14.

El día 26 de marzo de 2012, el teléfono me despertó a las cinco de la mañana. Era mi agente llamando desde Nueva York.

—Está en la prensa, Marcus.

—¿De qué me hablas?

—Alexandra y tú. Estáis en primera plana de la bazofia más leída del país.

Me fui corriendo al supermercado más próximo, que abría veinticuatro horas al día. Estaban descargando del palé de madera las pilas de revistas envueltas en celofán.

Agarré una pila, rasgué el plástico, cogí una revista y leí, espantado:

¿QUÉ HAY ENTRE ALEXANDRA NEVILLE Y MARCUS GOLDMAN?

Relato de una escapada secreta a Florida

El tío de la furgoneta negra era un fotógrafo. Se había pasado varios días observándonos y siguiéndonos. Le había vendido la exclusiva a una revista que pillaba a todo el mundo por sorpresa.

Lo había presenciado todo desde el principio: yo robando a Duke, Alexandra y yo en Coconut Grove, Alexandra volviendo de mi casa… Todo daba a entender que manteníamos una relación.

Esta vez llamé yo a mi agente.

—Hay que parar esto —le dije.

—Imposible. Han sido muy listos. No hay ninguna filtración, ningún anuncio en internet. Todas las fotos están hechas desde la vía pública sin intrusión directa en tu esfera íntima. Han atado muy bien todos los cabos.

—No tengo nada con ella.

—Puedes hacer lo que te apetezca.

—¡Te digo que no hay nada! Tiene que haber alguna forma de impedir que la revista se venda.

—Lo único que hacen es emitir una suposición, Marcus. Eso no es ilegal.

—¿Lo sabe ella?

—Supongo que sí. Y aunque no se haya enterado, no tardará en hacerlo.

Esperé una hora antes de ir a llamar a la verja de casa de Kevin. Vi cómo se encendía la cámara del telefonillo, lo que significaba que alguien me estaba mirando, pero la entrada no se abrió. Volví a llamar y, finalmente, se abrió la puerta de la casa. Era Alexandra. Fue hasta la verja y se quedó tras ella.

—¿Me robaste el perro? —dijo fulminándome con la mirada—. ¿Por eso estaba siempre en tu casa?

—Lo hice una vez. O dos. Las demás veces vino solo, te lo juro.

—Ya no sé si puedo creerte, Marcus. ¿Fuiste tú quien avisó a la prensa?

—¿Qué? Pero bueno, ¿por qué iba yo a hacer eso?

—No lo sé. ¿Para que Kevin y yo rompamos, quizá?

—¡Por favor, Alexandra! ¡No me digas que piensas eso!

—Tuviste tu oportunidad, Marcus. Fue hace siete años. No vengas a ponerme la vida patas arriba. Déjame en paz. Mis abogados hablarán contigo para que lo desmientas.

*

Baltimore, Maryland

Primavera-verano de 1995

Cada vez me sentía más aislado en Montclair.

Mientras yo me quedaba atrapado en Nueva Jersey, una existencia paradisíaca me tendía los brazos desde Oak Park. No había una, sino dos familias maravillosas, los Baltimore y los Neville, que, por si fuera poco, se habían hecho amigas. Tío Saul y Patrick Neville jugaban juntos al tenis. Tía Anita le propuso a Gillian Neville que colaborara como voluntaria en el hogar para niños de Artie Crawford. Hillel, Woody y Scott siempre andaban juntos.

Un día de principios de abril, Hillel, que leía a diario el Baltimore Sun, se topó con el anuncio de un concurso de música que organizaba una emisora de radio nacional. Animaba a los participantes a enviar dos composiciones interpretadas por ellos, grabadas en audio o vídeo. El ganador podría grabar cinco temas en un estudio profesional y la emisora radiaría uno de ellos durante seis meses. Evidentemente, Tío Saul tenía una estupenda cámara último modelo y, evidentemente, accedió a prestársela a Hillel y a Woody. Y todos los días mis primos me llamaban emocionados a mi prisión de Nueva Jersey para contarme que el proyecto iba viento en popa. Alexandra se pasó una semana entera ensayando a última hora de la tarde en casa de los Goldman y, el fin de semana, Hillel y Woody la filmaron. Yo reventaba de envidia.

Pero con o sin concurso, los tres nos llevamos un buen chasco cuando, al poco tiempo, Alexandra apareció en casa de los Baltimore con Austin, su novio. Tenía que pasar: con diecisiete años y una hermosura radiante, Alexandra no iba a fijarse en unos jardineros de quince años cuyo vello púbico llevaba un retraso lamentable. Prefirió a un individuo de su instituto, un niño de papá guapo como un dios y fuerte como Hércules, pero más simple que un arado. Bajaba al sótano, se repantigaba en el sofá y no escuchaba las composiciones de Alexandra. Pasaba totalmente de esa música que para ella era toda su vida, cosa que el imbécil de Austin era incapaz de entender.

El fallo del concurso tardó dos meses. Mientras tanto, Alexandra se sacó el carné de conducir y los fines de semana por la noche, cuando Austin la dejaba tirada para salir con sus amigos, venía a buscarnos a casa de los Baltimore. Íbamos por unos batidos al Dairy Shack y luego aparcábamos en una callejuela tranquila y nos tumbábamos en el césped, de cara a la noche, a escuchar a través de las puertas abiertas la música que emitía la radio del coche. Alexandra la acompañaba cantando y nosotros nos imaginábamos que la radio emitía su canción una y otra vez.

En aquellos momentos, nos daba la sensación de que era nuestra. Pasábamos horas charlando. A menudo, nuestro tema de conversación era Austin. Hillel se atrevía a hacer las preguntas que los tres estábamos deseando hacer:

—¿Por qué estás con semejante gilipollas? —preguntaba.

—Es de todo menos gilipollas. A veces es un poco tosco, pero es un chico estupendo.

—Eso es cierto —se burlaba Woody—, debe de ser que el descapotable le ventila los sesos.

—No, en serio —lo defendía Alexandra—, mejora mucho cuando lo conoces.

—Eso no quita que sea gilipollas —zanjaba Hillel.

Alexandra acababa diciendo:

—Pues yo lo quiero. Y ya está.

Cuando decía «lo quiero», a nosotros se nos partía el corazón.

Alexandra no ganó el concurso. La única respuesta que recibió fue una carta muy seca comunicándole que no habían seleccionado su grabación. Austin le dijo que había perdido porque era una negada.

Si he de ser sincero, cuando Woody y Hillel me llamaron por teléfono para contarme la noticia, una parte de mí sintió alivio: me habría resultado muy penoso que el lanzamiento de la carrera de Alexandra fuera un concurso que había descubierto Hillel y un vídeo íntegramente elaborado por los Baltimore. Pero lo lamenté mucho por ella, porque sabía cuánto le importaba ese concurso. Después de pedir su número de teléfono a información, me armé de valor y la llamé, cosa que nunca me había atrevido a hacer a pesar de que llevaba meses muriéndome de ganas. Fue un gran alivio que cogiera ella el teléfono, pero la conversación empezó con muy mal pie:

—Hola, Alexandra, soy Marcus.

—¿Qué Marcus?

—Marcus Goldman.

—¿Quién?

—Marcus, el primo de Woody y Hillel.

—¡Ah, Marcus, el primo! Hola, Marcus, ¿qué te cuentas?

Le dije que la llamaba por lo del concurso, que sentía mucho que no hubiese ganado, y mientras hablábamos rompió a llorar.

—Nadie tiene fe en mí —me dijo—. Me siento muy sola. A todo el mundo le importa un bledo.

—A mí no me importa un bledo —le dije—. Si no te han elegido, es que los de ese concurso son unos negados. ¡No te merecen! ¡No dejes que te desanimen! ¡Ve por ello! ¡Graba otra prueba!

Después de colgar, reuní todos mis ahorros, los metí en un sobre y se los envié para que pudiera grabar una maqueta profesional.

Unos días más tarde, recibí un aviso de recogida de un envío postal. Mi madre, preocupada, me abrumó a preguntas para saber si había comprado vídeos pornográficos.

—Que no, mamá.

—Júramelo.

—Te lo juro. Si los hubiera comprado, habría dicho que me los enviaran a otro sitio.

—¿Adónde?

—Era una broma, mamá. No he pedido ningún vídeo porno.

—Entonces, ¿qué es?

—No lo sé.

A pesar de mis protestas, se empeñó en acompañarme a la oficina de Correos a buscar el envío y se quedó detrás de mí en la ventanilla.

—¿De dónde viene el envío? —le preguntó al empleado de Correos.

—De Baltimore —le contestó él entregándome un sobre.

—¿Estás esperando algo de tus primos? —preguntó mi madre.

—No, mamá.

Me instó a que lo abriera y yo acabé diciéndole:

—Mamá, creo que es personal.

Esta vez, ya superado el terror a la pornografía, se le iluminó el rostro.

—¿Tienes una novia en Baltimore?

Me la quedé mirando sin contestar y me concedió la gracia de esperarme en el coche. Me aislé en un rincón de la oficina de Correos y abrí el sobre con mucho cuidado.

Querido Markitín:

Me siento culpable: nunca te di las gracias por haberme escrito para decirme que te habría gustado vivir en Baltimore. Me enterneció mucho. Quién sabe, a lo mejor algún día te acabas mudando aquí.

Te agradezco la carta y el dinero. No puedo aceptar ese dinero, pero me has convencido para gastarme los ahorros en grabar una maqueta y perseverar.

Eres una persona excepcional. Me considero afortunada por conocerte. Gracias por animarme a convertirme en música, eres el único que tiene fe en mí. No te olvidaré nunca.

Espero volver a verte pronto en Baltimore.

Con cariño,

Alexandra

P. S.: Es mejor que no les cuentes a tus primos que te he escrito.

Leí la carta diez veces. La estreché contra el corazón. Me puse a bailar por el suelo de cemento de la oficina de Correos. Alexandra me había escrito. A mí. Tenía un nudo en el estómago por la emoción. Luego, cuando estábamos llegando a la vereda de entrada a casa, le dije a mi madre:

—Me alegro de no tener fibrosis quística, mamá.

—Estupendo, cariño. Estupendo.