EL BANDIDO[12]

TOM de los Caminos había hecho su último recorrido, y se hallaba ahora solo en la noche. Desde donde estaba, se podían distinguir las blancas ovejas echadas, la negra silueta de las lomas solitarias, y la línea gris de las colinas más aisladas y distantes, atrás; o a lo lejos, en las depresiones que tenía ante sí, al abrigo del viento implacable, podía verse cómo se elevaba de los negros valles el humo gris de las aldeas. Pero todo era igualmente negro para los ojos de Tom, y todos los ruidos eran silencio para sus oídos; sólo su alma pugnaba por zafarse de la cadena de hierro y dirigirse hacia el sur, hacia el Paraíso. Y el viento soplaba y soplaba.

Porque Tom, esta noche, no tenía sobre qué cabalgar más que el viento; le habían quitado su fiel caballo negro el día en que le quitaron los verdes campos y el cielo, las voces de los hombres y las risas de las mujeres, y le habían dejado solo, con una cadena en el cuello, balanceándose eternamente al viento. Y el viento soplaba y soplaba.

Pero el alma de Tom de los Caminos seguía atrapada por la cruel cadena; y cada vez que trataba de escapar, era devuelta al collar de hierro por el viento que soplaba del Paraíso, desde el sur. Y balanceándose allí, colgada del cuello, se le fueron borrando de los labios sus viejas sonrisas, se le desprendieron de la lengua las burlas que en otro tiempo hiciera de Dios; y allí se le pudrieron los viejos y malvados deseos del corazón, y se le soltaron de los dedos las manchas de sus fechorías; y todo le fue cayendo al suelo, donde fermentó en pálidos rodales y grumos. Y cuando se le hubieron desprendido todas esas maldades, el alma de Tom quedó limpia otra vez, como la había conocido su primer amor hacía ya mucho tiempo, una primavera. Y se balanceaba en lo alto, al viento, con los huesos de Tom, y con la vieja casaca desgarrada y la cadena herrumbrosa.

Y el viento soplaba y soplaba.

De tiempo en tiempo, abandonando la tierra consagrada, pasaban batiendo el aire las almas de los enterrados, camino del Paraíso, junto al Árbol de la Horca y al alma de Tom, que no lograba liberarse.

Noche tras noche observaba Tom con sus cuencas vacías las ovejas de las lomas, hasta que le creció el cabello muerto, le cubrió su rostro desventurado, y ocultó su vergüenza de las ovejas. Y el viento soplaba y soplaba.

A veces, con las ráfagas de viento, le llegaban las lágrimas de alguien, que golpeaban y golpeaban contra su cadena de hierro, aunque no conseguían corroerla del todo. Y el viento soplaba y soplaba.

Y noche tras noche, todas las ideas que Tom había expresado en su vida volvían a él en bandada tras cumplir su labor en el mundo, labor que no tenía fin: se posaban en las ramas que servían de horca, y le cantaban al alma de Tom, al alma que no podía liberarse. ¡Todas las ideas que él había expresado en su vida! Y los malos pensamientos hacían reproches al alma que los había concebido, porque no podían morir. Y las ideas que había deslizado con más sutileza eran las que con más estridencia y alboroto cantaban en las ramas a lo largo de la noche.

Y las ideas que Tom se había hecho de sí mismo señalaban ahora los huesos mojados, y se burlaban de su vieja casaca desgarrada. En cambio, los pensamientos que había tenido de los demás eran los únicos compañeros en los que su alma encontraba consuelo por las noches, mientras se balanceaba de un lado para otro. Y éstos gorjeaban al alma, y daban ánimos al pobre ser mudo que ya no podía forjar más ensueños, hasta que llegaba algún pensamiento sanguinario y los ahuyentaba.

Y el viento soplaba y soplaba.

Paul, Arzobispo de Alois y de Vayence, yacía en su sepulcro de mármol blanco, cara hacia el sur, hacia el Paraíso. Encima de su tumba estaba esculpida la Cruz de Cristo para que su alma tuviese descanso. Aquí no había vientos que aullasen, como aullaban en las copas de los árboles solitarios, arriba en las lomas, sino que llegaban mansas brisas cargadas de fragancias de los huertos, tras recorrer las tierras bajas desde el Paraíso del sur, y jugaban entre las yerbas y nomeolvides de la tierra consagrada, donde se demoraba la Paz alrededor del sepulcro de Paul, Arzobispo de Alois y de Vayence. Era fácil para el alma de un hombre salir de un sepulcro así y, sobrevolando los campos recordados, llegar al jardín del Paraíso y encontrar en él descanso eterno.

Y el viento soplaba y soplaba.

En una taberna de mala reputación, tres individuos trasegaban ginebra. Se llamaban Joe, Will y Puglioni el gitano; carecían de apellido, ya que no tenían clara idea de quiénes habían sido sus padres respectivos, sino sólo oscuras conjeturas.

El Pecado les había acariciado a menudo la cara con sus zarpas; aunque a Puglioni le había besado en la boca y la barbilla. El robo era el pan nuestro de los tres, y su pasatiempo el homicidio. Los tres habían provocado la tristeza de Dios y la ira de los hombres. Estaban sentados a la mesa con un mazo de cartas delante, todas sucias de marcas de dedos tramposos. Y hablaban entre sí por encima de sus vasos de ginebra, pero en voz tan baja que el tabernero, en el otro extremo de la estancia, sólo alcanzaba a oír sus apagados juramentos, sin saber por Quién juraban ni qué decían.

Estos tres eran los más fieles amigos que había dado Dios a un hombre. Y aquél a quien había sido concedida su amistad no era ya otra cosa que unos pocos huesos mecidos por el viento y la lluvia, una casaca vieja y desgarrada, una cadena de hierro, y un alma que no lograba liberarse.

Pero, avanzada la noche, los tres amigos dejaron la ginebra, salieron furtivamente, y se dirigieron al cementerio donde Paul, Arzobispo de Alois y de Vayence, descansaba en un sepulcro. En la linde del cementerio, pero fuera de la tierra consagrada, se pusieron a excavar una fosa a toda prisa, trabajando dos de ellos mientras el tercero vigilaba. Entretanto, los gusanos de la tierra profana aguardaban expectantes.

Y les sorprendió la hora terrible de la medianoche cargada de temores, hallándoles todavía junto a las tumbas. Y los tres amigos se estremecieron de horror, por hallarse a esa hora en tal lugar, y temblaron bajo el viento y la lluvia que les calaba; pero siguieron cavando. Y el viento soplaba y soplaba.

Poco después habían terminado. Seguidamente, abandonaron la fosa hambrienta y sus gusanos en ayunas, y se alejaron furtivos y presurosos por los campos, dejando atrás el lugar de las tumbas a medianoche. Iban temblando; y cada uno de ellos, a cada escalofrío, profería una maldición contra la lluvia. Y llegaron al lugar donde habían escondido una escala y una linterna. Allí sostuvieron una larga discusión sobre si encender la linterna, o ir sin ella por miedo a los soldados del Rey. Al final les pareció preferible contar con la luz de la linterna, aun a riesgo de que les prendiesen y ahorcasen los soldados del Rey, a enfrentarse de pronto en la oscuridad con lo que pudiera surgir, poco después de las doce, junto al Árbol de la Horca.

En tres caminos de Inglaterra por donde no solía andar la gente sin correr algún peligro, pudieron transitar esa noche los viajeros sin ser molestados. Y los tres amigos, alejándose unos pasos del camino real, se acercaron al Árbol de la Horca, Will con la linterna y Joe con la escala; en cuanto a Puglioni, llevaba una gran espada con la que haría el trabajo que había que hacer. Cuando estuvieron cerca, vieron el mal estado en que se hallaba Tom, ya que quedaba muy poco de su gallarda figura, y nada en absoluto de su espíritu resuelto; sólo cuando llegaron les pareció oír un gemido lastimero, como de una criatura enjaulada y cautiva.

De un lado al otro, de un lado al otro, se balanceaban al viento los huesos y el alma de Tom por los pecados que había cometido en el camino real contra las leyes del Rey; y acompañados de sombras y una linterna, en medio de la oscuridad, exponiendo sus vidas, llegaron los tres amigos que su alma se había ganado antes de balancearse encadenada. Así, las semillas que el alma de Tom se había ocupado de sembrar en vida habían dado un Árbol que, llegada la estación, se cargaba de racimos de cadenas; mientras que las semillas descuidadas que había esparcido aquí y allá, una broma amable o una palabra alegre, habían germinado en forma de esta triple amistad que se negaba dejar desamparados sus huesos.

Colocaron los tres, a continuación, la escala contra el árbol, y Puglioni subió con la espada en su mano derecha; y una vez en lo alto, comenzó a cortarle el cuello por debajo del collar de hierro. Seguidamente, los huesos, la vieja casaca y el alma de Tom cayeron al suelo con un repiqueteo, y un instante después, la cabeza que durante tanto tiempo había estado observando se desprendió de la oscilante cadena. Recogieron todas esas cosas Will y Joe, bajó Puglioni deprisa de la escala, amontonaron sobre sus barrotes los restos horribles del amigo, y se apresuraron a abandonar el lugar, calados por la lluvia, con el miedo a los fantasmas en el corazón, y el horror amontonado sobre la escala.

Hacia las dos estaban otra vez en el valle, lejos del viento acerado; pero dejaron atrás la fosa abierta y entraron en el cementerio, cruzando entre las lápidas, con la linterna y la escala y aquel bulto espantoso al que aún tributaban amistad. A continuación, los que habían sustraído a la Ley su justa y debida víctima siguieron pecando por lo que aún era el amigo: levantaron las losas de mármol del sagrado sepulcro de Paul, Arzobispo de Alois y de Vayence. Sacaron de él los huesos del Arzobispo y los llevaron a la ansiosa sepultura que habían dejado abierta, los depositaron en ella y volvieron a llenarla de tierra. Luego colocaron lo de la escala, derramando alguna lágrima, en el interior del blanco sepulcro, bajo la Cruz de Cristo, y volvieron a ajustar las losas de mármol.

De allí, el alma de Tom, surgiendo santificada del suelo sagrado, descendió al amanecer por el valle; y tras demorarse un instante en los alrededores de la casa de su madre y antiguos escenarios de su niñez, siguió adelante y llegó a las tierras abiertas, más allá de las granjas apiñadas. Allí se encontró con todos los pensamientos amables que había tenido en vida, los cuales alzaron el vuelo y fueron cantando a su lado en su viaje hacia el sur, hasta que finalmente, rodeada de cantos, llegó al Paraíso.

Pero Will y Joe y Puglioni el gitano volvieron otra vez a su ginebra, y a sus robos, y a sus trampas en la taberna de mala reputación, ignorantes de que, en sus vidas descarriadas, habían cometido un pecado ante el cual los Ángeles habían sonreído.