3.
Coconut Grove, Florida
Junio de 2010. Seis años después del Drama
Amanecía. Me había acomodado en la terraza de la casa en la que ahora vivía mi tío, en Coconut Grove. Hacía cuatro años que se había mudado aquí.
Llegó sin hacer ruido y me sobresalté cuando me dijo:
—¿Ya estás levantado?
—Buenos días, Tío Saul.
Llevaba dos tazas de café y me puso una delante. Se fijó en las líneas de las cuartillas. Yo estaba escribiendo.
—¿De qué trata tu próxima novela, Markie?
—No puedo decírtelo, Tío Saul. Ya me lo preguntaste ayer.
Sonrió. Estuvo un rato mirando cómo escribía. Luego, antes de marcharse, mientras se remetía la camisa en el pantalón y se apretaba el cinturón, me dijo con tono solemne:
—Algún día saldré en un libro tuyo, ¿eh?
—Por supuesto —le contesté.
Mi tío se había ido de Baltimore en 2006, dos años después del Drama, para venirse a vivir a esta casa pequeña pero acomodada del barrio Coconut Grove, al sur de Miami. Tenía una terracita en la parte delantera, rodeada de mangos y aguacates, cuyos frutos eran cada año más abundantes y que cuando apretaba el calor aportaban un alivio refrescante.
El éxito de mis novelas me brindaba la libertad de venir a ver a mi tío cada vez que me apetecía. Casi siempre iba en coche. Me daba la ventolera y me marchaba de Nueva York: lo decidía incluso la mañana del mismo día. Metía a puñados unas cuantas cosas en una bolsa, la tiraba en el asiento de atrás y me iba. Cogía la autovía I-95, conducía hasta Baltimore y seguía bajando en dirección sur, hasta Florida. A veces tardaba dos días enteros en llegar, con una parada a mitad de camino a la altura de Beaufort, en Carolina del Sur, en un hotel donde ya tenía mis rutinas. En invierno, dejaba atrás los vientos polares que barrían Nueva York, en el coche que la nieve azotaba, con un jersey grueso y un café quemando en una mano y el volante en la otra. En lo que tardaba en bajar a la costa ya había llegado a un Miami achicharrado, a treinta grados, donde los transeúntes, en camiseta, se relajaban al sol resplandeciente del invierno tropical.
A veces iba en avión y alquilaba un coche en el aeropuerto de Miami. El viaje duraba diez veces menos, pero la intensidad del sentimiento que me embargaba al llegar a casa de mi tío era menor. El avión mermaba mi libertad con la carga de los horarios de vuelos, del reglamento de las compañías aéreas, de las colas interminables y las esperas vacías por culpa de los protocolos de seguridad que padecían los aeropuertos desde los atentados del 11-S. En cambio, la sensación de libertad que notaba cuando, el día antes por la mañana, había decidido sencillamente subirme al coche y conducir hacia el sur sin detenerme era casi absoluta. Salía cuando me daba la gana, me paraba cuando me daba la gana. Era el amo del ritmo y del tiempo. A lo largo de los miles de millas de autovía que ahora ya me sabía de memoria, nunca dejaba de maravillarme el tamaño de este país, que parecía no acabarse nunca. Y, por fin, Florida, y luego Miami y luego Coconut Grove, y su calle. Cuando llegaba delante de su casa me lo encontraba instalado debajo del porche. Me estaba esperando. Sin que yo lo hubiera avisado de que iba, me estaba esperando. Fielmente.
Llevaba en Coconut Grove dos días. Había ido, como siempre, de improviso y cuando me vio aparecer por allí, mi tío Saul, loco de alegría de que fuera a interrumpir su soledad, se me echó en los brazos. Yo estreché muy fuerte contra el pecho a aquel hombre derrotado por la vida. Le acaricié con la yema de los dedos la tela de la camisa barata y, cerrando los ojos, olí aquel agradable aroma suyo, que era lo único que no había cambiado. Y al recuperar aquel olor, me imaginé que estaba en la terraza de su mansión de Baltimore o en el porche de la casa de verano de los Hamptons, en la época dorada. Me imaginé que mi magnífica Tía Anita estaba a su lado, y Woody y Hillel, mis dos primos maravillosos. Mediante una sola bocanada de aquel olor, había regresado a lo más hondo de mis recuerdos, al barrio de Oak Park, y había revivido, en el lapso de un instante, la felicidad de haber convivido con ellos.
En Coconut Grove pasaba los días escribiendo. Era el lugar donde encontraba la tranquilidad suficiente para trabajar. Caí en la cuenta de que, a pesar de vivir en Nueva York, allí nunca había escrito realmente. Siempre sentía la necesidad de ir a otra parte, de aislarme. Trabajaba en la terraza cuando hacía bueno y, cuando apretaba el calor, en el frescor del aire acondicionado del despacho que mi tío había montado especialmente para mí en el cuarto de invitados.
Por lo general solía tomarme un descanso al final de la mañana y me acercaba a saludarlo al supermercado. Le gustaba que fuera a verlo al supermercado. Al principio no me fue fácil: me violentaba. Pero sabía cuánta ilusión le hacía que fuese a la tienda. Siempre que llegaba al supermercado, sentía que se me encogía un poco el corazón. Las puertas automáticas se abrían al llegar yo delante y lo veía, en la caja, afanándose en repartir la compra de los clientes en bolsas, según lo que pesara cada artículo y si era o no perecedero. Lucía el delantal verde de los empleados en el que estaba prendida una chapa donde ponía su nombre, «Saul». Yo oía a los clientes decirle: «Muchas gracias, Saul. Que tenga un buen día». Siempre estaba alegre, sin cambios de humor. Yo esperaba a que no estuviera ocupado para hacer notar mi presencia y veía cómo se le iluminaba la cara. «¡Markie!», exclamaba jovialmente cada vez, como si fuera la primera que iba a verlo.
Le decía a la cajera que estaba a su lado:
—Mira, Lindsay, es mi sobrino Marcus.
La cajera me miraba como un animal curioso y me decía:
—¿Tú eres ese escritor tan famoso?
—¡Sí que lo es! —contestaba mi tío en mi lugar, como si yo fuera el presidente de los Estados Unidos.
Me hacía algo así como una reverencia y prometía que se leería mi libro.
A los empleados del supermercado les caía bien mi tío y, cuando llegaba yo, siempre encontraba a alguien que lo sustituyese. Entonces me llevaba por los pasillos para hacer la ronda entre sus colegas. «Todo el mundo quiere saludarte, Markie. Algunos se han traído su ejemplar del libro para que se lo firmes. No te importa, ¿verdad?» Yo siempre accedía de buena gana y luego terminábamos la visita en el mostrador de café y zumos, que atendía un muchacho con el que mi tío se había encariñado, un negro del tamaño de una montaña y con la dulzura de una mujer, que se llamaba Sycomorus.
Sycomorus tenía más o menos mi edad. Soñaba con ser cantante y mientras le llegaba la gloria, hacía zumos de verdura revitalizadores a la carta. En cuanto tenía ocasión, se encerraba en la sala de descanso y se filmaba con el teléfono móvil tarareando alguna canción de moda y chasqueando los dedos, para luego difundir los vídeos por las redes sociales con la esperanza de que el mundo se fijara en su talento. Soñaba con participar en un concurso de televisión titulado ¡Canta! que emitía una cadena nacional y en el que se enfrentaban cantantes que aspiraban a sobresalir y hacerse famosos.
A comienzos de aquel mes de junio de 2010, Tío Saul le estaba ayudando a rellenar los impresos para presentar al programa su candidatura en formato de vídeo. Había una parte de descargas y de derechos de imagen que Sycomorus no entendía. Sus padres tenían muchísimo interés en que se hiciera famoso. Como claramente no tenían nada mejor que hacer, se pasaban el día yendo a ver a su chico al trabajo para preocuparse por su porvenir. Se apalancaban en el mostrador de zumos y, entre cliente y cliente, el padre se metía con el hijo y la madre hacía las veces de mediadora.
El padre era un tenista fracasado. La madre había soñado con ser actriz. El padre se había empeñado en que Sycomorus fuera campeón de tenis. A la madre le habría gustado que fuese un gran actor. A la edad de seis años, cumplía trabajos forzados en las canchas de tenis y había rodado un anuncio de yogures. A los ocho años, aborrecía el tenis y juraba que no volvería a tocar una raqueta en toda su vida. Se dedicó a ir de casting en casting con su madre, buscando el papel que pusiera en órbita su carrera de niño prodigio. Pero aquel papel nunca llegó y hoy, sin ningún título ni formación alguna, hacía zumos.
—Cuantas más vueltas le doy a este asunto tuyo del programa de televisión, más me convenzo de que es una soberana tontería —repetía el padre.
—No lo entiendes, papá. Ese programa lanzará mi carrera.
—¡Pfff! ¡Un ridículo espantoso, eso es lo que vas a hacer! ¿De qué te va a servir montar un espectáculo en televisión? Nunca te ha gustado cantar. Tendrías que haberte hecho tenista. Tenías todas las dotes. Qué lástima que tu madre te convirtiese en un vago.
—Pero, papá —le suplicaba Sycomorus, que anhelaba desesperadamente la aprobación de su padre—, todo el mundo habla de ese programa.
—Déjalo en paz, George, si es con lo que sueña —intervenía la madre quedamente.
—Sí, papá, cantar es mi vida.
—Tu vida es meter verdura en una licuadora, eso es lo que es. Tendrías que haber sido un campeón de tenis. Lo echaste todo a perder.
Normalmente, Sycomorus acababa llorando. Para serenarse, cogía del mostrador el cuaderno de anillas que todos los días se llevaba al supermercado desde casa y donde guardaba la colección de artículos sobre Alexandra Neville que había espigado y seleccionado primorosamente, que recogían todo cuanto tuviera que ver con ella y a él le pareciera digno de interés. Alexandra era el modelo de Sycomorus: su obsesión. En cuestión de música, ella era su única referencia. Su carrera, sus canciones, su forma de reinterpretarlas en los conciertos: desde su punto de vista, ella era la perfección. La había seguido en todas sus giras, de las que volvía con camisetas de recuerdo para adolescentes que se ponía con regularidad. «Si lo sé todo sobre ella, puede que consiga hacer una carrera como la suya», decía. El grueso de ese material lo sacaba de los tabloides que leía con avidez y cuyos artículos recortaba cuidadosamente en sus ratos libres.
Sycomorus se consolaba pasando las páginas del cuaderno de anillas y se imaginaba que también él se convertiría algún día en una gran estrella. Su madre, con el corazón roto, le daba ánimos:
—Mira el cuaderno, cariño, te sentará bien.
Sycomorus contemplaba las páginas plastificadas, rozándolas con las manos.
—Mamá, algún día seré como ella… —decía.
—Es rubia y blanca —se impacientaba su padre—. ¿Quieres ser una chica blanca?
—No, papá, lo que quiero es ser famoso.
—Ahí está el problema, tú no quieres ser cantante, lo que quieres es ser famoso.
En eso, el padre de Sycomorus tenía razón. Hubo una época en que las estrellas de Estados Unidos eran cosmonautas y científicos. Hoy en día, consideramos estrellas a personas que no hacen nada y que solo se dedican a hacerse fotos a sí mismas o al plato que tienen enfrente. Mientras el padre argumentaba delante del hijo, la cola de clientes que esperaban el zumo revitalizador se impacientaba. La madre acababa tirándole de la manga al marido.
—Que te calles ya, George —le regañaba—. Lo van a despedir por culpa de tus numeritos. ¿Quieres que echen a tu hijo del trabajo por tu culpa?
El padre se aferraba al mostrador con gesto desesperado y le murmuraba a su hijo una última petición, como si no se hubiera percatado de lo que saltaba a la vista.
—Prométeme solo una cosa. Pase lo que pase, por favor te lo pido, no te hagas nunca marica.
—Te lo prometo, papá.
Y los padres se iban a pasear entre los pasillos de la tienda.
Justo por esa época, Alexandra Neville estaba en plena gira de conciertos. Concretamente actuaba en el American Airlines Arena de Miami, de lo cual estaba enterado todo el supermercado porque Sycomorus, que había conseguido hacerse con una entrada para el concierto, había colgado un panel de cuenta atrás en la sala de descanso y había bautizado el día del concierto como el Alexandra Day.
Unos días antes del concierto, mientras disfrutábamos de la caída de la tarde en la terraza de la casa de Coconut Grove, Tío Saul me preguntó:
—Marcus, ¿no podrías apañártelas para que Sycomorus conociera a Alexandra?
—Imposible.
—¿Seguís enfadados?
—Hace años que no nos hablamos. Aunque quisiera, no sabría ni cómo ponerme en contacto con ella.
—Tengo que enseñarte una cosa que encontré cuando estaba ordenando —dijo Tío Saul levantándose de la silla.
Se ausentó un instante y volvió con una foto en la mano.
—Estaba entre las páginas de un libro que fue de Hillel —me dijo.
Era aquella famosa foto de Woody, Hillel, Alexandra y yo, de adolescentes, en Oak Park.
—¿Qué pasó entre Alexandra y tú? —preguntó Tío Saul.
—Qué más da —le contesté.
—Markie, sabes lo mucho que me gusta que estés aquí. Pero a veces me preocupas. Deberías salir más, divertirte más. Echarte novia…
—No te preocupes, Tío Saul.
Le alargué la foto para devolvérsela.
—No, quédate con ella —me dijo—. Tiene una nota detrás.
Le di la vuelta a la foto y reconocí la letra de Alexandra. Había escrito:
OS QUIERO, CHICOS GOLDMAN.