44.

26 de octubre de 2004

Woody no se había presentado en el penal.

Tío Saul me lo explicó cuando llegué a su casa, a primera hora de la noche, después de haber cogido el primer vuelo a Baltimore.

Tío Saul estaba aterrado, nervioso. Nunca lo había visto así.

—¿Cómo que no se ha presentado?

—Se ha fugado, Marcus. Woody es un fugitivo.

—¿Y Hillel?

—Está con él. También ha desaparecido. Se fue antes de ayer por la tarde al mismo tiempo que vosotros y no ha vuelto.

Tío Saul me contó que había empezado a sospechar que pasaba algo la víspera, cuando comprobó, al igual que yo, que Hillel y Woody estaban ilocalizables. Un agente del U. S. Marshals Service, encargado de reforzar a la policía estatal en la búsqueda de fugitivos, había acudido esa mañana a Oak Park y estuvo hablando largo y tendido con Tío Saul.

—¿Sabe dónde podría estar Woodrow? —preguntó el agente.

—No. ¿Por qué iba a saberlo?

—Porque estaba aquí el día antes de su ingreso en prisión. Lo vieron varios vecinos. Han sido categóricos. Woodrow no tenía autorización para salir de Connecticut. Es usted abogado, debería saberlo.

Tío Saul comprendió que el Marshal le llevaba un largo de ventaja.

—Mire, voy a ser franco con usted. Sí, Woody estuvo aquí la víspera de ingresar en la cárcel. Creció en esta casa y tenía ganas de pasar aquí su último día antes de ir a pudrirse en la cárcel durante cinco años. Fue algo bastante inocente. Pero no sé dónde está ahora.

—¿Quién estuvo con él? —le interrogó el agente.

—Unos amigos. No me acuerdo muy bien. No quise entrometerme mucho.

—Estaba su hijo, Hillel. Los vecinos lo han identificado también. ¿Dónde está su hijo, señor Goldman?

—En la universidad, supongo.

—¿No vive aquí?

—Oficialmente, sí. Pero en la práctica nunca está aquí. Siempre anda metido en casa de alguna amiga. Además, yo trabajo mucho, me voy por la mañana y vuelvo bastante tarde. De hecho, estaba a punto de irme al bufete.

—Señor Goldman, si supiera algo, ¿me lo diría?

—Por supuesto.

—Porque vamos a acabar encontrando a Woodrow. No se nos suele escapar nadie. Y si me entero de que lo ha ayudado usted de una forma u otra, se convertiría en cómplice. Aquí tiene mi tarjeta. Dígale a Hillel que me llame cuando lo vea.

Tío Saul no había sabido nada de Hillel en todo el día.

—¿Crees que está con Woody? —le pregunté.

—Así parece. No podía contarte esto por teléfono. Puede que tenga la línea pinchada. No le cuentes esto a nadie, Marcus. Y, sobre todo, no hables conmigo por teléfono. Creo que Hillel ha ido a ayudar a Woody a esconderse en algún sitio y que va a volver. Tenemos que intentar ganar tiempo con los investigadores. Si Hillel vuelve esta noche, solo tendrá que decir que ha pasado todo el día en la universidad. Puede que te interrogue la policía. Diles la verdad, no te metas en un lío. Pero procura no mencionar a Hillel en la medida de lo posible.

—¿Qué puedo hacer, Tío Saul?

—Nada. Pero, sobre todo, mantente al margen de todo esto. Vuelve a casa. No se lo cuentes a nadie.

—¿Y si Woody se pone en contacto conmigo?

—No lo hará. No va a arriesgarse a meterte en un lío.

A miles de millas de Baltimore, Woody y Hillel dejaron atrás la ciudad de Des Moines, en Iowa.

En la última velada que pasamos juntos, ya sabían que no iban a ir a la cárcel de Cheshire. Woody no podía soportar la perspectiva de la cárcel.

Habían dormido en moteles cercanos a la autopista, pagando en efectivo.

Su plan de viaje era cruzar el país hasta Canadá, pasando por Wyoming y Montana. Luego cruzarían Alberta y toda la Columbia Británica hasta el Yukón. Se establecerían allí, encontrarían una casita. Reharían su vida. Nadie iría a buscarlos allí. En una bolsa, que solía custodiar Woody, llevaban doscientos mil dólares en efectivo.

Cuando volví a Nashville al día siguiente, le conté a Alexandra lo que había pasado. Le di las mismas instrucciones que me había dado a mí Tío Saul. No contárselo a nadie; y, entre nosotros, de ninguna manera por teléfono.

Me pregunté si debería ir en su búsqueda. Alexandra me disuadió.

—Woody no se ha perdido, Markie. Se ha fugado. Lo que quiere es precisamente que no lo encuentren.

*

29 de octubre de 2004

Hillel seguía sin aparecer.

El Marshal volvió para interrogar a Tío Saul.

—¿Dónde está su hijo, señor Goldman?

—No lo sé.

—En la universidad ya llevan varios días sin verlo.

—Es mayor de edad, hace lo que quiere.

—Vació su cuenta bancaria hace una semana. Por cierto, ¿cómo es que tenía tanto dinero?

—Su madre murió hace dos años. Es su parte de la herencia.

—De modo que su hijo ha desaparecido con un montón de dinero al mismo tiempo que su amigo fugitivo. Creo que usted ya sabe adónde quiero llegar.

—En absoluto, inspector. Mi hijo hace lo que quiere con su tiempo y su dinero. Estamos en un país libre, ¿no?

Hillel y Woody estaban a unas veinte millas de Cody, en Wyoming. Habían dado con un motelito donde se pagaba cada noche en efectivo y el dueño no hacía preguntas. No sabían cómo cruzar la frontera con Canadá sin que los pillasen. Por lo menos, en el motel estaban a salvo.

La habitación contaba con una cocina americana. Podían prepararse comida sin tener que salir. Habían hecho acopio de pasta y arroz, de productos fáciles de almacenar y no perecederos.

Pensaban en el Yukón. Eso es lo que los ayudaba a aguantar. Se imaginaban una casa de troncos a orillas de un lago. Y a su alrededor, la naturaleza en estado salvaje. Se ganarían la vida yendo a Whitehorse de tanto en tanto para hacerle pequeñas tareas a la gente, como hicieran en la época de Jardinería Goldman.

Yo no dejaba de pensar en ellos. Me preguntaba dónde estarían. Miraba el cielo y me decía que seguramente estarían mirando el mismo cielo. Pero ¿desde dónde? ¿Y por qué no me habían contado nada de lo que pensaban hacer?

*

16 de noviembre de 2004

Hacía tres semanas que se habían fugado.

A Hillel lo habían acusado de prestar ayuda a un fugitivo y el Marshals Service también lo estaba buscando. Contaban con una ventaja: la investigación no estaba muy avanzada. La policía federal tenía que perseguir a otros criminales mucho más peligrosos y los medios que les dedicaban a ellos eran limitados. En esos casos, al fugitivo siempre lo pillaban en un control o se quedaba sin dinero y acababa cometiendo algún error. No era el caso de Hillel y Woody. No se movían de su habitación y llevaban mucho dinero encima.

—Mientras nadie nos vea, todo irá bien —le decía Hillel a Woody.

Pero no iban a aguantar mucho más encerrados. Era como estar en la cárcel. Tenían que intentar cruzar la frontera o, al menos, cambiar de motel para que les diera el aire.

Dos días después se fueron rumbo a Montana.

Los paisajes eran impresionantes. Un anticipo del Yukón.

En Bozeman, en Montana, conocieron a un hombre en un bar de moteros que les aseguró que podía conseguirles documentación falsa por veinte mil dólares. Era mucho dinero, pero aceptaron. Una documentación falsa de calidad era su garantía para ser invisibles y, por ende, sobrevivir.

El hombre les propuso llevarlos a una nave industrial cercana para hacerles las fotos de identidad. Lo siguieron; él iba en moto y ellos, en coche. Pero la cita resultó ser una emboscada: cuando bajaron del vehículo, los rodeó un grupo de moteros armados. Los registraron mientras los tenían encañonados y les robaron la bolsa de dinero.

*

19 de noviembre de 2004

Se habían quedado con mil dólares nada más, que Hillel había escondido en el bolsillo interior de la chaqueta. Pasaron una primera noche en el coche, en un área de descanso.

Al día siguiente, viajaron hacia el norte. Su plan se había ido al garete. Sin dinero no podían ir a ninguna parte. Lo poco que les quedaba se les iba en gasolina. Woody decía que estaba dispuesto a cometer un atraco. Hillel lo disuadió. Tenían que encontrar un trabajo. Donde fuera. Pero, sobre todo, no llamar la atención.

Pasaron la noche del 20 al 21 de noviembre en un aparcamiento de Montana. Hacia las tres de la madrugada, los despertaron unos golpes en la ventanilla y una luz cegadora. Era un policía.

Hillel le ordenó a Woody que no perdiera la calma. Bajó la ventanilla.

—No pueden pasar la noche en el aparcamiento.

—Lo siento, agente —contestó Hillel—, nos vamos ahora mismo.

—De momento, quédense en el vehículo. Quiero ver su carné de conducir y el documento de identidad de la persona que lo acompaña.

Hillel vio que a Woody se le ponían ojos de pánico. Le susurró que obedeciera. Le entregó los documentos al policía, que volvió a su coche para comprobarlos.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Woody.

—Arranco y nos largamos.

—Y dentro de cinco minutos tendremos detrás a toda la policía estatal, no podremos escapar.

—Entonces ¿qué sugieres?

Woody, sin contestar, abrió la puerta del coche y salió.

Hillel oyó al policía gritar:

—¡Vuelva inmediatamente al vehículo! ¡Vuelva inmediatamente al vehículo!

De repente, Woody desenfundó un revólver y disparó. Primero una vez y luego otra. Las balas dieron en el parabrisas. El policía se tiró detrás de su coche para protegerse y sacó el arma, pero Woody ya estaba a su altura y disparó contra él. La primera bala le alcanzó en el tórax.

Woody le disparó otras cuatro veces. Luego corrió hacia el coche. Hillel estaba arrodillado, con las manos en los oídos.

—¡Arranca! —gritó Woody—. ¡Arranca!

Hillel obedeció y el coche se esfumó haciendo chirriar los neumáticos.

Circularon un rato sin cruzarse con nadie. Luego giraron para tomar un camino y no se pararon hasta tener la seguridad de que los árboles los ocultaban por completo.

Hillel salió del coche.

—¡Estás como una cabra! —vociferó—. Pero ¿qué has hecho, por Dios, qué has hecho?

—¡Era él o nosotros, Hill! ¡Él o nosotros!

—Hemos matado a un hombre, Woody. ¡Hemos matado a un hombre!

—En mi caso, ya es el segundo —contestó Woody con un tono casi cínico—. ¡Qué te pensabas, Hillel! ¿Que íbamos a ser libres y a darnos la buena vida? Soy un puto fugitivo.

—Ni siquiera sabía que tenías una pipa.

—Si te lo hubiera dicho, me la habrías quitado.

—Efectivamente. Ahora, dámela.

—Ni hablar. Imagínate que te pillan con ella…

—¡Que me la des! Me voy a deshacer de ella. ¡Dámela, Woody, o hasta aquí hemos llegado juntos!

Después de pensárselo mucho, Woody le dio el arma. Hillel desapareció entre los árboles. Había un desnivel por el que pasaba un río y Woody oyó que Hillel tiraba el arma al agua. Volvió al coche, lívido.

—¿Qué pasa? —preguntó Woody.

—La documentación… la tenía el poli.

Woody hundió la cara en las manos. Con el arrebato, se le había olvidado por completo recuperarla.

—Vamos a tener que dejar el coche aquí —dijo Hillel—. El policía tenía la documentación del coche. Nos vamos a pie.

*

21 de noviembre de 2004

Fueron las primeras noticias.

Esta vez, el Marshal fue a ver a Tío Saul al bufete.

—Esta noche, Woodrow Finn ha matado a un policía en un aparcamiento de Montana durante un control rutinario. La cámara del coche patrulla lo ha grabado todo. Iba en un coche matriculado a su nombre.

Le enseñó una imagen sacada de la grabación de vídeo.

—Es el coche que utiliza Hillel —dijo Tío Saul.

—Es de usted —le corrigió el Marshal.

—¿Cómo quiere usted que estuviera en Montana anoche?

—No estoy insinuando que estuviera usted con Woody, señor Goldman. El que conducía el coche era su hijo, Hillel. Hemos encontrado allí mismo su permiso de conducir. Desde ahora, es cómplice del asesinato de un miembro de las fuerzas del orden.

Tío Saul se puso pálido y se tapó la cara con las manos.

—¿Qué espera que haga yo, inspector?

—Que colabore al cien por cien. Si le dan la mínima señal de vida, avíseme. Si no, no me quedará más remedio que detenerlo por prestar ayuda a unos asesinos fugitivos. Las pruebas están aquí, ya las ha visto.

*

22 de noviembre de 2004

Después de abandonar el coche, anduvieron hasta llegar a un motel. Pagaron en efectivo y con un suplemento para que el encargado no les pidiese un documento de identidad. Se ducharon y descansaron. Un hombre los llevó en coche hasta la estación de autobuses de Bozeman a cambio de cincuenta dólares. Sacaron billetes desde Greyhound a Casper, en Wyoming.

—¿Y luego qué vamos a hacer? —le preguntó Woody a Hillel.

—Iremos a Denver y buscaremos un autobús que vaya a Baltimore.

—¿Qué pintamos en Baltimore?

—Vamos a pedirle a mi padre que nos ayude. Podemos escondernos unos días en Oak Park.

—Nos verán los vecinos.

—Tendremos que quedarnos dentro de casa. Nadie se imaginará que estamos allí. Luego, mi padre podrá llevarnos a algún sitio. A Canadá o a México. Encontrará una forma de hacerlo. Me dará dinero. Es el único que puede ayudarnos.

—Tengo miedo de que nos cojan, Hillel. Tengo miedo de lo que me va a pasar. ¿Van a ejecutarme?

—No te preocupes. Mantén la calma. No va a pasarnos nada.

Después de dos días de viaje, llegaron a la estación de autobuses de Baltimore el 24 de noviembre. Era la víspera del día de Acción de Gracias. Era el día del Drama.

*

24 de noviembre de 2004

Día del Drama

Desde la estación de autobuses de Baltimore, a la que llegaron a última hora de la mañana, fueron a Oak Park en transporte público.

Se habían comprado unas gorras que llevaban encasquetadas. Pero era una precaución inútil. A esa hora, las calles estaban desiertas, con los niños en el colegio y los adultos trabajando.

Apretaron el paso rumbo a Willowick Road. No tardaron en vislumbrar la casa. Se les aceleró el ritmo cardíaco. Ya casi estaban. Una vez dentro, estarían a salvo.

Por fin llegaron a la casa. Hillel tenía la llave. Abrió la puerta y ambos se apresuraron a entrar. La alarma estaba activada y Hillel tecleó la clave en la pantalla. Tío Saul estaba fuera. Había ido al bufete, como todos los días.

En la calle, haciendo guardia en el coche, el Marshal, que acababa de ver a Woody y a Hillel entrar en la casa, echó mano de la radio y pidió refuerzos.

Estaban hambrientos. Fueron directamente a la cocina.

Se hicieron unos sándwiches de pavo frío con queso y mayonesa, y los comieron con avidez. Se sentían más tranquilos por haber vuelto a casa. Los dos días en autobús los habían dejado agotados. Tenían ganas de darse una ducha y descansar.

Cuando acabaron de comer, subieron al piso de arriba. Se pararon delante del cuarto de Hillel. Miraron las imágenes antiguas que había en la pared. Encima del escritorio infantil había una foto de los dos, en la caseta de apoyo a Clinton durante las elecciones de 1992.

Sonrieron. Woody salió del cuarto, recorrió el pasillo y entró en la habitación de Tío Saul y Tía Anita. Hillel echó un vistazo por la ventana. El corazón se le paró de golpe: varios policías con pasamontañas y chaleco antibalas tomaban posiciones en el jardín. Los habían localizado. Los habían pillado como a ratas.

Woody seguía en el umbral del cuarto de sus padres. Le estaba dando la espalda y no se percató de nada. Hillel se acercó a él despacito.

—No te des la vuelta, Woody.

Woody obedeció y se quedó quieto.

—Están ahí, ¿verdad?

—Sí. Hay policías por todas partes.

—No quiero que me cojan, Hill. Quiero quedarme aquí para siempre.

—Ya lo sé, Wood. Yo también me quiero quedar aquí para siempre.

—¿Te acuerdas del colegio de Oak Tree?

—Claro que sí, Wood.

—¿Qué habría sido de mí sin ti, Hillel? Gracias, le has dado sentido a mi vida.

Hillel estaba llorando.

—Gracias a ti, Woody. Te pido perdón por todo lo que te he hecho.

—Hace mucho tiempo que te perdoné, Hillel. Te quiero para siempre.

—Te quiero para siempre, Woody.

Hillel se sacó del bolsillo el revólver de Woody, del que no se había deshecho. Lo que había tirado al río era una piedra.

Apoyó el cañón en la parte trasera de la cabeza de Woody.

Cerró los ojos.

En la planta baja se oyó un gran estruendo. La unidad de intervención de la policía acababa de echar abajo la puerta principal.

Hillel disparó el primer tiro. Woody se desplomó en el suelo.

Se oyeron gritos en la planta baja. Los policías se replegaron, creyendo que les disparaban a ellos.

Hillel se acostó en la cama de sus padres. Hundió el rostro en los cojines, se metió entre las sábanas, recuperó todos los olores de la infancia. Volvió a ver a sus padres en esa cama, una mañana de domingo. Woody y él entraban estrepitosamente, llevando en los brazos las bandejas del desayuno para darles una sorpresa. Se acomodaban en la cama con ellos y compartían las tortitas que tanto les había costado hacer. A través de la ventana abierta, el sol los bañaba con su cálida luz. Tenían el mundo en sus manos.

Apoyó el arma contra su sien.

Todo termina, igual que todo empieza.

Apretó el gatillo.

Y se acabó todo.