12.

Baltimore, Maryland

Primavera-otoño de 1994

Durante los dos años siguientes, Alexandra nos iluminó la existencia.

Primos míos del alma, si aún estuvierais aquí, recordaríamos juntos cómo nos subyugó.

Durante el verano de 1994, les supliqué a mis padres que me dejaran pasar dos semanas en Baltimore después de la estancia en los Hamptons. Para estar con ella.

Alexandra nos tomó cariño y estábamos siempre metidos en casa de los Neville. Normalmente, las hermanas mayores y los hermanos pequeños no se llevan bien. Al menos esa era la conclusión a la que yo había llegado observando a mis amigos de Montclair. Se llaman de todo y se hacen trastadas. En casa de los Neville era distinto. Seguramente por la enfermedad de Scott.

A ella le gustaba estar con nosotros. Incluso buscaba nuestra compañía. Y Scott estaba encantado con la presencia de su hermana. Lo llamaba «peque» y lo colmaba de gestos cariñosos. A mí, cuando la veía achucharlo, abrazarlo, acariciarle la nuca y besuquearle las mejillas, me entraban de repente ganas de padecer también fibrosis quística. Como a mí siempre me habían dado el trato que se merecían los Montclair, me fascinaba que un niño pudiera recibir tantas atenciones.

Le hice al Cielo todo tipo de promesas a cambio de una buena fibrosis quística. Para acelerar el proceso divino, lamía a escondidas los tenedores de Scott y bebía en el mismo vaso que él. Cuando le daban ataques de tos, me acercaba con la boca bien abierta para cosechar unos cuantos miasmas.

Fui al médico, que, por desgracia, me dijo que estaba rebosante de salud.

—Tengo fibrosis quística —le advertí para ayudarlo a emitir un diagnóstico.

Se echó a reír.

—¡Eh! —me rebelé—. Un poquito de respeto con los enfermos.

—No tienes fibrosis quística, Marcus.

—¿Y usted cómo lo sabe?

—Porque soy tu médico. Estás sano como una manzana.

Ya no hubo ningún fin de semana en Baltimore sin Alexandra. Era todo con lo que soñábamos: divertida, inteligente, guapa, dulce y soñadora. Pero seguramente, lo que más nos fascinaba de ella era su don para la música. Fuimos sus primeros espectadores de verdad: nos invitaba a su casa, cogía la guitarra y tocaba para nosotros, que la escuchábamos, hechizados.

Podía pasarse horas tocando y nosotros no nos hartábamos nunca. Nos hacía partícipes de lo que componía y le interesaba nuestra opinión. Fue cuestión de meses que Tía Anita accediera a apuntar a Hillel y a Woody a clases de guitarra, mientras que, en Montclair, mi madre me lo negaba con un argumento temible:

—¿Clases de guitarra? ¿Para qué?

Imagino que no le hubiera importado que estudiara violín o arpa. No le costaba imaginarme como un virtuoso o un cantante de ópera. Pero cuando yo hablaba de convertirme en estrella del pop, me veía como un saltimbanqui melenudo y mugriento.

Alexandra se convirtió en el primer y único miembro femenino de la Banda de los Goldman. En un segundo se integró en nuestro grupo hasta tal punto que nos preguntábamos cómo habíamos podido vivir tanto tiempo sin ella. Se sumó a nosotros en las noches de pizza en casa de los Baltimore y en las visitas al padre de Tía Anita en la «Casa de los muertos», donde incluso ganó nuestro prestigioso premio inter-Goldman de carreras en silla de ruedas. Era capaz de beberse de un trago tanto Dr Pepper como nosotros tres y de eructar igual de fuerte.

La familia Neville en conjunto me caía de maravilla. Llegué a creer que a todos los habitantes de Baltimore se les concedía el privilegio de unos genes superiores. Prueba de ello era que los Neville al completo formaban una familia tan estupenda y atractiva como los Goldman. Patrick trabajaba en un banco y Gillian operaba en la Bolsa. Se habían trasladado desde Pensilvania unos años antes, aunque ambos eran oriundos de Nueva York. Nos trataban con infinita bondad. Su casa siempre estaba abierta para nosotros.

La presencia de Alexandra en Baltimore —incluso la reciente relación con la familia Neville— multiplicó tanto mi entusiasmo por ir allí como la frustración por tener que volver a mi casa. Porque a los sentimientos de tristeza se sumó una sensación que antes nunca había experimentado hacia mis primos: los celos. Yo solito, en Montclair, me montaba películas absurdas: me imaginaba a Woody y a Hillel yendo a casa de Alexandra al salir de clase. Me la imaginaba a ella bebiendo las palabras de Hillel, el genio, y toqueteando los abultados músculos de Woody, el atleta. Y yo, ¿qué era yo? Ni un auténtico atleta ni un genio de verdad, tan solo un Montclair. En un ataque de profunda desesperación, llegué incluso a escribirle una carta, en clase de Geografía, para decirle lo mucho que lamentaba no vivir en Baltimore también yo. La pasé a limpio en papel bonito, la escribí tres veces para que cada palabra fuera perfecta y la mandé por correo urgente con acuse de recibo para estar seguro de que la recibía. Pero nunca me contestó. Llamé a la oficina de Correos unas quince veces para asegurarme, con el número de referencia, de que la carta le había llegado a Alexandra Neville de Hanson Crescent, en Oak Park, Baltimore, Maryland. En efecto, la había recibido. Y había firmado el acuse de recibo. Entonces, ¿por qué no me contestaba? ¿O sería que su madre había interceptado la carta? ¿O que yo le inspiraba sentimientos que no se atrevía a confesarme y que, precisamente por eso, no podía enviarme una respuesta? Cuando por fin pude volver a Baltimore, lo primero que hice al verla fue preguntarle si había recibido la carta. Me contestó:

—Sí, Markitín. Muchas gracias, por cierto.

Yo le mandaba una carta preciosa y ella lo único que me decía era «Gracias, Markitín». Hillel y Woody se echaron a reír al oír el diminutivo que acababa de inventarse para mí.

—¡Markitín! —se carcajeó Woody.

—¿Una carta sobre qué? —preguntó Hillel burlonamente.

—No es asunto vuestro —les dije.

Pero Alexandra contestó:

—Una carta muy amable en la que me decía que a él también le habría gustado vivir en Baltimore.

Hillel y Woody empezaron a reírse como idiotas y yo me quedé muy mortificado y ruborizado. Comencé a pensar que realmente debía de haber algo entre Alexandra y uno de mis primos; por algunos detalles que pude observar, todo apuntaba a que debía de ser Woody, lo que, por otra parte, no era ninguna sorpresa, ya que un chico tan guapo, musculoso, impenetrable y enigmático no podía por menos de tener embobadas a todas las chicas e incluso a las mujeres. ¡A mí también me habría gustado que mis padres me abandonasen si eso significaba terminar siendo guapo y cachas en casa de los Goldman-de-Baltimore!

Cuando el fin de semana concluía y Alexandra pronunciaba el último «adiós, Markitín», se me encogía el corazón. Me preguntaba:

—¿Vas a venir el próximo fin de semana?

—No.

—¡Vaya, qué pena! Entonces, ¿cuándo?

—Aún no lo sé.

En momentos así, casi tenía la sensación de que ella me consideraba alguien aparte, pero enseguida mis primos empezaban a carcajearse como macacos y decían:

—Tú tranqui, Alexandra, que muy pronto recibirás una carta de amooooor.

Ella también se reía y yo me iba, mohíno.

Tía Anita me acompañaba a la estación. En el andén me estaba esperando un niño sucio y feo. Tenía que desnudarme delante de él y entregarle el magnífico pelaje de los Baltimore mientras él me alargaba una bolsa de basura donde estaba el traje mugriento y apestoso de los Montclair. Me lo volvía a poner, le daba un beso a mi tía y me subía al tren. Una vez a bordo, casi nunca lograba contener las lágrimas. Y a pesar de lo mucho que rezaba, ningún huracán, tornado, ventisca ni cataclismo de los muchos que arrasaron los Estados Unidos durante esos años tuvo jamás la ocurrencia de presentarse mientras yo estaba en Baltimore, para poder así prolongar mi estancia. Hasta el último momento tenía la esperanza de que se produjera un desastre natural inesperado o una avería ferroviaria que impidiese la salida de mi tren. Lo que fuera para volver con mi tía y regresar a Oak Park, donde me esperaban Tío Saul, mis primos y Alexandra. Pero el tren siempre se ponía en marcha, llevándome hacia Nueva Jersey.

*

El otoño de 1994 fue cuando empezamos el instituto y Hillel y Woody dejaron la enseñanza privada para entrar en el centro público de Buckerey High, cuyo equipo de fútbol tenía muy buena reputación. A Tío Saul y Tía Anita seguramente nunca se les habría ocurrido matricular a Hillel en un instituto público si el entrenador del equipo de Buckerey no hubiese ido en persona a fichar a Woody. Sucedió unos meses antes, al final del último curso escolar que pasaron en Oak Tree. Un domingo, una visita llamó a la puerta de los Goldman-de-Baltimore. Aquel hombre no le resultaba desconocido a Woody, que acudió a abrir. Aunque su cara le era familiar, no consiguió recordar dónde lo había visto.

—Tú eres Woodrow, ¿verdad? —le preguntó el hombre en el umbral.

—Todo el mundo me llama Woody.

—Yo me llamo Augustus Bendham, soy el entrenador del equipo de fútbol del instituto Buckerey High. ¿Están en casa tus padres? Me gustaría hablar con los tres.

Tía Anita, Tío Saul, Woody y Hillel le concedieron audiencia. Los cinco se acomodaron en la cocina.

—Bueno —explicó Bendham jugueteando nerviosamente con el vaso de agua—, quiero pedirles disculpas por plantarme aquí sin avisar, pero he venido para hacerles una proposición algo inusual. Llevo algún tiempo observando a Woodrow cuando juega con su equipo de fútbol. Tiene dotes. Muchas dotes. Un potencial inmenso. Me gustaría ficharlo para el equipo del instituto. Ya sé que sus hijos están escolarizados en la privada y que Buckerey es un centro público, pero este año mi equipo está en lo más alto y estoy convencido de que con un jugador del temple de Woody tendremos todas las bazas para ganar algún título. Además, en el equipo local se quedará estancado mientras que si juega en el campeonato escolar, podrá mejorar de verdad. Creo que es una buena oportunidad tanto para Buckerey como para Woody. En principio, no acostumbro a pedirles a los padres que matriculen a su chico en Buckerey solo para tener un talento más en el equipo. Me las apaño con lo que tengo, en eso consiste mi trabajo. Pero este caso es diferente. No recuerdo haber visto nunca a un jugador así con esta edad. Me gustaría mucho que Woody entrara en nuestro equipo cuando empiece el curso.

—Buckerey no es el instituto público más cercano a nuestra casa —observó Tía Anita.

—Cierto, pero eso no debe preocuparla. La distribución de los alumnos en los distintos centros se puede arreglar fácilmente. Si su chico quiere entrar en Buckerey, irá a Buckerey.

Tío Saul se volvió hacia Woody.

—¿A ti qué te parece?

Woody se quedó un rato pensando y luego le preguntó al entrenador Bendham:

—¿Por qué yo? ¿Por qué tiene tantas ganas de que vaya a su instituto?

—Porque te he visto jugar. Y en toda mi carrera no había visto nunca nada semejante. Eres fornido, recio, y sin embargo corres a la velocidad de la luz. Tú solo vales por dos o tres de mis jugadores. No te digo esto para que te pongas hueco. Te falta mucho para alcanzar tu nivel máximo. Vas a tener que currártelo a fondo. Entregarte como nunca lo has hecho. Yo me ocuparé de ti personalmente. Y no me cabe ninguna duda de que gracias al fútbol podrás conseguir una beca en cualquier universidad del país. Aunque creo que no te va a dar tiempo a ir a la universidad.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Tío Saul.

—Creo que este muchachito se va a convertir en una estrella de la NLF. Hágame caso, yo no suelo prodigar los cumplidos. Pero con lo que he visto en el campo estos meses…

Durante los días posteriores, a la hora de cenar los Goldman-de-Baltimore no hablaron de nada que no fuera la proposición del entrenador Bendham. Todos tenían sus propios motivos para pensar que el posible fichaje de Woody por el equipo de fútbol de Buckerey era una gran noticia. Tío Saul y Tía Anita, pragmáticos, consideraban que aquella era una oportunidad única para que Woody pudiera luego estudiar en una buena universidad. Hillel y Scott —a quien se le notificaron inmediatamente los oráculos del entrenador— le vaticinaron gloria y dinero.

—¿Sabes cuánto ganan los jugadores profesionales de fútbol? —se emocionaba Hillel—. ¡Millones! ¡Ganan millones de dólares, Wood! ¡Es tremendo!

Según la información recabada, el Buckerey High resultó ser un buen instituto, exigente y con un equipo de fútbol prestigioso. Cuando el entrenador Bendham volvió a casa de los Baltimore para saber cuál era el veredicto final, se encontró con Woody, Hillel y Scott esperándolo fuera.

—Iré a Buckerey a jugar al fútbol si usted se las arregla para que también trasladen a ese instituto a mis amigos Hillel y Scott.

A continuación, hubo que convencer a los padres de Scott de que dejaran que su hijo estudiara en un instituto público, para lo que se mostraban muy reticentes. Tía Anita los invitó a casa a cenar una noche, sin su hijo.

—Niños, de verdad que valoramos lo que estáis haciendo por Scott —les dijo la señora Neville a Woody y a Hillel—. Pero tenéis que entender que es una situación complicada. Scott está enfermo.

—Ya sabemos que está enfermo, pero no le queda otra que ir a clase, ¿no? —replicó Woody.

—Queridos míos —explicó dulcemente Tía Anita—, quizá Scott estaría mejor en un colegio privado.

—Pero Scott lo que quiere es venir a Buckerey con nosotros —insistió Hillel—. Sería injusto impedírselo.

—De verdad que hay que estar muy pendiente de él —explicó Gillian—. Ya sé que vosotros no queréis perjudicarlo, pero todas esas historias vuestras del fútbol…

—No se preocupe, señora Neville —dijo Hillel—, Scott no tiene que correr. Lo metemos en una carretilla y Woody la empuja.

—Niños, no está acostumbrado a tanto jaleo.

—Pero con nosotros es feliz, señora Neville.

—Los otros niños se burlarán de él. En un colegio privado, estará más protegido.

—Como algún alumno se burle de él, le partiremos las narices —prometió amablemente Woody.

—¡Nadie le va a partir las narices a nadie! —se irritó Tío Saul.

—Lo siento, Saul —contestó Woody—. Solo quería ayudar.

—Pues eso no ayuda en absoluto.

Patrick le cogió la mano a su mujer.

—Gil, Scott es tan feliz con ellos… Nunca lo habíamos visto así. Por fin está viviendo.

Patrick y Gillian finalmente accedieron a que Scott estudiara en Buckerey High, donde se personó junto con Hillel y Woody en el otoño de 1994. Pero sus temores estaban bien fundados: en el universo excepcional de Oak Tree, su hijo había estado a buen recaudo. Desde el primer día de clase, su aspecto enfermizo lo convirtió en el blanco de los demás alumnos, de sus miradas y sus insultos. Aquel mismo día, desorientado en la inmensidad de los pasillos de ese edificio nuevo, le preguntó por un aula a una chica cuyo novio, un grandullón de último curso, lo acorraló en un pasillo al final de la jornada y le retorció el brazo delante de todo el mundo antes de encajarle la cabeza en una taquilla sin puerta. Woody y Hillel lo encontraron allí, llorando.

—No se lo contéis a mis padres —suplicó Scott—. Si se enteran, me cambiarán de colegio.

Había que hacer algo con Scott. Tras un breve conciliábulo, Hillel y Woody decidieron que este último sacudiría al grandullón a la mañana siguiente sin más tardar para que todos los otros alumnos se enterasen de cuáles eran las consecuencias de meterse con su amigo.

Que el grandullón —de nombre Rick— practicara asiduamente artes marciales no solo no impresionó a Woody lo más mínimo, sino que al pobre chico no le sirvió de nada. Como habían acordado, durante el recreo de la mañana siguiente, Woody fue al encuentro de Rick y lo derribó de un puñetazo en la nariz, sin previo aviso. Aprovechando que Rick estaba tirado en el suelo, Hillel le derramó el zumo de naranja por la cabeza y Scott le bailó alrededor, con los brazos en alto y cantando victoria. A Rick se lo llevaron a la enfermería y a los otros tres, al despacho del señor Burdon, el director del instituto, quien también citó allí con carácter de urgencia a Tío Saul y Tía Anita, a Patrick y Gillian Neville, y al entrenador Bendham.

—Enhorabuena a los tres —los felicitó el señor Burdon—. Es el segundo día de clase de vuestro primer año aquí y ya habéis arreado a un compañero.

—¿Os habéis vuelto locos? —les regañó el entrenador Bendham.

—¿Os habéis vuelto locos? —repitió el matrimonio Neville.

—¿Os habéis vuelto locos? —insistieron Tío Saul y Tía Anita.

—No se preocupe, señor director —explicó Hillel—, no somos unos bestias. Ha sido una guerra preventiva. El alumno Rick disfruta malévolamente aterrorizando a los más débiles. Pero a partir de ahora, se quedará quietecito. Palabra de Goldman.

—¡Por todos los santos, silencio! —estalló Burdon—. En toda mi carrera nunca había visto a nadie tan contestón. Al día siguiente del comienzo de curso ¿ya les estáis dando puñetazos en la nariz a vuestros compañeros? ¡Habéis batido el récord! ¡No quiero volver a veros por aquí! ¿Entendido? Y en lo que a ti se refiere, Woody, has tenido un comportamiento indigno de un miembro del equipo de fútbol. Otra metedura de pata como esta y te mando expulsar del equipo.

En Buckerey, nadie volvió nunca a meterse con Scott. Por su parte, Woody ya se había labrado una reputación. El respeto que le tenían en los pasillos del colegio pronto se hizo extensivo al campo de fútbol, donde brillaba con los Gatos Salvajes de Buckerey. Todos los días, después de clase, iba al entrenamiento de fútbol en el campo del instituto en compañía de Hillel y de Scott, que, con el permiso de Bendham, se acomodaban en el banquillo de los entrenadores y observaban al equipo.

A Scott le apasionaba el fútbol. Comentaba los movimientos de los jugadores y le explicaba largo y tendido las reglas a Hillel, que muy pronto se hizo un experto en la materia y, de paso, descubrió que tenía un talento que jamás habría sospechado: el de ser un buen entrenador. Sabía enfocar bien el juego y enseguida detectaba los puntos flacos de los jugadores. Desde el banquillo, a veces se tomaba la libertad de gritarles instrucciones, para regocijo del entrenador Bendham, que le decía:

—Oye, Goldman, ¡vas a terminar quitándome el puesto!

Hillel sonreía, sin siquiera darse cuenta de que cuando el entrenador pronunciaba el apellido Goldman, Woody también volvía la cabeza, instintivamente.