19.

A principios de esa primavera de 2012, después de que publicaran el primer artículo sobre Alexandra y yo, otras revistas se apuntaron también. Era el tema del momento que estaba en boca de todos. Aparte de las fotos robadas, que las revistas se vendían unas a otras, la prensa no tenía ningún material concreto para alimentar los artículos que pedían los lectores. Contraatacó preguntándoles a antiguos compañeros de clase que querían conseguir su minuto de gloria aportando algún testimonio sobre nosotros, aunque no tuviera nada que ver con el asunto en cuestión.

Por ejemplo, localizaron a Nino Alvarez, un chico bastante simpático que estaba en mi clase cuando teníamos once años. Le preguntaron:

—¿Ha visto alguna vez a Alexandra y a Marcus juntos?

—No —contestó solemnemente Alvarez.

Y de ahí sacaron un titular:

UN AMIGO DE MARCUS AFIRMA QUE NUNCA LO HA VISTO CON ALEXANDRA

Vecinos y paparazzi domingueros pasaban con regularidad por delante de mi casa para hacerle fotos. No podía salir a echarlos sin que también me fotografiaran a mí, de modo que no paraba de llamar a la policía para librarme de ellos. Tanto es así que acabé haciendo amistad con todo un equipo de policías, que vinieron un domingo a casa a hacer una parrillada.

Me había ido a Boca Ratón para estar tranquilo y me estaban fastidiando más que nunca, incluidos mis propios amigos, a quienes no me atrevía a confesarles lo que sentía en el fondo, por miedo a que lo comentaran en su entorno. Reivindicaba una intimidad a la que había renunciado a cambio de la gloria. No podía tenerlo todo.

Acabé cogiendo la costumbre de ir a Coconut Grove, a casa de Tío Saul. Me resultaba muy raro estar allí sin él. Ese era el motivo por el que me había comprado la casa de Boca Ratón inmediatamente después de que muriera. Quería ir a Florida, pero ya no podía ir a su casa. No me sentía capaz.

A fuerza de ir por allí, volví a hacerme con la casa. Saqué valor para empezar a ordenar las cajas de Tío Saul. Era difícil seleccionar y tomar la decisión de tirar algunas de sus cosas. Me obligaba a mirar una realidad cuya aceptación me resultaba aún demasiado dura: los Baltimore ya no existían.

Añoraba a Woody y a Hillel. Me di cuenta de que Alexandra tenía razón: una parte de mí estaba convencida de que podría haberlos salvado. De que podría haber evitado el Drama.

*

Los Hamptons, Nueva York

1997

Sin ninguna duda, las raíces del Drama se remontan al último verano que pasé con Hillel y Woody en los Hamptons. La infancia maravillosa de la Banda de los Goldman no podía durar eternamente: teníamos diecisiete años y el siguiente curso sería el último que íbamos a pasar en el instituto. Luego iríamos a la universidad.

Me acuerdo del día que llegué. Viajaba en el Jitney[2], cuyo recorrido me sabía de memoria. Todas las curvas, todas las ciudades de paso, todas las paradas me resultaban familiares. Después de tres horas y media de trayecto, llegué a la calle principal de East Hampton, donde me estaban esperando, impacientes, Hillel y Woody. Aún no se había detenido el autobús cuando ya me estaban llamando a voces, más emocionados que nunca, y prosternándose delante del autocar mientras maniobraba, para recibirme dignamente. Yo pegué la cara contra el cristal del autobús y ellos hicieron otro tanto, antes de dar golpecitos para meterme prisa, como si no pudieran esperar más.

Vuelvo a verlos ahora como si los tuviera delante. Habíamos crecido. Ellos diferían físicamente tanto como coincidían sentimentalmente. Hillel seguía siendo muy delgado y aparentaba menos edad, en parte porque aún llevaba en la boca una ortodoncia complicada. Woody, por su estatura y su complexión, parecía mucho mayor: alto, guapo, musculoso y rebosante de salud.

Me bajé del autocar de un salto y caímos unos en brazos de otros. Y, durante unos segundos muy largos, estrechamos cuanto pudimos esa amalgama de cuerpos, músculos, carne y corazones que formábamos juntos.

—¡El puñetero de Marcus Goldman! —exclamó Woody con los ojos relucientes de alegría.

—¡La Banda de los Goldman vuelve a estar al completo! —se alborozó Hillel.

Los tres teníamos ya el carné de conducir. Habían ido a buscarme con el coche de Tío Saul. Woody agarró mi equipaje y lo echó al maletero. Luego subimos a bordo para recorrer el camino triunfal de nuestras últimas vacaciones.

Durante los veinte minutos que duraba el trayecto hasta su casa, me contaron, insaciables, todas las posibilidades que nos ofrecía el verano, levantando la voz por encima del aire templado que entraba por las ventanillas abiertas. Woody conducía, con las gafas de sol puestas y el cigarrillo en los labios; yo iba de copiloto y Hillel, desde el asiento de atrás, había metido la cabeza entre los dos asientos delanteros para participar en la conversación. Llegamos a la costa, bordeamos el océano y cruzamos East Hampton hasta el barrio coquetón donde estaba la casa. Woody hizo chirriar los neumáticos en la grava y tocó la bocina para anunciar que habíamos llegado.

Encontré a Tío Saul y a Tía Anita donde los había dejado un año antes: cómodamente sentados en el porche, leyendo. Por la ventana abierta del salón se oía la misma música clásica. Era como si nunca nos hubiéramos separado y como si East Hampton fuera a durar siempre. Estoy viendo el reencuentro y cada vez que pienso en el momento en que les di un beso y un abrazo —que en el fondo era la única prueba tangible de que realmente habíamos estado separados—, me acuerdo de cuánto me gustaban sus abrazos. Si eran de mi tía, me hacían sentir un hombre, y los de mi tío, sentir orgullo. También me vuelven a la memoria todos esos olores que les eran propios: la piel, que les olía a jabón; la ropa, que olía al cuarto de la colada de Baltimore; el champú de Tía Anita y el perfume de Tío Saul. En todas y cada una de esas ocasiones, la vida me engañaba un poco más, haciéndome creer que el ciclo de nuestros reencuentros sería eterno.

Encima de la mesa al amparo del tejadillo, vi la consabida pila de suplementos literarios del New York Times que Tío Saul aún no había tenido tiempo de leer e iba ojeando siguiendo un orden cronológico discutible. También me fijé en los folletos de varias universidades. Y nuestra valiosísima libreta, en la que anotábamos los pronósticos para la temporada siguiente de todas las disciplinas: béisbol, fútbol, baloncesto y hockey. No nos conformábamos con hacer de oráculos domingueros sentenciando quién iba a ganar la Superbowl o quién se llevaría la copa Stanley. Íbamos mucho más allá: los vencedores de cada Conferencia[3], la puntuación final, los mejores jugadores, los mejores anotadores y traspasos. Anotábamos un nombre y, al lado, nuestras previsiones. Y al año siguiente, mirábamos el cuaderno para ver quién había tenido mejor olfato. Esa era una de las ocupaciones de mi tío: recabar y anotar durante la temporada los resultados deportivos para compararlos luego con nuestras profecías. Si uno de nosotros daba en el blanco o muy cerca, se quedaba estupefacto. Decía:

—¡Vaya, vaya! ¡Vaya, vaya! ¿Cómo habéis podido adivinar algo así?

Sobre los diez o doce años decidimos, fraternalmente, elegir de forma neutral y consensuada los equipos a los que la Banda de los Goldman apoyaría oficialmente. El compromiso se basaba en nuestras preferencias geográficas. Para el béisbol, los Orioles de Baltimore (elección de Woody y Hillel). Para el baloncesto, los Miami Heat (en honor a los abuelos Goldman). Para el fútbol, los Cowboys de Dallas y, por último, para el hockey, los Canadiens de Montreal, probablemente porque cuando establecimos nuestra selección acababan de ganar la copa Stanley, lo que nos pareció un argumento definitivo.

Aquel año, por culpa de lo que había pasado en el equipo de fútbol del instituto de Woody y Hillel, decidimos que el fútbol no entraría ya en nuestro catálogo de pronósticos. Solo Tío Saul hablaba de la temporada de fútbol como si tal cosa. Sé que lo hacía por Woody. Quería que se reconciliara con ese deporte.

—¿No te alegras de empezar otra temporada con tu equipo, Woody? —le preguntó.

A modo de respuesta, Woody se encogió de hombros.

—Venga, Wood, si además se te da de maravilla —le animó Hillel—. Mamá dice que como sigas así, seguramente te concederán una beca para ir a la universidad.

Volvió a encogerse de hombros. Tía Anita, que se había ido a buscar té helado a la cocina, regresó en ese preciso momento y oyó el final de la conversación.

—Dejadlo en paz —dijo pasándole la mano por el pelo cariñosamente y sentándose con nosotros en el banco corrido.

Como le pasaba a toda la gente de nuestra edad que estaba a punto de empezar el último curso en el instituto, la elección de universidad era nuestro principal tema de preocupación. Los mejores centros solo admitían a los mejores alumnos y nuestro porvenir dependía en parte de los resultados académicos que obtuviéramos.

—Habría que elegir a los alumnos en función de su potencial y no de sus aptitudes para aprender y regurgitar luego tontamente lo que les da la gana meterles en la cabeza —dijo de pronto Hillel, como si nos hubiera leído el pensamiento.

Woody sacudió la mano en el aire como si quisiera ahuyentar los pensamientos negativos y propuso que fuéramos a la playa. No tuvo que repetirlo dos veces. En un abrir y cerrar de ojos, ya estábamos en bañador, metidos en el coche, con el volumen de la radio a tope, camino de una playita situada a la salida de East Hampton a la que nos gustaba ir.

A aquella playa iba sobre todo gente de nuestra edad. Cuando llegamos, nos recibió un grupo de chicas que, claramente, estaban esperando a Hillel y a Woody. Sobre todo a Woody. Allá donde fuera Woody, siempre había un enjambre de chicas, casi todas muy guapas o, al menos, con muy buen tipo. Se tumbaban perezosamente en las toallas de baño a tomar el sol. Algunas tenían bastante más edad que nosotros —lo sabíamos porque compraban cerveza legalmente y nos la pasaban—, pero eso no les impedía mirar a Woody con ojos ardientes.

Yo fui el primero en lanzarse al océano. Corrí hasta un embarcadero de madera y desde allí me zambullí entre las olas. Woody y Hillel enseguida hicieron otro tanto. Primero Hillel, que seguía teniendo un cuerpo de alambre. Y luego Woody, rebosante de fuerza y salud, esculpido en piedra. Antes de saltar a su vez, erguido en el embarcadero, expuso sus marcados pectorales al sol, se echó a reír con esa maravillosa sonrisa suya de dientes sanos y blancos, y exclamó:

—¡La Banda de los Goldman cabalga de nuevo!

Se le contrajeron los músculos como si fueran una armadura y lo vi ejecutar un salto prodigioso antes de desaparecer en el océano.

Aunque nunca lo habíamos reconocido, Hillel y yo queríamos ser como Woody. Era un dios del deporte: el mejor atleta que haya visto nunca. Podría haber triunfado en cualquier disciplina: boxeaba como un león, corría como una pantera, dominaba el baloncesto y adoraba el fútbol. De un verano a otro, yo veía cómo se le iba desarrollando el cuerpo. Se había puesto impresionante. Se lo noté a través de la camiseta al verlo en el aparcamiento de la estación de autobuses, lo sentí cuando me dio un abrazo y ahora que lo tenía delante, con el torso desnudo, chapoteando en el agua fría, lo veía.

Sentados entre las olas, contemplamos nuestro territorio. El aire estaba tan límpido que podíamos ver, a lo lejos, la playita privada de El Paraíso en la Tierra.

Hillel me contó que por fin se había vendido la casa.

—¿A quién? —pregunté.

—No lo sé —contestó Hillel—. Papá estuvo hablando con uno de los encargados del mantenimiento que le dijo que el propietario llegará a finales de semana.

—Tengo curiosidad por ver quién ha comprado esa casa —dijo Woody—. Estuvieron bien los tiempos de los Clark. Espero que los nuevos dueños nos dejen usar la playa privada de vez en cuando a cambio de unos trabajillos en el jardín.

—Si son unos viejos cabrones, no —dije yo.

—He visto una mofeta atropellada en la carretera. Siempre podemos ir a recogerla para tirársela en el jardín.

Nos reímos.

Woody sacó un canto rodado del agua y con gesto hábil lo lanzó para que rebotara en la superficie. Vi cómo los bíceps se le contraían formando una bola impresionante.

—Pero ¿qué demonios has hecho este año? —le pregunté midiéndole el contorno del brazo con las manos—. ¡Te has puesto tremendo!

—No lo sé. Solo he hecho lo que tenía que hacer: entrenar duro.

—¿Y los reclutadores de las universidades?

—Les intereso. Pero ¿sabes, Markie?, el fútbol me aburre… Me gustaba más la vida de antes. Cuando Hillel y yo estábamos juntos. Antes del puñetero «colegio especial»…

Por segundo año consecutivo, Woody y Hillel iban a estar separados. Woody lanzó un segundo canto, con gesto despreocupado. Como si, en el fondo, todo ese rollo de las universidades no tuviera importancia alguna. Y casi era así: en ese momento, lo único que queríamos era disfrutar de nuestra juventud, y los Hamptons resultaban muy tentadores. La ciudad era bonita; el verano, muy caluroso. Tanto climática como anímicamente, aquel mes de julio de 1997 debió de ser el mejor verano para el probo pueblo estadounidense. Éramos la juventud feliz de unos Estados Unidos en paz y en pleno crecimiento.

Esa noche, después de cenar, cogimos el coche de Tío Saul y nos fuimos al campo para estar solos. No había ni una nube y nos tumbamos en la hierba para mirar las estrellas. Woody y yo fumábamos un cigarrillo mientras a Hillel se le atragantaba el suyo.

—Deja de fumar, Hill —le repetía Woody—. Me das lástima.

—Marcus —me dijo por fin Hillel—, deberías venir un día a ver un partido de Woody. Es para morirse de risa.

—¿Qué te hace tanta gracia? —se ofendió Woody.

—Ver cómo les partes la cara a los otros jugadores.

—Es mi técnica. Soy un jugador ofensivo.

—¿Ofensivo? Tendrías que verlo, Markie, es un auténtico buldócer. Va quitando de en medio con los hombros a los del otro equipo. En un pispás su equipo ya ha marcado. Han ganado casi todos los partidos de esta temporada.

—Tendrías que hacer boxeo —le dije—. Estoy seguro de que podrías ser profesional.

—¡Pfff! ¡Ni de coña! ¿Boxeo? No quiero que me partan la nariz. ¿Qué chica se va a querer casar conmigo si me destrozan las napias?

Woody no tenía que preocuparse por encontrar una chica que quisiera casarse con él. Woody les gustaba a todas las chicas. Estaban todas loquitas por él.

De repente, Hillel se puso serio.

—Tíos, seguramente este será el último año que pasemos aquí hasta dentro de mucho tiempo. Luego, nos iremos a la universidad y tendremos otros asuntos.

Sip —asintió Woody con un deje de nostalgia.

*

Al final de la primera semana de vacaciones, mientras estábamos desayunando en la terraza, Tío Saul volvió de hacer un recado en el centro y nos comentó que había visto un coche aparcado delante de El Paraíso en la Tierra. Los nuevos ocupantes habían llegado.

Dejándonos llevar por la curiosidad, Woody, Hillel y yo engullimos los últimos cereales y fuimos corriendo a ver qué pinta tenían los propietarios del lugar y ofrecerles unas horas de jardinería a cambio de poder usar el embarcadero y la playa. Nos pusimos las camisetas de Jardinería Goldman (cuya talla cambiábamos regularmente) para aparentar mayor credibilidad. Llamamos a la puerta de la casa y cuando se abrió nos quedamos sin palabras: acabábamos de reunirnos de nuevo con Alexandra.