LA ESPADA DE WELLERAN[11]

DONDE la gran llanura de Tarphet se eleva, como el mar en los estuarios, entre las montañas Ciresianas, se alzaba hace mucho tiempo la ciudad de Merimna, casi entre las sombras de los riscos. Jamás he visto en el mundo una ciudad tan hermosa como me pareció Merimna la primera vez que soñé con ella. Era una maravilla de agujas, figuras de bronce, fuentes de mármol, y trofeos de guerras fabulosas y anchas calles enteramente consagradas a la Belleza. Justo por el centro de la ciudad cruzaba una avenida de cincuenta pasos de ancho, y a cada lado se alineaban las efigies en bronce de los reyes de todos los países que el pueblo de Merimna había conocido. Al final de esa avenida había un carro colosal con tres caballos de bronce llevados por la figura alada de la Fama; detrás, en el carro, iba la imagen enorme de Welleran, antiguo héroe de Merimna, de pie, con la espada extendida. Tan apremiante era la actitud y ademán de la Fama, y tan veloz el gesto de los caballos, que uno habría jurado que el carro se le venía encima, y que el polvo velaba ya los rostros de los reyes. Y había en la ciudad un castillo formidable donde se guardaban los trofeos de los héroes de Merimna. Esculpido, y coronado por una cúpula, constituía el testimonio glorioso del arte de los canteros hacía mucho tiempo desaparecidos; y en lo alto de la cúpula descansaba la imagen de Rollory mirando, por encima de las montañas Ciresianas, hacia las vastas tierras que se extendían más allá, tierras que su espada conocía. A su lado, como una vieja nodriza, la Victoria hacía a golpes de martillo, con las coronas de los reyes caídos, una dorada guirnalda de laureles para la cabeza de Rollory.

Ésa era Merimna, ciudad de victorias esculpidas y guerreros de bronce. Sin embargo, en la época a la que ahora me refiero, Merimna había olvidado el arte de la guerra, y sus habitantes vivían casi dormidos. Andaban de un lado para otro y recorrían las calles de mármol, admirando los monumentos que conmemoraban hazañas realizadas por espadas de su país en manos de los que en otro tiempo amaron a Merimna. Casi andaban sonámbulos, y soñaban con Welleran, Soorenard, Mommolek, Rollory, Akanax, y con el joven Iraine.

Sobre las tierras del otro lado de las montañas que les rodeaban no sabían nada, salvo que fueron escenario de las terribles hazañas que Welleran había llevado a cabo con su espada. Hacía tiempo que estas tierras habían vuelto a manos de las naciones castigadas por los ejércitos de Merimna. Nada les quedaba ahora a los hombres de Merimna salvo su ciudad inviolada, y la gloria del recuerdo de su antigua fama. Por las noches, destacaban centinelas muy adentro del desierto; pero éstos se dormían siempre en sus puestos, y soñaban con Rollory; y tres veces cada noche hacía su ronda por la ciudad una guardia vestida de púrpura, portando luces y cantando canciones de Welleran. Siempre iba desarmada esta guardia; pero al propagarse por la llanura el eco de sus canciones, y llegar a las imponentes montañas, los bandidos del desierto oían el nombre de Welleran, y regresaban temerosos a sus guaridas. A menudo, la luz del amanecer cruzaba la llanura, centelleando espléndida en las agujas de Merimna y haciendo palidecer las estrellas, sorprendía a la guardia cantando aún canciones de Welleran, y cambiaba el púrpura de sus vestidos y apagaba las luces que portaban. Pero la ronda regresaba dejando las murallas sin novedad; y uno tras otro, despertaban los centinelas, dejando de soñar con Rollory, y volvían a la ciudad con paso cansado y completamente fríos. Entonces se disipaba cierta amenaza de la faz de las montañas Ciresianas que bajaban hacia Merimna desde el norte y el oeste y el sur, y volvían a surgir las estatuas y las columnas, en la claridad matinal, por toda la ciudad inviolada. Quizá parezca extraño que una guardia desarmada y unos centinelas dormidos pudiesen defender una ciudad repleta de glorias de arte y rica en oro y en bronces, una ciudad altiva que en otro tiempo había oprimido a sus vecinos, y cuyos habitantes habían olvidado el arte de la guerra. Ahora bien, había una razón por la que, aun habiendo perdido hacía tiempo todas sus tierras, siguiese a salvo la ciudad misma. Una cosa extraña creían o temían las tribus feroces del otro lado de las montañas, y era que en algunos puestos de las murallas de Merimna aún cabalgaban Welleran, Soorenard, Mommolek, Rollory, Akanax, y el joven Iraine. Sin embargo, hacía un centenar de años que Iraine, el más joven de los héroes de Merimna, había librado su última batalla con las tribus.

A decir verdad, surgían a veces jóvenes en las tribus que ponían en duda esa creencia; y decían: «¿Cómo puede un hombre escapar constantemente de la muerte?»

Pero hombres más graves contestaban: «Escuchad, vosotros a quienes tanto ha distinguido la sabiduría: explicadnos cómo un hombre puede escapar de la muerte cuando es atacado por dos docenas de jinetes, habiendo jurado matarle todos ellos, y habiéndolo hecho por los dioses de su país, como tantas veces le ha ocurrido a Welleran. O explicadnos cómo dos hombres solos pueden entrar de noche en una ciudad amurallada, y llevarse a su rey, como hicieron Soorenard y Mommolek. Sin duda, los hombres que han escapado de tantas espadas y lluvias de flechas saben escapar de los años y del Tiempo».

Y los jóvenes, avergonzados, acababan callando. Sin embargo, el recelo seguía en aumento. Y a menudo, cuando el sol se ponía tras las montañas Ciresianas, los hombres de Merimna divisaban negras siluetas de miembros de aquellas tribus salvajes, recortadas contra el cielo claro, mirando fijamente hacia la ciudad.

Todos sabían en Merimna que las figuras dispuestas alrededor de las murallas eran sólo estatuas de piedra, aunque algunos abrigaban la esperanza de que un día volvieran otra vez sus héroes, ya que nadie les había visto morir. Ahora bien, había sido costumbre de estos seis antiguos guerreros, al recibir su última herida y conscientes de que era mortal, dirigirse a caballo a un profundo barranco y arrojar en él su propio cuerpo, como he leído yo que hacen los elefantes para ocultar sus huesos de las alimañas. Era un despeñadero muy alto y estrecho incluso en los extremos, un profundo precipicio adonde nadie podía bajar por ningún sendero. Allí se había dirigido Welleran solo, jadeando con trabajo; allí fueron después Soorenard y Mommolek; Mommolek con una herida mortal, para no regresar, y Soorenard sin daño alguno, para volver tras haber dejado a su amigo del alma descansando entre los huesos poderosos de Welleran. Hacia allí cabalgó igualmente Soorenard cuando le llegó su hora, con Rollory y Akanax, Rollory en medio y Soorenard y Akanax a ambos lados. Y fue duro y extenuante ese trayecto para Soorenard y Akanax, pues los dos iban con mortales heridas; en cambio fue muy fácil para Rollory, ya que iba muerto. Así, pues, los huesos de estos cinco héroes se blanqueaban en tierra enemiga, donde gozaban de una gran quietud, aunque habían trastornado ciudades; y nadie sabía su paradero excepto Iraine, el joven capitán, que sólo contaba veinticinco años cuando se fueron para siempre Mommolek, Rollory y Akanax. Y esparcidas entre ellos, se hallaban sus sillas y sus bridas, y todos los arreos de sus caballos, no fuera que alguno los encontrase y dijese en alguna ciudad extranjera: «Aquí tenéis las bridas y las sillas de los capitanes de Merimna ganadas en combate»; pero sus leales corceles habían regresado en libertad.

Cuarenta años después, en la hora de una gran victoria, recibió Iraine su última herida: una llaga terrible que no quiso cerrar. E Iraine, el último de los capitanes, se fue solo. Era largo el camino hasta el oscuro barranco; e Iraine, temiendo no alcanzar el lugar de descanso de los viejos héroes, acuciaba al caballo para que siguiese corriendo, y se agarraba a la silla con las manos. Y muchas veces, durante el trayecto, se adormeció y soñó con tiempos pasados, y con las primeras veces en que participó en las grandes guerras de Welleran, y con el día en que Welleran le habló por vez primera, y con los rostros de los compañeros de Welleran cuando dirigían las cargas en la batalla. Y cada vez que despertaba, un gran anhelo le invadía el alma, vacilante en el borde de su cuerpo, un ansia de descansar entre los huesos de los héroes. Finalmente, cuando vio el barranco que recorría la llanura como una grieta, el alma de Iraine escapó por su honda llaga y extendió sus alas, y el dolor abandonó su pobre cuerpo acuchillado; y urgiendo aún al caballo a seguir adelante, murió Iraine. Pero el viejo y fiel caballo siguió galopando hasta que vio súbitamente ante sí el oscuro barranco; plantó entonces las patas delanteras en el mismo borde del precipicio, y se detuvo. Y el cuerpo de Iraine saltó por encima del hombro derecho del caballo; y sus huesos siguen descansando mezclados, mientras transcurren los años, con los huesos de los héroes de Merimna.

Ahora había un niño en Merimna llamado Rold. Yo fui el primero en reparar en él; yo, el soñador que dormita junto al fuego, le vi cuando su madre le enseñaba el gran castillo donde se encuentran los trofeos de los héroes de Merimna. Tenía el niño cinco años, y estaban ante el gran cofre de cristal donde se guardaba la espada de Welleran; y le dijo su madre: «Ésa es la espada de Welleran». Y Rold dijo: «¿Qué hacen los hombres con la espada de Welleran?» Y su madre contestó: «La miran, y recuerdan a Welleran». Siguieron andando, y se detuvieron ante la gran capa roja de Welleran; y dijo el niño: «¿Por qué llevaba Welleran esa gran capa roja?» Y su madre contestó: «Era la costumbre de Welleran».

Cuando Rold fue un poco mayor, salió en secreto de casa de su madre, en mitad de la noche, cuando el mundo estaba en silencio y Merimna dormía y soñaba con Welleran, Soorenard, Mommolek, Rollory y Akanax, y con el joven Iraine. Y fue a las murallas a oír a la guardia púrpura cantar sobre Welleran. Y pasó la guardia púrpura con sus luces, cantando en medio del silencio; y unas siluetas oscuras, en el desierto, dieron la vuelta y echaron a correr. Y Rold regresó a casa de su madre con una emocionada, devoción por el nombre de Welleran, como la que sienten los hombres por las cosas muy santas.

Y con el tiempo, Rold llegó a conocer el camino que recorría las murallas circundantes, y las seis estatuas ecuestres que había en él, guardando Merimna todavía. Estas estatuas no eran como las otras: estaban tan hábilmente labradas en mármoles de colores que nadie podía saber con certeza, hasta que se acercaba lo suficiente, que no eran de carne y hueso. Había un caballo hecho de mármol moteado: el caballo de Akanax. El caballo de Rollory era de alabastro, de un blanco puro; su arnés estaba tallado en una piedra brillante, y la capa del jinete era de piedra azul. Miraba hacia el norte.

Pero el caballo de mármol de Welleran era de un negro puro; y sobre él estaba Welleran, mirando solemnemente hacia poniente. El cuello frío de su caballo era lo que más le gustaba a Rold acariciar, y era a Welleran a quien más claramente distinguían los que escrutaban desde las montañas, al atardecer, en dirección a la ciudad. Y a Rold le encantaban los ollares del gran caballo negro, y la capa de jaspe de su jinete.

Ahora bien, al otro lado de las Ciresianas iba en aumento la sospecha de que los héroes de Merimna habían muerto, y tramaron un plan para que fuese uno de noche, y se acercase a las figuras de las murallas para averiguar si eran Welleran, Mommolek, Rollory, Akanax y el joven Iraine. Y todos estuvieron de acuerdo en dicho plan; se propusieron muchos nombres de los que podían ir, y siguieron madurando la idea durante años. En ese intervalo, los espías se apiñaban a menudo en lo alto de los montes, al ponerse el sol, aunque nadie osaba acercarse. Finalmente, trazaron un plan mejor: decidieron conceder el perdón a dos que habían sido condenados a muerte, a condición de que bajasen a la llanura de noche, y averiguasen si vivían o no los héroes de Merimna. Al principio, los dos condenados tuvieron miedo de ir; pero poco después, uno de ellos, Seejar, dijo a su compañero Sajar-Ho: «Escucha, cuando el verdugo del rey descarga el hacha sobre el cuello de un hombre, ¿no muere ese hombre?»

Y el otro dijo que así era. Entonces añadió Seejar: «Pues aunque Welleran descargue su golpe con la espada, nada puede sobrevenir, aparte de la muerte».

Entonces Sajar-Ho se quedó meditando un momento. Y dijo a continuación: «Pero puede fallarle la vista al verdugo del rey en el instante del golpe, o puede errar su brazo; en cambio, jamás ha fallado el ojo de Welleran, ni ha errado su brazo. Mejor será que nos quedemos aquí».

Entonces dijo Seejar: «Pero puede que Welleran haya muerto, y que algún otro ocupe su lugar en las murallas; o que sea incluso una estatua de piedra».

Pero Sajar-Ho replicó: «¿Cómo puede haber muerto Welleran, cuando ha escapado incluso de dos docenas de jinetes armados con espadas que habían jurado matarle, y habiéndolo jurado por los dioses de nuestro país?»

Y Seejar dijo: «Esa historia sobre Welleran se la contó a mi abuelo su padre. El día que perdieron la batalla en las llanuras de Kurlistán, vio un caballo moribundo cerca del río; y el caballo miraba hacia el agua de manera lastimera, pero no podía llegar hasta ella. Y el padre de mi abuelo vio a Welleran bajar a la orilla del río, coger agua con sus propias manos, y dársela al caballo. Ahora nos encontramos nosotros en un trance tan angustioso como el del caballo, y estamos igual de cerca de la muerte: tal vez Welleran se apiade de nosotros; en cambio, los verdugos del rey no lo pueden hacer, ya que obedecen órdenes del rey».

Entonces dijo Sajar-Ho: «Siempre has sido gran argumentador. Tú nos metes en esta situación con tus sutilezas y tu ingenio; veremos si puedes sacarnos de ella. Vayamos».

Así, pues, llevaron al rey la noticia de que los dos prisioneros estaban dispuestos a bajar a Merimna.

Ese atardecer, los oteadores les condujeron hasta el borde de la montaña, y Seejar y Sajar-Ho descendieron hacia la llanura por un profundo barranco. Y los oteadores les observaron alejarse. Poco después, el crepúsculo borró por completo sus figuras. Luego llegó la noche, inmensa y sagrada, desde los marjales desolados de oriente y las tierras bajas y el mar; y los ángeles que vigilan a los hombres durante el día cerraron sus grandes ojos y se durmieron, mientras despertaban los ángeles que vigilan a los hombres de noche, erizaban sus plumas azul oscuro, y se levantaban dispuestos a velar. Pero la llanura se había convertido en un misterio poblado de temores. Bajaron, pues, los dos espías por el barranco, y una vez en la llanura, la cruzaron con sigilo. No tardaron en llegar a la línea de centinelas dormidos en la arena; y se agitó uno en sueños, llamando a Rollory, y un gran pavor asaltó a los espías, que susurraron: «Rollory vive»; pero se acordaron del verdugo del rey, y siguieron adelante. Y a continuación llegaron a la gran estatua de bronce del Miedo, labrada por algún escultor de los años gloriosos, en ademán de huir hacia las montañas, llamando a sus hijos al tiempo que volaba. Y los hijos del Miedo se asemejaban a los ejércitos de todas las tribus transciresianas; y de espaldas a Merimna, huían en desbandada tras el Miedo. Y desde donde estaba montado sobre su caballo, ante las murallas, Welleran extendía su espada sobre sus cabezas, como siempre había hecho. Y los dos espías se arrodillaron en la arena y besaron el enorme pie de bronce de la estatua del Miedo, diciendo: «¡Oh, Miedo, Miedo!» Y estando de rodillas, vieron luces a lo lejos, sobre las murallas, que se iban acercando; y oyeron que cantaban sobre Welleran. Y la guardia púrpura se aproximó y pasó de largo con sus luces, siguiendo la ronda de las murallas, sin dejar de cantar sobre Welleran. Y entretanto, los dos espías permanecieron pegados al pie de la estatua, murmurando: «¡Oh, Miedo, Miedo!» Pero cuando dejaron de oír el nombre de Welleran, se levantaron, llegaron a las murallas, treparon por ellas, echaron a correr hacia la figura de Welleran, y se inclinaron hasta el suelo; y dijo Seejar: «¡Oh, Welleran venimos a ver si vives todavía!» Y durante largo rato, aguardaron con el rostro en tierra. Por último, Seejar alzó la mirada hacia la espada terrible de Welleran, todavía extendida, señalando hacia los ejércitos esculpidos que corrían detrás del Miedo. Y Seejar se inclinó al suelo otra vez, tocó la pezuña del caballo, y la encontró fría. Entonces deslizó la mano hacia arriba, tocó la pata al caballo, y le pareció fría también. Por último tocó el pie de Welleran, y notó duro y rígido el escarpín que lo cubría. Entonces, como Welleran no hablaba ni se movía, Seejar se enderezó y le tocó la mano, la terrible mano de Welleran: era de mármol. Entonces Seejar se echó a reír, y él y Sajar-Ho bajaron corriendo por el sendero desierto y se encontraron con Rollory; y comprobaron que era de mármol también. Entonces se descolgaron por las murallas, cruzaron la llanura, pasando desdeñosos junto a la efigie del Miedo, y oyeron regresar a la guardia, que hacía su tercera ronda por las murallas, cantando sobre Welleran; y dijo Seejar: «Sí; podéis cantar sobre Welleran. Pero Welleran está muerto, y vuestra ciudad está sentenciada».

Y siguieron adelante, y hallaron al centinela, todavía inquieto en la oscuridad, que llamaba a Rollory en sueños. Y murmuró Sajar-Ho: «Sí, llama a Rollory; pero Rollory está muerto, y nada va a salvar vuestra ciudad».

Y los dos espías regresaron con vida a sus montañas; y cuando llegaban a ellas, el primer rayo de sol cruzó rojo por encima del desierto e inflamó las agujas de Merimna. Era la hora en que la guardia púrpura solía regresar a la ciudad con sus pálidas antorchas y sus vestidos de color más brillante; la hora en que los centinelas regresaban fríos y cansados de soñar en el desierto; la hora en que los ladrones del desierto se ocultaban, regresando a sus guaridas de la montaña; la hora en que los insectos de tenues alas nacen para vivir un solo día, y en que mueren los condenados a muerte. Y en esa hora, un gran peligro, nuevo y terrible, se cernió sobre Merimna sin que Merimna lo supiese.

Entonces Seejar, volviéndose, dijo: «Mira lo rojo que es el amanecer, y lo rojas que se han vuelto las agujas de Merimna. Están enojados con Merimna en el Paraíso, y anuncian su destrucción».

Regresaron, pues, los dos espías, y llevaron la noticia a su rey; y durante unos días, los reyes de esos países estuvieron reuniendo sus ejércitos; y una noche, los soldados de los cuatro reyes se concentraron en lo alto del barranco, y se apostaron detrás de la cima, a la espera de que el sol se ocultase. Todos tenían una expresión determinada y audaz; aunque en su interior, cada hombre rezaba a sus dioses uno tras otro.

Entonces se puso el sol, y llegó la hora en que salen los murciélagos y las criaturas de la oscuridad, y bajan los leones de sus cuevas, y los ladrones del desierto vuelven a la llanura, y suben de las frías ciénagas las fiebres ardientes y aladas, y la seguridad abandona el trono de los reyes: la hora en que cambian las dinastías. Pero en Merimna, la guardia púrpura salió serpeante por el desierto, con sus luces, cantando sobre Welleran, y los centinelas se echaron a dormir.

Es verdad que en el Paraíso no pueden entrar jamás las inquietudes, sino a lo sumo golpear como la lluvia contra sus muros de cristal; sin embargo, las almas de los héroes de Merimna fueron semiconscientes de una remota angustia, como percibe el durmiente que alguien está frío y aterido, aunque no sabe que es él. Y se inquietaron un poco en su estrellado hogar. Seguidamente, invisibles, las almas de Welleran, Soorenard, Mommolek, Rollory, Akanax y del joven Iraine se encaminaron hacia la tierra por el camino del sol poniente. Ya, cuando llegaron a las murallas de Merimna, acababa de oscurecer, y los ejércitos de los cuatro reyes habían iniciado su marcha, entre ruidos metálicos, por el profundo barranco. Pero cuando los seis guerreros vieron de nuevo su ciudad, tan poco cambiada después de tantos años, la contemplaron con una emoción más próxima a las lágrimas que ninguna de cuantas habían experimentado nunca; y exclamaron:

—¡Oh, Merimna, ciudad querida; Merimna, nuestra ciudad murada!

«Qué hermosa eres con tus agujas, Merimna. Por ti dejamos la tierra, sus reinos y sus florecidas, y por ti hemos dejado un momento el Paraíso.

»Muy difícil es apartarse de la presencia de Dios, que es como un fuego cálido, como un sueño seráfico, como un gran himno, aunque hay una gran quietud alrededor, una quietud poblada de luces.

»Por ti hemos dejado un momento el Paraíso, Merimna.

»Hemos amado a muchas mujeres, Merimna; pero a una sola ciudad.

»Mira cómo sueña todo el pueblo, todo nuestro amado pueblo. ¡Qué hermosos son los sueños! En los sueños, los muertos pueden vivir; incluso los que desaparecieron hace tiempo y están muy callados. Tus luces han ido disminuyendo, se han apagado todas; no suena ningún ruido en tus calles. ¡Chist! Eres como una doncella que cierra los ojos y se duerme, que respira suavemente, y descansa confiada y tranquila.

»Mira tus almenas, tus viejas almenas. ¿Las defienden aún los hombres como las defendimos nosotros? Están algo gastadas, esas almenas —y acercándose más, las observaron con preocupación—; no es la mano del hombre la que ha desgastado nuestras almenas. Sólo lo han hecho los años, y el Tiempo indomable. Tus almenas son como el cinturón de una doncella, como el cinturón que la ciñe. Y mira el rocío que las cubre: es como un cinturón enjoyado.

»Corres peligro, Merimna, porque eres muy hermosa. ¿Vas a perecer esta noche porque ya no te defienden, porque gritamos y no nos oyen, como gritan los lirios aplastados sin que nadie sepa de sus voces?»

Así hablaron aquellos capitanes con voz recia, habituada al mundo, dirigiéndose a su querida ciudad, aunque no sonó más fuerte que el susurro de los pequeños murciélagos que vagan a la luz dudosa del crepúsculo. A continuación se acercó la guardia púrpura que efectuaba la primera ronda de la noche por las murallas, y los viejos guerreros les gritaron: «¡Merimna está en peligro! Sus enemigos se están agrupando en la oscuridad». Pero sus voces no se oyeron, porque eran sólo espectros errabundos. Y la ronda siguió su marcha y pasó sin enterarse, cantando aún sobre Welleran.

Entonces dijo Welleran a sus camaradas: «Nuestras manos no pueden sostener la espada, nuestras voces no pueden hacerse oír; ya no somos vigorosos. No somos sino sueños; así que entremos en los sueños. Id vosotros, y tú también, Iraine, a turbar el descanso de todos los que duermen, instadles a que cojan las viejas espadas de sus mayores que cuelgan de los muros, y se reúnan en la entrada del barranco; yo encontraré un caudillo que les guíe, y haré que tome mi espada».

Entonces salvaron las murallas y entraron en su amada ciudad. Y el viento soplaba ora en una dirección, ora en otra, mientras vagaba el alma de Welleran, que en sus tiempos había resistido las cargas de ejércitos tempestuosos. Y las almas de sus compañeros, y con ellas la del joven Iraine, se adentraron en la ciudad y turbaron los sueños de todos los durmientes, y a cada uno de ellos decían las almas en sus sueños: «Hace calor y bochorno en la ciudad. Sal al desierto, al fresco que hace al pie de las montañas; pero lleva contigo la vieja espada que cuelga del muro, en prevención de los bandidos del desierto».

Y el dios de la ciudad les envió la fiebre, y la fiebre se asentó en la ciudad y las calles se pusieron ardientes; y despertaron todos los durmientes de sus sueños sobre la brisa fresca y deleitable que bajaba de las montañas, encajonada en el barranco; y cogieron las viejas espadas de sus mayores, según aconsejaban sus sueños, en prevención de los bandidos del desierto. Y las almas de los compañeros de Welleran, y con ellas la del joven Iraine, entraban y salían a toda prisa de los sueños, mientras transcurría la noche, y fueron turbando los sueños, uno tras otro, a todos los hombres de Merimna, haciéndoles levantarse y salir armados; a todos salvo a la guardia púrpura, que ignorante del peligro, seguía cantando sobre Welleran; pues los hombres vigiles no pueden oír a las almas de los muertos.

Pero Welleran estuvo vagando sobre los tejados de la ciudad hasta que llegó a la figura de Rold, que se hallaba profundamente dormida. Ahora Rold se había hecho fuerte y tenía dieciocho años, y era rubio de cabello y alto como Welleran. Y el alma de Welleran se detuvo encima de él, y se introdujo en sus sueños como entra la mariposa por una celosía a un jardín de flores. Y dijo el alma de Welleran a Rold en su sueño: «Debes ir a ver otra vez la espada de Welleran, la gran espada de Welleran. Debes ir a verla esta noche, con la luna brillando sobre ella».

Y el deseo que Rold sintió en sueños de ver la espada le hizo salir de casa de su madre, todavía dormido, y dirigirse al castillo donde se guardaban los trofeos de los héroes. Y el alma de Welleran, urgiéndole en sueños, le hizo detenerse ante la gran capa roja; y una vez allí, le dijo el alma en sueños: «Tienes frío, ya que es de noche; échate encima una capa».

Y Rold se envolvió con la enorme capa roja de Welleran. Luego los sueños de Rold le condujeron a la espada; y dijo el alma a los sueños: «Tienes ganas de sostener la espada de Welleran: cógela en tus manos».

Pero Rold dijo: «¿Qué haría un hombre con la espada de Welleran?»

Y el alma del veterano capitán dijo a los sueños: «Es bueno tener una espada en la mano, coge la de Welleran».

Y Rold, todavía dormido y hablando en voz alta, dijo: «No está permitido; nadie debe tocar esa espada».

Y Rold se volvió para marcharse. Entonces brotó un grito terrible en el alma de Welleran, tanto más intenso cuanto que no podía ser proferido, y resonó una y otra vez en su interior, sin hallar salida, como resuena a lo largo de los años el alarido arrancado en otro tiempo por un crimen en alguna cámara espectral, sin que nadie llegue a oírlo nunca.

Y el alma de Welleran gritó a los sueños de Rold: «¡Tienes trabadas las rodillas! ¡Has caído en una ciénaga! No te puedes mover».

Y los sueños de Rold le dijeron: «Tienes trabadas las rodillas, has caído en una ciénaga»; y Rold se quedó inmóvil delante de la espada. Entonces el alma del guerrero lloró en los sueños de Rold, mientras Rold permanecía delante de la espada:

—Welleran llora por su espada, por su espada curva y prodigiosa. El pobre Welleran, que en otro tiempo luchó por Merimna, llora por su espada. No dejes que Welleran siga separado de su hermosa espada, ya que está muerto y no puede venir por ella; pobre Welleran, que en otro tiempo luchó por Merimna.

Y Rold rompió con la mano el cofre de cristal y cogió la espada, la gran espada curva de Welleran; y el alma del guerrero dijo a los sueños de Rold: «Welleran está esperando en el barranco que se adentra en las montañas, y llora por su espada».

Y Rold cruzó la ciudad, saltó la muralla, atravesó el desierto con los ojos abiertos, aunque dormido, y se dirigió a las montañas.

Una gran multitud de ciudadanos de Merimna se había congregado ya en el desierto, delante del profundo barranco, empuñando viejas espadas; y Rold se abrió paso entre ellos, dormido, portando la espada de Welleran. Y las gentes se dijeron asombradas al verle pasar: «¡Rold lleva la espada de Welleran!».

Llegó Rold a la entrada del barranco, y allí le despertaron las voces de las gentes. Y Rold, que ignoraba cuanto había hecho en sueños, miró con asombro la espada que tenía en la mano, y dijo: «¿Qué eres tú, hermosa obra de arte? En ti centellean las luces, y te muestras inquieta. ¡Es la espada de Welleran, la espada curva de Welleran!»

Y Rold besó su empuñadura, y sus labios percibieron la sal del sudor de las batallas de Welleran. Y dijo Rold: «¿Qué debe hacer un hombre con la espada de Welleran?»

Y todos miraron con asombro a Rold, mientras él, con la espada en la mano, seguía murmurando: «¿Qué debe hacer un hombre con la espada de Welleran?»

A continuación llegó a los oídos del Rold un rumor metálico que provenía del barranco; y toda la gente, gente que no sabía de guerras, oyó acercarse los tintineos en la oscuridad; pues los cuatro ejércitos avanzaban hacia Merimna, no esperando avistar aún a ningún enemigo. Y Rold apretó el puño de la gran espada curva, y la espada pareció elevarse un poco. Y un nuevo pensamiento inundó el corazón de la gente de Merimna al empuñar las espadas de sus mayores. Se iban acercando cada vez más los confiados ejércitos de los cuatro reyes, y comenzaron a despertar antiguos recuerdos ancestrales en el espíritu de las gentes de Merimna, allí en el desierto, espada en mano, detrás de Rold. Y todos los centinelas estaban alerta con sus lanzas, pues Rollory había ahuyentado sus sueños; él, que en otro tiempo había puesto ejércitos en fuga, no era ahora otra cosa que un sueño combatiendo con otros sueños.

Ahora los ejércitos se hallaban muy cerca. De repente, Rold se puso en pie de un salto, gritando: «¡Welleran, y la espada de Welleran!» Y la espada ansiosa y feroz, que había estado sedienta durante cien años, se alzó en la mano de Rold y le atravesó el costado a uno de las tribus. Y con el calor de la sangre, un gozo inundó el alma curva de aquella espada poderosa, como el del nadador que sale goteante de aguas cálidas después de vivir mucho tiempo en tierra seca. Cuando vieron la capa roja y aquella espada terrible, una exclamación recorrió los ejércitos de las tribus: «¡Welleran vive!» Y sonaron los gritos exultantes de los hombres victoriosos, y el jadeo de los que huían. Y volvió a silbar suavemente la espada por sí misma al girar en el aire. Y lo último que vi de la batalla, mientras la lucha retrocedía hacia las profundidades y negruras del barranco, fue la espada de Welleran segando y cayendo, despidiendo reflejos azules de la luna al levantarse, y surgir después cubierta de un rojo reluciente, hasta que desapareció en la oscuridad.

Pero al alba regresaron los hombres de Merimna. Y el sol, al elevarse para dar al mundo nueva vida, alumbró, sin embargo, las cosas espantosas que la espada de Welleran había ejecutado. Y dijo Rold: «¡Oh, espada, espada! ¡Qué horrible eres! ¡Qué espantoso que hayas vuelto entre los hombres! ¿Cuántos ojos no volverán a contemplar jardines por tu causa? ¿Cuántos campos van a quedar vacíos, cuando podían haberse poblado de hermosas casitas, de blancas casitas con niños alrededor? ¿Cuántos valles que podían haber cobijado cálidas aldeas van a quedar desiertos porque mataste a los hombres que las hubieran construido? ¡Oigo llorar al viento por ti, espada! Viene llorando de los valles vacíos. Y también de los campos pelados. Trae voces de niños. De niños que no nacerán. La muerte pone fin al llanto de los que tuvieron vida una vez, pero éstos llorarán eternamente. ¡Oh, espada, espada! ¿Por qué te enviaron los dioses entre los hombres?» Y las lágrimas de Rold cayeron sobre la espada orgullosa, aunque no la pudieron lavar.

Y ahora que el ardor de la batalla se había disipado, el ánimo de las gentes de Merimna comenzó a decaer, igual que el de su jefe, con el cansancio y el frío de la madrugada. Y miraron la espada de Welleran en la mano de Rold, y dijeron: «Nunca más, nunca más volverá ahora Welleran, pues su espada está en manos de otro. Ahora sabemos que efectivamente ha muerto. ¡Oh, Welleran, tú fuiste nuestro sol y nuestra luna y todas nuestras estrellas! Ahora ha caído el sol, se ha roto la luna, y se han esparcido todas las estrellas como los diamantes del collar que se le arranca al que ha muerto por violencia».

Así lloraron las gentes de Merimna en la hora de la gran victoria, pues los hombres tienen extraños estados de ánimo, mientras, junto a ellos, su vieja e inviolada ciudad dormía confiada. Pero lejos de las murallas, y más allá de las montañas, y por encima de las tierras que en otro tiempo conquistaron, más allá del mundo, caminaban las almas de Welleran, Soorenard, Mommolek, Rollory, Akanax y del joven Iraine, de regreso al Paraíso.