EL BOTÍN DE LOMA[22]
CAMINO de regreso, cargados con el botín de Loma, los cuatro hombres altos marchaban mirando gravemente a la derecha; a la izquierda no se atrevían, porque el precipicio que bordeaban desde hacía ya bastante tiempo descendía vertiginosamente hasta un banco de nubes, y sólo el miedo les hacía imaginar cuánto más abajo seguía desde allí.
Loma, convertida en ruinas, humeaba tras ellos con todos sus defensores muertos: no quedó ni uno solo para perseguirles; sin embargo, su instinto indio les decía que no todo iba bien. Hacía tres días que caminaban por esta estrecha cornisa, con una pared totalmente lisa, increíble, encima de ellos, y un precipicio totalmente liso, igual de gigantesco, debajo. Hacía frío en las montañas; de noche, un río o un viento encajonado en la negrura del abismo producía una especie de murmullo; la quietud de todo lo demás empezaba a minarles el ánimo, el rugido de un enemigo les habría infundido valor; empezaban a desear que fuese más ancho este sendero peligroso, empezaban a desear no haber saqueado Loma.
De haber sido más ancho el camino, sin duda les habría resultado más difícil el saqueo, ya que sus habitantes habrían fortificado la ciudad; pero la tremenda angostura de este desfiladero de diez leguas de largo entre montes había hecho que Loma, rodeada por un barranco, fuese inexpugnable. Finalmente, había dicho un indio: «Vayamos a saquearla». Y en el campamento se rieron con acritud. Sólo las águilas, dijeron, habían visto sus tesoros de esmeraldas y sus dioses de oro. Y uno dijo que llegaría hasta ella; y los demás exclamaron: «Sólo las águilas».
Fue Cara Riente el que lo había dicho; y reunió treinta guerreros y los guió hasta Loma con sus tomahawks y sus arcos; ahora quedaban sólo cuatro, pero traían el botín de Loma sobre una mula. Llevaban cuatro dioses de oro, cien esmeraldas, cincuenta y dos rubíes, un gran gong de plata, dos bastones de malaquita con mango de amatista para sostener el incienso en las ceremonias religiosas, cuatro copas de un pie de alto, talladas cada una de un cristal de cuarzo rosa, un cofrecillo hecho con dos diamantes, el cual (¡ojalá lo hubiesen sabido!) guardaba la maldición de un sacerdote. Estaba escrita sobre pergamino, en una lengua desconocida, y la había echado al botín la mano de un moribundo.
La noche estaba cerrando de un extremo al otro de aquella cornisa estrecha y terrible; era la tercera que descendía de las alturas y subía de las profundidades hacia ellos, desde que había ardido Loma y salieran de ella. Tres días más de marcha les llevarían triunfales a casa; sin embargo, el instinto les decía que no todo iba bien. Los que permanecemos en casa y corremos las persianas y cerramos los postigos en cuanto anochece, los que nos reunimos junto al fuego cuando el viento sopla con furia, los que rezamos en momentos normales y en capillas familiares, sabemos poco del aspecto demoníaco de la noche cuando viene cargada de maldiciones de dioses falsos y enfurecidos. Así era la noche ésta. Aunque en lo alto las nubes pasaban lentas y algodonosas, en el abismo el viento gemía lastimero, afligido y lleno de dolor; pero cuando el día se retiró de este siniestro sendero, surgió en su voz una amenaza definida que fue creciendo más y más, hasta convertirse, con la noche, en un aullido prolongado. Por delante de las estrellas pasaban sombras sin cesar; luego, de pronto, cayó la bruma, como si hubiera que hacer algo en seguida y esconderlo por completo; como así era en verdad.
Y en medio del frío de aquella niebla, los cuatro hombres altos rezaron a sus tótems, caprichosas figuras de madera que, allá lejos, observaban las tiendas apacibles. Aún danzaría en sus rostros, a estas horas, el resplandor de las llamas, y les llegarían al oído deliciosos relatos de guerra. Se detuvieron, pues, en el desfiladero, rezaron, y se pusieron a esperar alguna señal. Porque el tótem de un hombre puede adoptar la semejanza de una nutria; y al rezarle, si el tótem es clemente y observa al orante, al punto puede dejar oír un ruido como el que emite la nutria, aunque sólo sea una piedra al caer sobre otra; y ese ruido será una señal. Los tótems de los cuatro hombres que ahora se hallaban tan lejos tenían semejanza de conejo, de oso, de garza y de lagarto. Esperaron; pero no les llegó ninguna señal. Pese a todos los ruidos del viento en el abismo, ninguno era como el sordo golpeteo del conejo al correr, ni como el gruñido del oso, o el grito de la garza, o el susurro del lagarto en el cañaveral.
Parecía que el viento repetía algo una y otra vez, algo perverso. Rezaron de nuevo a sus tótems, pero no les llegó ninguna señal. Y entonces comprendieron que esa noche había un poder que prevalecía sobre las benévolas tallas de los postes pintados, con el resplandor del fuego en sus caras, que les esperaban allá lejos. Entonces, claramente, el viento dijo algo; algo muy, muy espantoso, en una lengua que ellos desconocían. Prestaron atención, pero no le entendieron. Nadie, de haber observado sus caras, habría acertado a decir con exactitud lo mucho que deseaban volver a sus tiendas, a sus hogueras, a las historias de guerra y a los tótems propicios que escuchaban y sonreían en la oscuridad; nadie habría adivinado hasta qué punto comprendían que no era ésta una noche corriente, ni aquélla una niebla normal.
Cuando finalmente vieron que no les llegaba respuesta ni señal de sus tótems, extrajeron del saco los dioses de oro que Loma no entregó hasta que estuvo en llamas y hubieron muerto sus hombres. Tenían grandes ojos de rubíes y lenguas de esmeralda. Depositaron en el desfiladero de aquellas montañas los ídolos de piernas cruzadas y lenguas de esmeralda; y tras retirarse unas yardas, distancia que juzgaron que debía mediar entre las divinidades y los hombres, se inclinaron; y en el trance desesperado en que estaban esa noche húmeda y presagiosa, rezaron a los dioses que habían ofendido; porque parecía que sobre los montes flotaba una venganza de la que difícilmente escaparían, como el viento sabía muy bien. Y los dioses, los cuatro, se echaron a reír, y movieron sus lenguas de esmeralda, cosa que los indios llegaron a ver, aunque había cerrado la noche y la niebla había descendido. Se pusieron en pie de un salto los cuatro hombres, y allí mismo habrían dejado a los dioses; pero temieron que algún cazador de su tribu los encontrase un día, y dijese de Cara Riente: «Huyó, dejándose atrás sus dioses de oro», y vendiese aquel oro, y llegase al campamento con sus riquezas, y fuese más grande que Cara Riente y sus tres hombres. Y pensaron arrojar los dioses al abismo, con sus ojos y sus lenguas de esmeralda; pero comprendieron que ya habían ofendido demasiado a los dioses de Loma, y temieron que les esperase sobrada venganza en los montes. Así que los volvieron a meter en el saco, los cargaron de nuevo sobre la asustada mula junto con la maldición cuya existencia ignoraban, y prosiguieron en medio de la noche amenazadora. Hasta la medianoche, caminaron sin detenerse a dormir; la oscuridad se iba volviendo más siniestra por momentos, y el viento más cargado de amenaza; y la mula, que lo percibía, temblaba; y el viento parecía percibirlo también, igual que el instinto de los cuatro hombres altos, aunque no lograban encontrar explicación, por mucho que se esforzaban.
Y aunque sus squaws les esperaron mucho tiempo donde el desfiladero deja las montañas, cerca de las tiendas desplegadas en la llanura, con los tótems y las hogueras, y aunque vigilaron durante todo el día, y durante muchas noches alzaron sus voces profiriendo llamadas familiares, no vieron reaparecer de las montañas a los cuatro hombres altos, por mucho que rezaron a los tótems de los postes pintados. Porque la maldición escrita en místicos caracteres que llevaban sin saber en el saco se cumplió en el desfiladero solitario, a seis leguas de las ruinas de Loma, sin que nadie pueda decirnos cuál fue.