LOS FANTASMAS[14]

LA discusión que sostuve con mi hermano en su casona solitaria apenas interesará a mis lectores. Al menos, a aquéllos a quienes espero que les pueda atraer el experimento que llevé a cabo, y las cosas extrañas que me sucedieron en esa peligrosa región en la que tan alegre e inconscientemente se me ocurrió penetrar. Fue en Oneleigh en donde le visité.

Ahora bien, Oneleigh se encuentra muy apartada, en medio de una zona de viejos, oscuros cedros susurrantes. Cabecean cuando llega el Viento del Norte, y vuelven a cabecear y a asentir y, furtivamente, se van quedando quietos otra vez, y no dicen nada más durante un rato. El Viento del Norte es para ellos igual que un problema difícil para los viejos sabios: mueven la cabeza ante él, y lo comentan en voz baja todos a la vez. Saben mucho esos cedros: hace tiempo que están allí. Sus antepasados conocieron el Líbano, y los antepasados de éstos fueron siervos del rey de Tiro y llegaron a la corte de Salomón. Y entre las negras cabelleras de estos hijos del canoso Tiempo, se alzaba la vieja casona de Oneleigh. No sé cuántos siglos habían estrellado contra ella la efímera espuma de los años; sin embargo, aún se mantenía inconmovible, y a su alrededor se acumulaban cosas del pasado como se adhieren extrañas vegetaciones a la roca que desafía al mar. Aquí, como conchas de lapas muertas hace mucho, había armaduras en las que se habían encerrado los hombres del pasado; aquí, también, había tapices de múltiples colores, hermosos como algas; ni un moderno bibelot rodaba por allí, ni un mueble Victoriano, ni un vestigio de luz eléctrica. Las grandes rutas comerciales que habían ensuciado los años con latas de conserva vacías y novelas baratas quedaban lejos de aquí. Pero, bueno, ya se encargarán los siglos de desintegrarla, y de arrojar sus restos en alguna playa lejana. Entretanto, como aún seguía en pie, fui allí a visitar a mi hermano; y discutimos sobre fantasmas. Me pareció que la información que tenía mi hermano sobre el particular andaba necesitada de revisión. Atribuía existencia real a cosas que sólo eran imaginadas; sostenía que el testimonio de segunda mano de personas que han visto fantasmas demostraba la existencia de éstos. Le dije que, aun en el caso de que hubiesen visto un fantasma, eso no era ninguna prueba: nadie cree que existan ratas coloradas, aunque hay montones de testimonios de primera mano de personas que las han visto en momentos de delirio. Finalmente, le dije que aunque yo mismo viese fantasmas, seguiría negando su existencia real. Así que cogí un puñado de cigarros, me tomé varias tazas de té muy fuerte, me levanté sin cenar, y me retiré a una habitación forrada de oscuro roble y con todas las sillas tapizadas; mi hermano, cansado de la discusión, se retiró a dormir, intentando disuadirme de mi empeño en permanecer incómodo. Durante todo su ascenso por la vieja escalera, girando y girando la luz de su vela, mientras yo me quedaba al pie, le estuve oyendo insistir en que cenara y me acostase.

Era un invierno ventoso. En el exterior, los cedros murmuraban sobre nosequé; pero me parecían tories de un colegio largo tiempo desaparecido, a quienes había venido a turbar algo nuevo. Dentro, en la chimenea, empezó a crepitar y silbar un gran leño húmedo: atacó una tonada lastimera, y se levantó sobre él una alta llama que se puso a marcar el compás, al tiempo que se agrupaban alrededor todas las sombras, y se ponían a danzar. En los rincones distantes permanecían calladas, inmóviles, abultadas masas de oscuridad como viejas señoritas de compañía. Allá, en lo más oscuro de la estancia, había una puerta que estaba siempre cerrada. Daba acceso al recibimiento, pero no se utilizaba; junto a esa puerta había ocurrido, en otro tiempo, algo de lo que no estamos orgullosos en la familia. No solemos hablar de ello. Allí, a la luz del fuego de la chimenea, se alzaban las formas venerables de las viejas sillas: hacía tiempo que yacían bajo tierra las manos que habían hecho sus tapicerías, y que se habían convertido en múltiples escamas de herrumbre las agujas con que se tejieron. Nadie tejía ahora en esta antigua habitación; nadie, salvo las viejas arañas laboriosas que, vigilantes junto al lecho de muerte de las cosas de antaño, hacían sudarios con que sujetar su polvo. Los sudarios de las cornisas envolvían ya el corazón del revestimiento de roble que la carcoma había devorado.

Sin duda a tal hora, en una habitación así, una imaginación ya excitada por el hambre y el té cargado era capaz de ver los fantasmas de sus antiguos habitantes. No esperaba yo menos. El fuego fluctuaba, y danzaban las sombras; en mi mente despertaron vividos recuerdos de extraños sucesos acaecidos; sin embargo, sonaron solemnes las doce en el reloj de siete pies de alto sin que nada ocurriese. No quiso dejarse llevar mi fantasía. Y se había apoderado de mí el frío de las primeras horas de la madrugada, y casi me había vencido el sueño, cuando me llegó, del vestíbulo contiguo, el susurro de vestidos de seda que yo me esperaba y preveía. A continuación entraron por parejas unas damas distinguidas de los tiempos del rey Jacobo, con sus galanes. Eran poco más que sombras: sombras solemnes y casi borrosas; pero todos habéis leído relatos de fantasmas, y todos habéis visto en museos los vestidos de aquellos tiempos; no hace falta describirlos. Entraron, varios de ellos, y se sentaron en las viejas sillas, con poco cuidado quizá, teniendo en cuenta el valor de los tapizados. Entonces cesó el frufrú de los vestidos.

Bien, pues ya tenía fantasmas delante de mí; y ni me asusté, ni me convencí de su existencia. Y estaba a punto de levantarme de mi asiento y marcharme a dormir, cuando oí una serie de ruidos en el vestíbulo, como de pies descalzos sobre el suelo encerado; de cuando en cuando, oía resbalar alguno de ellos, y arañar las uñas en la madera, como si algún animal de cuatro patas perdiese y recobrase el equilibrio. No me asusté, pero me sentí inquieto. El rumor venía directamente hacia la habitación donde yo estaba; luego oí un olfatear de hocicos expectantes; quizá «inquieto» no sea la palabra más apropiada para describir mis sentimientos en aquel momento. De repente, entró al galope una manada de seres más grandes que los sabuesos; tenían largas orejas caídas, e iban con el hocico pegado al suelo, olfateando. Se acercaron a los caballeros y damas de antaño, y comenzaron a hacerles fiestas de manera repugnante. Tenían los ojos espantosamente relucientes y hundidos. Al mirarlos con atención, comprendí de repente qué eran estas criaturas, y sentí miedo. Eran pecados, los obscenos, perdurables pecados de aquellas damas elegantes y aquellos caballeros.

Qué modesta se mostraba la dama que tenía sentada a mi lado, en una de las viejas sillas; qué modesta, y qué hermosa, para tener junto a ella, con la quijada en su regazo, a un pecado de ojos rojos y cavernosos, fruto evidente del asesinato. Aunque sin duda usted, señora de los dorados cabellos, no… Pero esa bestia horrenda y de ojos amarillos se aleja de usted en dirección a aquel cortesano de allá; y cuando alguien la aparta, se va furtivamente a otro. Allá hay una dama que trata de sonreír mientras acaricia la cabeza peluda de una criatura repelente; pero otra criatura se siente celosa, y se pone debajo de su mano. Ahí hay sentado un viejo noble con el nieto sobre sus rodillas, mientras un gran pecado negro del abuelo lame la cara del niño, y se adueña de él. De vez en cuando, se levantaba algún fantasma e iba a sentarse en otra silla; pero su jauría de pecados le seguía invariablemente los pasos. ¡Pobres, pobres fantasmas! ¡Cuántas veces han debido de intentar huir de sus odiosos pecados durante doscientos años, cuántas excusas han debido de dar de su presencia! Sin embargo, allí seguían, pegados a ellos todavía… y todavía inexplicados. De pronto, uno de ellos pareció percibir el olor de mi sangre viviente y se puso a ladrar de manera espantosa; y los demás dejaron al punto a sus fantasmas, y se unieron al pecado que había empezado primero. El bruto había percibido mi olor en la puerta por donde yo había entrado, y se fueron acercando despacio, olfateando el suelo y profiriendo de vez en cuando aullidos horribles. Comprendí que el asunto había ido demasiado lejos. Pero ahora que me habían descubierto, que me tenían rodeado, saltaban tratando de alcanzarme el cuello; y cada vez que sus zarpas me rozaban, me venían ideas horribles, y unos deseos inconfesables me dominaban el corazón. Cuando esas criaturas saltaron sobre mí, tramé cosas brutales, y las tramé con astucia magistral. Entre los seres peludos que tenía en primera línea, de los que pugnaba yo débilmente por protegerme la garganta, había un enorme homicidio de ojos rojos. Y de súbito, se me ocurrió que sería buena idea matar a mi hermano. Me pareció importante no correr el riesgo de ser castigado. Sabía dónde había guardado un revólver; después de matarle, vestiría su cadáver, y le enharinaría la cara como si se hubiese disfrazado de fantasma. Era muy sencillo. Diría que me había asustado… y los criados nos habían oído discutir de fantasmas. Habría que prevenir una o dos insignificancias, pero no se me escaparía nada. Sí, me pareció muy buena idea matar a mi hermano, al asomarme a las rojas profundidades de los ojos de esta criatura. Pero en un último esfuerzo, mientras me derribaban: «Si dos rectas se cortan entre sí —me dije—, los ángulos opuestos resultantes son iguales. Supongamos que AB y CD se cortan en E; entonces los ángulos CEA y CEB equivalen a dos rectos (prop. XIII). Asimismo, CEA y AED equivalen a dos rectos».

Me dirigí hacia la puerta en busca del revólver; un horrendo júbilo se elevó entre las bestias. «Pero el ángulo cea es común, por donde aed equivale a CEB. Del mismo modo, CEA equivale a DEB. Q. E. D.». Estaba demostrado. La lógica y la razón se restablecieron en mi entendimiento: no había ningún oscuro perro del pecado; las sillas tapizadas estaban vacías. Me pareció inconcebible que a un hombre se le ocurriese matar a su hermano.