10.
Coconut Grove, Florida
Junio de 2010. Seis años después del Drama
Todos los días desde que llegué, me pasaba por el supermercado para comer con Tío Saul. Nos sentábamos en uno de los bancos de fuera, delante del supermercado, y almorzábamos un sándwich o una ensalada de pollo con mayonesa, que acompañábamos con un Dr Pepper.
A menudo, Faith Connors, la encargada del Whole Foods, salía para saludarme. Era una mujer encantadora. Tenía unos cincuenta años, estaba soltera y, por lo que yo había observado, mi tío Saul le gustaba mucho. En alguna de esas ocasiones, se sentaba con nosotros a fumarse un cigarrillo. Y de vez en cuando, en honor a mi presencia en Florida, le daba a mi tío el día libre para que pudiéramos pasarlo juntos. Eso fue lo que hizo ese día.
—Largaos los dos —nos dijo al llegar delante del banco.
—¿Estás segura? —preguntó Tío Saul.
—Completamente.
No nos hicimos de rogar. Besé a Faith en ambas mejillas y ella se rio mientras nos miraba alejarnos.
Cruzamos el aparcamiento para volver a nuestros respectivos coches. Tío Saul llegó al suyo, que estaba aparcado muy cerca. El Honda Civic de ocasión, viejo y destartalado.
—He aparcado allí —le dije.
—Podemos ir a dar un paseo, si quieres.
—Muy bien. ¿Dónde te apetece ir?
—¿Qué te parece si vamos a Bal Harbor? Para recordar cuando paseábamos por allí con tu tía.
—De acuerdo. Quedamos en casa. Así puedo dejar el coche.
Antes de meterse en el viejo Honda Civic, le dio unas palmaditas a la carrocería.
—¿Te acuerdas, Markie? Tu madre tenía uno igual.
Arrancó y lo vi alejarse antes de volver a mi Range Rover, que costaba —había echado la cuenta— cinco años de su sueldo.
En su época de gloria, a los Goldman-de-Baltimore les gustaba ir a Bal Harbor, un barrio periférico fino al norte de Miami. Allí había un centro comercial al aire libre que solo tenía tiendas de lujo. A mis padres los horrorizaba el sitio, pero me dejaban ir con mis tíos y mis primos. Cuando me sentaba en el asiento de atrás de su coche, me volvía esa sensación de felicidad insolente que experimentaba cuando estaba solo con ellos. Me sentía bien, me sentía un Baltimore.
—¿Te acuerdas de cuando veníamos aquí? —me preguntó Tío Saul cuando llegamos al aparcamiento del centro comercial.
—Pues claro.
Aparqué y deambulamos junto a los estanques de la planta baja, donde nadaban tortugas acuáticas y unas carpas chinas enormes que antaño nos encantaban a Hillel, a Woody y a mí.
Compramos sendos cafés para llevar y nos sentamos en un banco para ver pasar a la gente. Mientras miraba el estanque que teníamos enfrente, le recordé a Tío Saul aquella vez en que Hillel, Woody y yo nos empeñamos en cazar una tortuga y acabamos los tres en el agua. Se rio a carcajadas con mi relato y esa risa me sentó bien. Era la misma risa que tenía antes. Una risa firme, potente, feliz. Volví a verlo quince años antes, vestido con ropa cara, recorriendo las tiendas de ese mismo centro comercial del brazo de Tía Anita mientras nosotros, la Banda de los Goldman, gateábamos por las rocas artificiales de los estanques. Siempre que voy por allí, vuelvo a ver a mi tía Anita, su belleza sublime, su maravillosa ternura. Recuerdo su voz, su forma de pasarme la mano por el pelo. Vuelvo a ver el brillo de sus ojos, la delicadeza de la boca. El amor con el que le cogía de la mano a Tío Saul, los gestos atentos que le dedicaba, los besos que le daba discretamente en la mejilla.
¿Me habría gustado, siendo niño, cambiar a mis padres por Saul y Anita Goldman? Sí. Sin serles infiel a los míos, ahora puedo afirmarlo. De hecho, esa idea fue el primer acto violento que cometí contra mis padres. Durante mucho tiempo estuve convencido de ser el hijo más tierno que darse pueda. Sin embargo, los trataba con violencia siempre que me avergonzaba de ellos. Y ese momento llegó demasiado pronto: en el invierno de 1993, cuando, durante las vacaciones que tradicionalmente pasábamos en Florida, fui consciente de que mi tío Saul era superior. Fue justo después de que los abuelos Goldman decidieran mudarse del piso de Miami a una residencia de la tercera edad situada en Aventura. Al vender el piso, acabaron con la acampada de todos-los-Goldman-juntos. Cuando mi madre me lo dijo, al principio pensé que no volveríamos a Florida nunca más. Pero me tranquilizó:
—Markie, cariño, iremos a un hotel. No va a cambiar nada.
En realidad, eso lo cambió todo.
Hubo una época en que nos conformábamos con el complejo residencial donde estaba el piso de los abuelos Goldman. Durante varios años, acampar en el salón, jugar a perseguirnos de rellano en rellano, bañarnos en la piscina un poco sucia y comer en el restaurante diminuto y cochambroso fue lo único que conocimos y nos bastaba. No teníamos más que cruzar la calle para estar en la playa y justo al lado había un centro comercial inmenso con miles de posibilidades para los días de lluvia. No necesitábamos más para ser felices. Lo único que nos importaba a Hillel, a Woody y a mí era estar juntos.
Después de la mudanza, tuvimos que reorganizarnos. Tío Saul había tenido unos años realmente fastuosos: pagaban sus consejos a precio de oro. Se compró un piso en una residencia de lujo de West Country Club Drive que se llamaba La Buenavista y que iba a trastocar mi escala de referencia. La Buenavista era un complejo que abarcaba una torre de treinta plantas de pisos con atención hotelera, un gimnasio gigantesco y, sobre todo, una piscina como ninguna otra que haya visto jamás, rodeada de palmeras, con cascadas e islotes artificiales y dos ramales que serpenteaban como un río entre la densa vegetación. Los bañistas disponían de un bar por debajo del nivel del suelo con barra a ras del agua y asientos fijos sumergidos, a la sombra de un techado de paja. También había un bar convencional en forma de choza que servía a los clientes en la terraza y, justo al lado, un restaurante solo para residentes. La Buenavista era un lugar totalmente privado, cuyo único acceso era una portalada cerrada veinticuatro horas al día y que solo se abría enseñándole la patita por debajo de la puerta al vigilante de seguridad con porra que estaba metido en la garita.
A mí, aquel lugar me tenía absolutamente fascinado. Descubrí un mundo maravilloso donde podíamos movernos con total libertad desde el piso de la planta 26 a la piscina de toboganes, pasando por el gimnasio donde Woody hacía ejercicio. Un solo día en La Buenavista borró de un plumazo todos los años anteriores que habíamos pasado en Florida. Evidentemente, el tipo de alojamiento al que nos obligaba el presupuesto limitado de mis padres enseguida salió perdiendo en la comparación. Se trataba del Dolph’Inn, un motel que lograron encontrar por los alrededores. No había nada en aquel lugar que me gustase: ni las habitaciones trasnochadas, ni el desayuno que se servía en una zona canija junto a la recepción, donde ponían todas las mañanas unas mesas de plástico, y mucho menos la piscina de riñón que había en la parte de atrás cuya agua tenía tanto cloro que solo con andar junto al borde se te irritaban los ojos y la garganta. Por si fuera poco, para ahorrar, mis padres solo cogían una habitación: ellos dormían en la cama de matrimonio y yo en una cama supletoria a su lado. Me acuerdo de cómo vacilaba mi madre, durante un momento, todos los inviernos que pasamos allí, cuando entrábamos por primera vez en la habitación. Abría la puerta y se quedaba parada un instante porque seguramente aquella habitación le parecía tan lóbrega como a mí; pero se reponía enseguida, dejaba la maleta en el suelo, encendía la luz y mientras ahuecaba los cojines de la cama, que aprovechaban para escupir una nube de polvo, comentaba: «No se está tan mal aquí, ¿no?». Sí, sí que se estaba mal allí. No por culpa del hotel, ni de la cama supletoria, ni de mis padres. Sino por culpa de los Goldman-de-Baltimore.
Tras la visita cotidiana a los abuelos en la residencia, nos íbamos todos a La Buenavista. Hillel, Woody y yo subíamos corriendo al piso para ponernos el bañador y bajábamos a zambullirnos en las cascadas de la piscina, donde nos quedábamos hasta el anochecer.
Normalmente, mis padres no se quedaban mucho rato. Lo que tardaban en comer, y se iban. Yo sabía cuándo querían marcharse porque tenían la manía esa de permanecer junto a la choza del bar, intentando que me fijara en ellos. Esperaban hasta que los veía y yo fingía no verlos. Hasta que al final me resignaba y me acercaba a ellos nadando.
—Markie, nos vamos —decía mamá—. Tenemos que hacer un par de recados. Puedes venir con nosotros o quedarte aquí jugando con tus primos, si prefieres.
Siempre elegía quedarme en La Buenavista. Por nada del mundo hubiera perdido ni una hora lejos de aquel lugar.
Tardé mucho en comprender por qué mis padres salían huyendo de La Buenavista. No volvían hasta la noche. Unas veces cenábamos todos en el piso de mis tíos y otras íbamos juntos a cenar fuera. De vez en cuando, mis padres me proponían ir a cenar los tres solos. Mi madre me decía:
—Marcus, ¿te vienes a comer pizza con nosotros?
A mí no me apetecía ir con ellos. Quería estar con los otros Goldman. Entonces, echaba un vistazo hacia donde estaban Woody y Hillel y mi madre lo entendía en el acto. Me decía:
—Quédate y pásatelo bien. Vendremos a buscarte a eso de las once.
Yo mentía cuando miraba a Hillel y a Woody: en realidad, a quien estaba mirando era a Tío Saul y a Tía Anita. Era con ellos con quienes quería quedarme en lugar de con mis padres. Me sentía un traidor. Como esas mañanas en que mi madre quería ir al centro comercial y yo pedía que me dejaran antes en La Buenavista. Quería llegar allí cuanto antes, porque si llegaba temprano, podría desayunar en el piso de Tío Saul y librarme del desayuno del Dolph’Inn. Nosotros desayunábamos, apretujados en la entrada del Dolph’Inn, dónuts blandurrios recalentados en el microondas y servidos en platos desechables. Los Baltimore desayunaban en la mesa de cristal de su terraza, que, incluso cuando yo llegaba sin avisar, siempre estaba puesta para cinco. Como si me estuvieran esperando. Los Goldman-de-Baltimore y el refugiado de Montclair.
A veces conseguía convencer a mis padres para que me llevaran a La Buenavista temprano. Woody y Hillel seguían durmiendo. Tío Saul repasaba informes mientras se tomaba el café. Tía Anita leía el periódico a su lado. A mí me fascinaba lo serena que era, la capacidad que tenía para ocuparse de todo lo de la casa además de su trabajo. En lo que a Tío Saul se refiere, a pesar de los informes, de las citas, de lo tarde que a veces volvía a casa entre semana, hacía todo lo posible para que a Hillel y Woody no les afectaran sus horarios. Por nada del mundo se habría perdido ir al acuario de Baltimore con ellos. En La Buenavista se comportaba igual. Estaba disponible, presente y relajado a pesar de las continuas llamadas del bufete, de los faxes y de todo el rato que pasaba, entre la una y las tres de la madrugada, revisando sus notas y preparando informes.
En la cama supletoria del Dolph’Inn, cuando intentaba coger el sueño mientras mis padres roncaban a pierna suelta, me gustaba imaginarme a los Baltimore en su piso, todos durmiendo menos Tío Saul, que seguía trabajando. Su despacho era la única habitación iluminada de toda la torre. Por la ventana abierta penetraba la tibieza del aire nocturno de Florida. Si yo hubiese estado en su casa, me habría deslizado hasta el umbral de la puerta para estar admirándolo toda la noche.
¿Qué era lo que resultaba tan fabuloso en La Buenavista? Todo. Era a la vez apabullante y tremendamente doloroso porque, al contrario de lo que pasaba en los Hamptons, donde podía sentirme como un Goldman-de-Baltimore, la presencia de mis padres en Florida me tenía atrapado en mi pellejo de Goldman-de-Montclair. Gracias a eso, o por su culpa, me di cuenta por primera vez de algo que no había entendido en los Hamptons: en el seno de los Goldman se había ido abriendo un abismo social cuyas implicaciones tardaría mucho tiempo en entender. La señal que a mí me resultaba más llamativa era la deferencia con la que el guardia de seguridad que estaba a la entrada de la residencia saludaba a los Goldman-de-Baltimore y les abría la puerta con antelación, en cuanto los veía llegar. Cuando éramos nosotros, los Goldman-de-Montclair, aunque nos conocía, siempre nos preguntaba:
—¿Qué desean?
—Venimos a ver a Saul Goldman. Puerta 2609.
Nos pedía un documento de identidad, tecleaba en el ordenador, descolgaba el teléfono y llamaba al piso:
—¿Señor Goldman? Un tal señor Goldman pregunta por usted en la entrada… Muy bien, gracias, le dejo pasar.
Activaba la apertura de la verja y nos decía «Está bien» mientras asentía magnánimamente con la cabeza.
Los días que pasaba en La Buenavista con los Baltimore rebosaban sol y felicidad. Pero todas las noches, mis padres, sin tener culpa de nada, echaban a perder mi maravillosa existencia de Baltimore. ¿Cuál era su crimen? Ir a recogerme. Como todas las demás noches, me sentaba en el asiento trasero del coche de alquiler, con expresión hermética. Y, como siempre, mi madre me preguntaba: «¿Qué tal, cariño, te lo has pasado bien?». Me habría gustado decirles lo birriosos que eran. Y tener el valor de detallar en voz alta la lista de los ¿porqués? que me llenaban la boca cada vez que dejaba a los Baltimore para unirme a los Montclair. ¿Por qué no teníamos una casa de verano como Tío Saul? ¿Por qué no teníamos un piso en Florida? ¿Por qué Woody y Hillel podían dormir juntos en La Buenavista y yo me tenía que aguantar con la cama supletoria de un cuartucho del Dolph’Inn? ¿Por qué, en realidad, había sido Woody el niño elegido, el niño escogido? Woody el afortunado, al que le habían cambiado una birria de padres por Tío Saul y Tía Anita. ¿Por qué no me había pasado a mí? Pero, en lugar de eso, me conformaba con ser un simpático Goldman-de-Montclair y me tragaba esa pregunta que me moría por hacer: ¿por qué no éramos nosotros los Goldman-de-Baltimore?
En el coche, mi madre me sermoneaba:
—Cuando volvamos a Montclair no te olvides de llamar por teléfono a Tío Saul y Tía Anita. Se han vuelto a portar estupendamente contigo.
Yo no necesitaba que me recordaran que los llamara para darles las gracias. Llamaba a su casa siempre que volvíamos de vacaciones. Por educación y por nostalgia. Decía:
—Gracias por todo, Tío Saul.
Y él me contestaba:
—No hay de qué, de verdad que no hay de qué. No hace falta que me estés dando las gracias todo el rato. Soy yo el que te da las gracias por ser un chico tan majo y por lo bien que lo pasamos contigo.
Y cuando la que cogía el teléfono era Tía Anita, me decía:
—Markie, cariño, es normal, eres de la familia.
Me ruborizaba al teléfono cuando me llamaba «cariño». Igual que me ruborizaba cuando Tía Anita, al verme, me soltaba: «Cada día estás más guapo» o me palpaba el torso y exclamaba: «Oye, tú, cada día estás más cachas». Después, me pasaba varios días mirándome al espejo con una sonrisa beatífica y convencida. ¿Me enamoré de adolescente de mi tía Anita? Sin duda. Puede que incluso cada vez que volvía a verla.
Años después, el invierno posterior al éxito de mi primera novela, es decir, unos tres años después del Drama, me di el capricho de pasar las fiestas en un hotel de moda situado en South Beach. Era la primera vez que volvía a Miami desde la época de La Buenavista. Paré el coche delante de la verja.
El guardia de seguridad sacó la cabeza de la garita.
—Buenos días, señor, ¿puedo ayudarle?
—Sí, me gustaría entrar un momento, por favor.
—¿Es usted residente?
—No, pero conozco bien este sitio. Conocía a unas personas que vivían aquí.
—Lo siento, señor, pero si no es ni residente ni invitado, tengo que pedirle que se marche.
—Vivían en el piso 26, puerta 2609. La familia Goldman.
—No tengo a ningún «Goldman» en el registro, señor.
—¿Quién vive ahora en la puerta 2609?
—No estoy autorizado a darle esa información.
—Solo quiero entrar diez minutos. Solo quiero ver la piscina. Ver si ha cambiado algo.
—Señor, me temo que voy a tener que pedirle que se vaya, ahora. Esto es propiedad privada. Si no, llamaré a la policía.