7.
Hasta que conocí a Duke en 2012, nunca había sido consciente de lo deslumbradores que pueden llegar a ser los vínculos que unen a un perro y a un hombre. De tanto estar con él, inevitablemente acabé cogiéndole cariño. ¿Cómo no sucumbir a ese encanto pícaro, a la ternura de esa cabeza apoyada en el regazo para pedir una caricia, a esa mirada suplicante cada vez que abría la nevera?
Me fijé en que cuanto más se estrechaban mis lazos con Duke, más parecía sosegarse mi relación con Alexandra. Había bajado un poco la guardia. A veces me llamaba Markie, como hacía antes. Estaba recuperando a la Alexandra tierna y dulce, la que se reía a carcajadas de mis chistes malos. Los instantes robados que pasaba con ella me llenaban de una dicha que hacía mucho tiempo que no sentía. Me di cuenta de que nunca había querido a nadie que no fuera ella y el momento en que volvía a llevar a Duke a casa de Kevin era el más feliz de todo el día. Puede que mi imaginación desbordante me estuviera jugando una mala pasada, pero me daba la sensación de que se las apañaba para que estuviéramos solos ella y yo. Si Kevin estaba haciendo ejercicio en la terraza, me llevaba a la cocina; si él estaba en la cocina preparándose batidos de proteínas o marinándose unos filetes, me llevaba a la terraza. Había ademanes, roces, miradas y sonrisas que me ponían el corazón a cien. Sentía, durante un breve instante, que volvía a estar en ósmosis con ella. Tenía unas ganas tremendas de invitarla a cenar fuera. De pasar una velada entera los dos solos, sin que ese jugador de hockey suyo me honrase con la crónica pormenorizada de sus sesiones de fisioterapia. Pero no me atrevía a tomar la iniciativa, no quería echarlo todo a perder.
Por miedo a estropearlo todo, en una única ocasión mandé a Duke de vuelta a casa. Fue una mañana en la que me desperté con el presentimiento de que me iban a descubrir. Cuando oí el gañido de Duke a las seis en punto, le abrí la puerta y después de que me demostrase su alegría de forma espectacular, me acuclillé a su lado.
—No puedes quedarte —le dije acariciándole la cabeza—. Me da miedo levantar sospechas. Tienes que volver a casa.
Me puso la cara de perro triste y se tumbó en el porche, con las orejas gachas. Yo me esforcé por atenerme a la decisión que había tomado. Cerré la puerta y me senté detrás. Sintiéndome tan desgraciado como él.
Ese día apenas pude trabajar. Echaba de menos la presencia de Duke. Lo necesitaba, necesitaba tenerlo cerca, mordisqueando los juguetes de plástico o roncando en el sofá.
Por la noche, cuando Leo vino a casa para jugar al ajedrez, enseguida se percató de que tenía una cara espantosa.
—¿Quién se ha muerto? —me preguntó cuando le abrí la puerta.
—Es que hoy no he visto a Duke.
—¿No ha venido?
—Sí, pero lo mandé de vuelta a casa. Por miedo a que me pillen.
Me miró de hito en hito y con curiosidad.
—¿Seguro que no es usted proclive a las enfermedades mentales?
Al día siguiente, cuando oí el gañido de Duke a las seis, ya le tenía preparada una ración de carne de primera calidad. Como tenía que ir a la oficina de Correos, lo llevé conmigo. A continuación, no pude resistirme a la tentación de pasear juntos por la calle: lo llevé a la peluquería canina y luego a tomar un helado de pistacho a una tiendecita artesanal que me encantaba. Nos acomodamos en la terraza y le estaba sujetando el cucurucho de barquillo mientras lo lamía con fruición cuando oí una voz de hombre que me llamaba:
—¿Marcus?
Me di la vuelta, aterrorizado de que me pillaran in fraganti. Era Leo.
—¡Leo, caramba, qué susto me ha dado!
—¡Marcus, está usted de la olla! ¿Qué está haciendo?
—Nos estamos tomando un helado.
—¡Se pasea por la calle con el perro, a la vista de todo el mundo! ¿Quiere que Alexandra descubra todo el pastel?
Leo tenía razón. Y yo lo sabía. Puede que, en el fondo, mi intención fuera esa: que Alexandra lo descubriese todo. Que pasara algo. Aspiraba a algo más que a nuestros momentos robados. Me di cuenta de que lo que quería era que todo volviera a ser como antes. Pero habían pasado ocho años y ella había rehecho su vida.
Leo me instó a devolverle el perro a Alexandra antes de que me diera por llevármelo al cine o por hacer-cualquier-otra-gilipollez. Le hice caso. Cuando volví, me lo encontré delante de su casa, escribiendo. Creo que se había instalado allí para acecharme. Me acerqué.
—¿Y bien? —le pregunté señalando con la cabeza el cuaderno aún virgen—. ¿Va progresando su novela?
—No va mal. Me estoy planteando escribir la historia de un viejo que observa cómo un vecino joven ama a una mujer a través de un perro.
Suspiré y me senté en la silla que estaba junto a la suya.
—No sé qué debo hacer, Leo.
—Pues haga como con el perro. Haga que lo elija a usted. El problema que tienen los que se compran un perro es que no se suelen dar cuenta de que no son ellos los que eligen al perro, sino al revés: es él quien decide qué prefiere. Es el perro el que nos adopta, fingiendo que obedece nuestras normas para no desilusionarnos. Si no hay complicidad, adiós muy buenas. Y como prueba, me remito a esa historia espantosa pero verídica que sucedió en el estado de Georgia, donde una madre soltera, infeliz pringada ante Jehová, se compró un teckel bicolor, de nombre Whisky, para que les alegrase un poco la vida a ella y a sus dos hijos. Pero para su desgracia, Whisky no le correspondía en absoluto, y la convivencia acabó siendo insufrible. Como no lograba deshacerse de él, la mujer decidió hacerlo a las bravas: obligó al perro a sentarse delante de la casa, lo roció con gasolina y le prendió fuego. El chucho, en llamas y aullando, echó a correr como un poseso hasta meterse en la casa, donde los dos niños estaban apoltronados delante de la televisión. La casa también se incendió, con Whisky y con los dos niños dentro, y los bomberos no encontraron más que cenizas. Ahora entenderá por qué hay que dejar que sea el perro el que lo elija a uno.
—Me temo que no he entendido nada de esa historia suya, Leo.
—Tiene que hacer lo mismo con Alexandra.
—¿Quiere que la queme viva?
—Que no, imbécil. Deje de dárselas de enamorado tímido: haga que ella lo elija a usted.
Me encogí de hombros.
—De todas formas, me parece que dentro de nada volverá a Los Ángeles. Tenía previsto quedarse mientras Kevin estuviera convaleciente y ya está casi recuperado.
—Y entonces ¿qué? ¿Lo va a consentir? ¡Apáñeselas para que se quede! Y por cierto, ¿va a contarme qué pasó entre ustedes o no? Todavía no me ha dicho ni cómo se conocieron.
Me puse en pie.
—La próxima vez, Leo. Se lo prometo.
A la mañana siguiente, a mi amigo Duke lo pillaron en plena fuga. Como de costumbre, a las seis de la mañana oí sus gañidos en la puerta, pero al abrirla vi detrás de él a Alexandra, entre regocijada y perpleja, vestida con lo que debía de ser un pijama.
—Hay un agujero al fondo del jardín —me dijo—. Lo he visto esta mañana. ¡Se cuela por debajo del seto y se viene directamente aquí! ¿Te lo puedes creer?
Se echó a reír. Seguía estando igual de guapa, incluso en pijama y con la cara lavada.
—¿Quieres pasar a tomarte un café?
—Encantada.
De repente caí en que las cosas de Duke estaban tiradas por todo el salón.
—Espera un momento a que me ponga unos pantalones.
—Pero si ya llevas pantalones —observó ella.
No contesté nada y me limité a cerrarle la puerta en las narices pidiéndole por favor un poco de paciencia. Corrí por toda la casa arramblando con los juguetes, las escudillas y la manta de Duke, y lo tiré todo revuelto en mi cuarto.
Volví enseguida para abrir la puerta y Alexandra me lanzó una mirada regocijada. Al cerrar la puerta tras ella, no me fijé en el hombre que nos estaba observando y sacando fotos desde el coche.