, inclinaba a lo espectral y lo misterioso, comenzó a hablar el ex dueño de los podencos, y contó este relato.

Una vez tuve una extraña experiencia, también. Fue cuando tenía a Bromley y Sydenham, el año que me deshice de ellos… Concretamente, fue el último día de la temporada. No merecía la pena seguir puesto que no quedaban ya zorros en el condado, y Londres se nos estaba echando encima. Podías verlo desde las perreras, todo a lo largo del horizonte, como un terrible ejército gris, con montones de hoteles que anualmente se internaban por nuestros valles como su avanzadilla. La mayoría de nuestros reductos estaba en lo alto de las colinas, y a medida que la ciudad avanzaba hacia los valles, los abandonaban los zorros y se retiraban del campo para no volver más. Creo que se iban de noche, y que recorrían grandes distancias. Pues bien: era a principios de abril y no habíamos cazado nada en todo el día; y en la última salida, la ultimísima de la temporada, dimos con un zorro. Abandonaba el matorral, dejando atrás Londres con sus vías del tren y sus hoteles y sus tendidos eléctricos, y se escabullía hacia el paisaje gredoso y abierto de Kent. Inmediatamente sentí lo mismo que había sentido de niño, un día de verano, al descubrir felizmente entornada la puerta del jardín donde solía jugar, y la abrí, y vi ante mí los anchos campos y los ondulantes trigales.

Adoptamos un galope regular, comenzó a deslizarse el terreno debajo de nosotros, y se levantó un fuerte viento lleno de frescor. Dejamos las tierras arcillosas donde crece el helecho, y llegamos a un valle, en el límite de la creta. Cuando bajábamos hacia él, vimos al zorro que subía por el otro lado como una sombra que cruza la tarde, y se internaba en un bosque que había arriba. Vimos un rodal de prímulas en el bosque, y salimos al otro lado, con los perros siguiendo el rastro a la perfección, y el zorro corriendo en línea recta. Entonces comprendí que habíamos emprendido una larga persecución; este pensamiento me hizo aspirar profundamente: el sabor del aire de aquella tarde perfecta de primavera, tal como le llegaba a uno cabalgando, junto con la idea de una gran galopada, era como de un vino raro y añejo. Ahora íbamos de cara a otro valle, hacia el que descendían amplios campos de setos bajos, en el fondo del cual espejeaba un riachuelo azul y cantarín, y humeaba una anárquica aldea; la luz del sol, en las laderas opuestas, danzaba como un hada; y arriba fruncía el ceño un viejo bosque, pero soñaba con la primavera. El «equipo» había disminuido, nos habíamos alejado bastante, y mi única compañía humana era James, mi viejo primer montero, que tenía un instinto de sabueso, y una animosidad personal contra el zorro que incluso le agriaba el modo de hablar.

El zorro cruzó el valle derecho como una vía de tren, y nosotros lo seguimos sin obstáculos por arriba, por el bosque. Recuerdo que oía cantar o gritar a los hombres, de regreso del trabajo, y otras veces silbar a los niños; los ruidos del pueblo llegaban al bosque, en lo alto del valle. Después, no vi más aldeas, y los valles subían y bajaban uno tras otro ante nosotros como cuando se navega por un mar extraño y tempestuoso; delante, el zorro iba cara al viento como el fabuloso Buque Fantasma. No había nadie a la vista, aparte de mi primer montero y yo; los dos habíamos subido a nuestro segundo caballo al llegar al último puesto. Nos detuvimos dos o tres veces en aquellos grandes valles solitarios, más allá de la aldea, pero yo empecé a tener inspiraciones: me vino la extraña certeza de que aquel zorro seguía corriendo cara al viento hasta morir, o hasta que llegase la noche y no fuese posible perseguirle, así que abandoné las tácticas usuales, y me limité a continuar en línea recta; y volvimos a coger el rastro inmediatamente. Creo que el zorro aquel era el último que quedaba en las tierras invadidas por los hoteles, y que se disponía a abandonarlas y retirarse a las remotas tierras altas, lejos de los hombres; de manera que si hubiésemos ido nosotros al día siguiente, ya no habría estado allí; y lo que estábamos haciendo no era sino remedar su viaje.

El crepúsculo empezaba a caer sobre los valles; sin embargo, los perros corrían como sombras perezosas pero inquietas de nubes en un día de verano; oímos a un pastor llamar a su perro, vimos dos muchachas que se dirigían hacia una granja oculta, una de ellas cantando suavemente; ningún otro sonido, salvo el nuestro, turbaba la paz y la soledad de unos parajes que parecían no conocer aún las invenciones del vapor o de la pólvora (del mismo modo que en China, dicen, en algunas de sus remotas montañas, se ignora que han estado en guerra con Japón).

Y ahora se estaban agotando el día y nuestros caballos; pero aquel zorro decidido resistía. Yo empezaba a sentirme cansado de la carrera, y a preguntarme dónde estábamos. El último mojón que había visto anteriormente había quedado unas cinco millas atrás, y de allí al punto de partida había lo menos diez millas más. ¡Ojalá consiguiéramos hacernos con él! A continuación se puso el sol. Me pregunté qué posibilidades teníamos de abatir a nuestro zorro. Eché una mirada a la cara de James, que cabalgaba junto a mí. No parecía haber perdido la confianza, aunque su caballo iba igual de cansado que el mío. Era un atardecer claro y tranquilo, y el rastro era más intenso que nunca, y las cercas bastante cómodas; pero aquellos valles eran terriblemente agotadores, y seguían sucediéndose uno tras otro. Parecía como si la luz se empeñase en vencer toda capacidad de resistencia del zorro y de los caballos, si el rastro seguía siendo bueno y no caía él a tierra; en otro caso, la noche pondría fin a la aventura. Hacía rato que no veíamos casas ni caminos, sino sólo pendientes de creta en las que incidía la luz del crepúsculo, y alguna que otra oveja, y bosquecillos diseminados que iban ennegreciendo con el anochecer. En determinado momento, comprendí de repente que se había acabado la luz, y que teníamos la noche encima. Miré a James: iba meneando la cabeza con gesto serio. De súbito, en un pequeño valle boscoso, vimos asomar por encima de los robles la techumbre rojiza de una casa vieja y singular; en ese instante descubrí al zorro a cincuenta yardas escasas de nosotros. Nos metimos en un bosque, y salimos inesperadamente a plena vista de la casa; pero no había ningún camino o sendero que condujese hasta ella, ni vimos rodadas de carro por ninguna parte. Las luces brillaban ya, aquí y allá, en las ventanas. Estábamos en un parque, en un parque magnífico, aunque increíblemente descuidado: había zarzas por todas partes. Había oscurecido demasiado ya para ver al zorro, pero sabíamos que no podía más de cansancio; justo delante de nosotros teníamos a los perros… y una cerca de roble de cuatro pies. No habría debido intentar saltarla con un caballo fresco, al principio de la carrera, y el que montaba ahora casi estaba dando las últimas boqueadas. Pero, ¡qué persecución!, era todo un acontecimiento en la vida. Los perros se perdieron en la oscuridad, pisándole los talones al zorro, mientras que yo me quedé dudando. Decidí intentarlo. El caballo se levantó unas ocho pulgadas, dio con el pecho, y el tronco de roble saltó en un montón de astillas mojadas: se había podrido con los años. Y seguidamente nos encontramos en un campo de césped, en cuyo extremo opuesto los perros se estaban precipitando sobre el zorro. El zorro, los caballos y la luz se habían agotado a un mismo tiempo, al final de una carrera de veinticinco millas. Dimos algunas voces, entonces, pero no salió nadie de aquella casa vieja y singular.

Me sentí bastante entumecido al encaminarme a la puerta principal, con la mascarilla y el cepillo, mientras James se ocupaba de los perros y buscaba los establos para los caballos. Toqué una campanilla asombrosamente cubierta de herrumbre, y tras largo rato se entreabrió la puerta, revelando un vestíbulo con numerosas armaduras, y al mayordomo más andrajoso que he visto yo en toda mi vida.

Le pregunté quién vivía allí. Sir Richard Arlen. Le expliqué que mi caballo no podía dar un paso más esa noche, y que deseaba pedir a sir Richard Arlen alojamiento para pasar la noche.

—¡Oh, nadie viene nunca aquí, señor! —dijo el mayordomo.

Le hice notar que yo sí había ido.

—No creo que sea posible, señor —dijo.

Esta respuesta me molestó; le pedí ver a sir Richard, e insistí hasta que salió. Entonces me excusé, y le expliqué la situación. Por su aspecto, representaba unos cincuenta años tan sólo; pero la orla de la universidad que colgaba de la pared, con fecha de principios de los setenta, indicaba que era más viejo; su rostro tenía algo de la timidez del ermitaño; lamentaba no disponer de habitación donde alojarme. Yo estaba seguro de que no era verdad; además, no tenía más remedio que pasar allí la noche, ya que no había ningún otro lugar en varias millas, así que casi insistí. Y entonces, para mi asombro, se volvió al mayordomo, e intercambiaron unas palabras en voz baja. Por último, consideraron que podrían arreglarlo, al parecer, aunque de evidente mala gana. A todo esto eran las siete; sir Richard me dijo que cenaba a las siete y media. No cabía pensar en otra ropa que la que llevaba puesta, dado que mi anfitrión era más bajo y más ancho que yo. Seguidamente me dejó en el salón, y reapareció antes de las siete y media en traje de etiqueta y chaleco blanco. El salón era amplio y contenía muebles antiguos, aunque parecían más deteriorados que venerables; una alfombra de Aubusson aleteó en el suelo, al penetrar momentáneamente viento en la estancia, y agitó viejas corrientes en los rincones; un rumor incesante, furtivo, de patitas de ratas, delataba el grado de ruina que el tiempo había infligido al revestimiento de las paredes; en algún lugar alejado, una contraventana batía a un lado y a otro; las derretidas velas se revelaban insuficientes para alumbrar tan amplia habitación. La melancolía que inspiraban estas cosas estaba en completa consonancia con el primer comentario que hizo sir Richard, tras entrar en la habitación.

—Debo decirle, señor, que he llevado una vida depravada. ¡Ah, muy depravada!

Semejantes confidencias, hechas por un hombre mucho mayor que nosotros al que conocemos desde hace media hora, son tan excepcionales que no se nos ocurre qué contestar. En vez de eso, dije lentamente: «Qué casa más encantadora tiene».

—Sí —dijo él—, hace casi cuarenta años que no salgo de ella. Desde que dejé la Universidad. Uno es joven allí, y se le presentan oportunidades. Pero no voy a alegar excusas; nada de excusas.

Resbaló el oxidado pestillo de la puerta, entró una corriente de aire en la habitación, y agitó la larga alfombra y las colgaduras de las paredes; luego la corriente se extinguió en un susurro, y volvió a cerrarse la puerta de golpe.

—Ah, Marianne —dijo sir Richard—. Esta noche tenemos un invitado. Señor Linton, le presento a Marianne Gib.

Y todo se aclaró para mí. «Está loco», me dije. Porque no había entrado nadie en la habitación.

Las ratas corrían sin cesar tras el enmaderado de las paredes, a lo largo de la habitación; el viento hizo saltar otra vez el pestillo de la puerta, hizo correr las arrugas de la alfombra hasta nuestros pies, y se detuvieron allí, contenidas por nuestro peso.

—Permítame que le presente al señor Linton —dijo mi anfitrión—, lady Mary Errinjer.

Volvió a cerrarse la puerta de golpe. Hice una cortés inclinación de cabeza. Aunque me hubiesen invitado, habría sido un deber seguirle la corriente; pero esto era lo mínimo que podía hacer un huésped no deseado.

Once veces se repitió este tipo de incidente: el aire, el aleteo de la alfombra, las carreras de las ratas, el golpazo de la puerta y, acto seguido, la voz tristona de sir Richard presentándome a un fantasma. Luego, durante un rato, esperamos mientras yo pugnaba con la situación; la conversación discurría con dificultad. Y otra vez penetró una corriente de aire en la estancia, al tiempo que las parpadeantes velas la poblaban de sombras inquietas. «Ah, otra vez tarde, Cicely —dijo mi anfitrión, con su tono lúgubre y apagado—. Siempre tarde, Cicely». Acto seguido pasé a cenar con aquel hombre y su mente, y los doce fantasmas que la poblaban. Descubrí una mesa larga, dispuesta, con elegante cubertería de antigua plata, para catorce comensales. El mayordomo vestía ahora de etiqueta. Había menos corrientes en el comedor, y el ambiente era menos lúgubre. «¿Le importaría sentarse en el otro extremo, junto a Rosalind? —me dijo sir Richard—. Siempre se sienta en la cabecera. Es a la que más daño he hecho de todas».

—Lo haré encantado —dije.

Yo no quitaba ojo al mayordomo; pero ni en la expresión de su rostro ni en ningún gesto suyo advertía el menor indicio de que no estuviese atendiendo a catorce personas en sus completos cabales. Quizá hubo un plato más veces rechazado que aceptado, al parecer; pero todas las copas fueron igualmente llenadas con champán. Al principio, yo no encontraba qué decir; pero cuando sir Richard, hablándome desde el otro extremo de la mesa, dijo: «¿Se siente cansado, señor Linton?», comprendí que debía algo al anfitrión al que había obligado a aceptar mi presencia. El champán era excelente; y con la ayuda de una segunda copa, hice el esfuerzo de iniciar una conversación con la señorita Helen Errold, que tenía su sitio junto a mí. No tardó en resultarme más fácil: me detenía a menudo en mi monólogo, como Marco Antonio, para dar lugar a que me respondiesen, y a veces me volvía y me dirigía a la señorita Rosalind Smith. Sir Richard, en el otro extremo, conversaba en tono lúgubre: hablaba como hablaría un condenado a un juez y al mismo tiempo, como podría hablar un juez a alguien a quien en otro tiempo condenó injustamente. Empezaron a venirle ideas lúgubres a mi cerebro también. Tomé otra copa de champán, pero seguí igual de sediento. Era como si el viento contra el que habíamos galopado por las colinas de Kent hubiese secado toda la humedad de mi cuerpo. Sin embargo, no hablaba con suficiente animación: mi anfitrión me miró. Hice otro esfuerzo; al fin y al cabo, tenía algo sobre qué charlar: una persecución de veinticinco millas es algo que no se da con frecuencia en el curso de una vida, sobre todo al sur del Támesis. Empecé a describirle la carrera a la señorita Rosalind Smith. Pude ver entonces que mi anfitrión estaba satisfecho: la tristeza de su semblante experimentó una especie de parpadeo, como la bruma de las montañas, un día gris, cuando llega del mar un tenue soplo de brisa y la bruma hace lo posible por levantar. El mayordomo volvió a llenar mi copa con solicitud. Primero le pregunté a la señorita Rosalind Smith si era aficionada a la caza; hice una pausa, y empecé mi relato. Le conté dónde habíamos descubierto al zorro, y lo veloz y derecho que había corrido, y cómo crucé la aldea sin apartarme del camino, mientras los jardincitos, las alambradas, y por último el río habían detenido al resto de la partida. Le conté la clase de campo que cruzamos, y lo espléndido que estaba en primavera, y lo misteriosos que se volvían los valles en cuanto llegaba el crepúsculo, y lo magnífico que era mi caballo, y lo maravillosamente que corría. Me sentía tan terriblemente sediento, después de la larga persecución, que tenía que pararme de cuando en cuando; pero proseguí mi descripción de aquella famosa carrera, ya que el tema me entusiasmaba, y puesto que, en todo caso, no había quién pudiese hablar de ella, aparte de mí, salvo mi viejo montero, y «el pobre camarada estará borracho probablemente, a estas horas», pensé. Le describí a la señorita Rosalind, con todo detalle, el momento exacto de la carrera en que vi claramente que se trataba de la más larga persecución de una pieza en toda la historia de Kent. A veces se me olvidaba algún incidente, como es fácil que ocurra en una persecución de veinte millas, y me veía obligado a llenar esas lagunas inventando cosas. Me sentía contento de poder contribuir con mi conversación a que la reunión discurriera bien y, además, de que la dama con la que hablaba fuese tan extremadamente bonita. No quiero decir en carne y hueso; pero había unas rayitas oscuras en la silla que tenía a mi lado que denotaban una figura sumamente graciosa cuando la señorita Rosalind Smith estuvo viva; y empecé a darme cuenta de que lo que al principio había tomado por el humo de las velas medio derretidas y una agitación del mantel a causa del aire, era en realidad una animada compañía que escuchaba, no sin interés, la historia de la más grande montería que el mundo había conocido; a decir verdad, llegué a predecir, convencido, que jamás se conocería en la historia del mundo otra como ésta. Sólo que tenía la garganta terriblemente seca. Y a continuación, quisieron saber más cosas sobre mi caballo, al parecer. Se me había olvidado que había llegado a caballo; pero cuando me lo recordaron, me vino todo a la memoria: parecían todas tan corteses, apoyadas en la mesa y pendientes de mis palabras, que les conté cuanto querían saber. Todo discurría agradablemente, con tal de que sir Richard decidiera animarse; oía su voz lúgubre de vez en cuando. Estas personas eran simpáticas, si él las trataba como debía. Me daba cuenta de que lamentaba su pasado, pero los primeros años setenta parecían haber quedado ya siglos atrás, y tenía la impresión de que no comprendía a estas damas: no eran vengativas, como él parecía suponer. Quise hacerle ver lo alegres que eran en realidad, así que conté un chiste, y todas rieron; a continuación me metí con ellas en broma, especialmente con Rosalind, y ninguna pareció molestarse lo más mínimo. Sin embargo, sir Richard seguía con aquella expresión desventurada, como la del que ha dejado de llorar porque es inútil y no encuentra consuelo ni siquiera en las lágrimas.

Llevábamos sentados allí bastante tiempo, y se habían consumido muchas de las velas, aunque había luz suficiente. Yo me alegraba de contar con un auditorio para mis hazañas; y dado que me sentía feliz, decidí que sir Richard se sintiese así también. Seguí contando chistes, y siguieron ellas riendo con simpatía; algunos de los chistes eran un poco atrevidos, quizá, pero carentes de mala intención. Y entonces… Bueno, no pretendo excusarme; pero había tenido el día más extenuante de mi vida, y estaba completamente agotado, sin que me diese cuenta de ello; el champán me había cogido en ese estado, y una cantidad que en cualquier otro momento no habría tenido la menor importancia, me dominó a causa de mi completo cansancio. El caso es que me extralimité, y dije algo en broma —no recuerdo en absoluto qué fue— que pareció ofenderlas de repente. Inmediatamente noté una conmoción en el aire; alcé los ojos, y vi que se habían levantado todas de la mesa y se dirigían hacia la puerta. No tuve tiempo de ir a abrirla porque lo hizo un golpe de viento; no podía ver qué hacía sir Richard, ya que sólo quedaban encendidas dos velas. Creo que las demás se apagaron al levantarse las damas de repente. Me puse en pie de un salto para disculparme, para tranquilizarlas… y entonces el cansancio me venció, como había vencido a mi caballo en la última cerca; me agarré a la mesa, pero resbaló el mantel y me caí. La caída, la oscuridad en el suelo, y el agotamiento contenido de todo el día, me rindieron a la vez.

El sol brillaba sobre los campos relucientes y en la ventana del dormitorio, y miles de pájaros cantaban a la primavera. Yo estaba allí, en una antigua cama de cuatro columnas, en una habitación extraña de paredes enmaderadas, completamente vestido, y con las botas llenas de barro; alguien me había quitado las espuelas, nada más. Durante un momento, no comprendí lo ocurrido; luego, me vino todo a la conciencia: mi enormidad, y la urgente necesidad de presentar una abyecta disculpa a sir Richard. Tiré del bordado cordón de la campanilla, hasta que llegó el mayordomo; entró alegre, e indescriptiblemente andrajoso. Le pregunté si se había levantado sir Richard, y me dijo que acababa de bajar; y para mi asombro, me informó que eran las doce del mediodía.

Le pedí que me condujese a sir Richard en seguida. Estaba en el salón de fumar. «Buenos días», dijo en tono alegre, en el momento de entrar yo. Fui directamente al grano: «Me temo que he ofendido a algunas de las damas, en su casa…» empecé.

—En efecto —dijo—; en efecto —y seguidamente prorrumpió en lágrimas, y me cogió la mano—. ¿Cómo podré agradecérselo? —me dijo a continuación—. Durante treinta años hemos sido trece a la mesa, sin que me atreviese jamás a ofenderlas por el daño que les he causado a todas. Ahora lo ha hecho usted, y sé que no vendrán a cenar nunca más —y siguió sujetándome la mano durante largo rato; luego me dio un apretón, y una especie de sacudida que yo interpreté como de despedida; así que retiré la mano y salí de la casa. Encontré a James en los abandonados establos, con los perros, y le pregunté cómo había pasado la noche. Y James, que es hombre parco en palabras, dijo que no recordaba muy bien. Pedí las espuelas al mayordomo, monté sobre mi caballo; nos alejamos despacio de aquella casa vieja y singular, y regresamos sin prisa, ya que los perros iban con las pezuñas doloridas, aunque contentos, y los caballos aún estaban cansados. Y al acordarnos de que la temporada de caza había terminado, nos volvimos de cara a la primavera, y pensamos en los nuevos seres que tratan de reemplazar a los viejos. Y ese mismo año oí hablar —como he oído hablar a menudo desde entonces— de los bailes y cenas alegres en casa de sir Richard Arlen.