39.
Otoño de 2002
Cuando murió Anita, fue Alexandra quien me salvó.
Fue mi equilibrio, mi balanza, mi punto de anclaje en la vida. Cuando yo acabé la universidad, ella llevaba ya dos años estancada con su productor. Me preguntó qué debía hacer y le expliqué que, a mi entender, solo había dos ciudades aptas para lanzar una carrera musical: Nueva York y Nashville, en Tennessee.
—Pero si en Nashville no conozco a nadie —me dijo.
—Ni yo tampoco.
—¡Pues vámonos allí!
Y nos fuimos juntos a Nashville.
Vino a buscarme una mañana a casa de mis padres, en Montclair. Llamó y mi madre le abrió la puerta, radiante.
—¡Alexandra!
—Hola, señora Goldman.
—¿Preparada para el gran viaje?
—Sí, señora Goldman. ¡Y qué contenta estoy de que Markie venga conmigo!
Creo que mis padres estaban encantados de que cambiara de aires. De toda la vida, los Baltimore habían tenido mucho peso en mi existencia; ya iba siendo hora de que me alejara de ellos.
Mi madre estaba convencida de que era una locura de juventud y de que volveríamos al cabo de dos meses, cansados de la experiencia. No podía ni imaginarse lo que iba a pasar en Tennessee.
En el coche, según salíamos de Nueva Jersey, Alexandra me preguntó:
—¿No te da pena no haber podido disfrutar más de tu estudio nuevo, Markie?
—Bah, tarde o temprano llegará un momento en que me ponga con la novela. Y no voy a ser un Montclair toda la vida.
Sonrió.
—¿Y qué vas a ser? ¿Un Baltimore?
—Creo que me conformo con llegar a ser Marcus Goldman.
Empezó para mí una vida mágica que duró dos años y llevó a Alexandra a la cumbre. También empezó una vida en pareja sin parangón: Alexandra recibía una pequeña suma mensual gracias a un fondo familiar que había creado su padre. Y yo contaba con el dinero que me había dejado el abuelo. Alquilamos un pisito que fue nuestra primera casa propia, donde ella componía canciones y yo escribía los primeros esbozos de una novela en la mesa de la cocina.
No nos planteamos ninguna pregunta: ¿era demasiado pronto para vivir en pareja? ¿Estábamos preparados para enfrentarnos juntos a los avatares de una carrera artística incipiente? Era una apuesta arriesgada en la que todo podría haber fallado. Pero la complicidad que teníamos lo superó todo. Fue como si nada pudiera alcanzarnos.
Bien es verdad que el piso se nos quedaba un poco pequeño, pero soñábamos juntos con instalarnos algún día en un pisazo de West Village, con una terraza enorme y llena de flores. Cuando ella fuera una música famosa y yo, un escritor de éxito.
Yo la animaba a que hiciera tabula rasa de los dos años que había pasado con el productor neoyorquino: tenía que hacer lo que le gustaba. Todo lo demás no importaba nada.
Escribió una serie de canciones nuevas: me parecieron buenas. Volvían a ser de su estilo. A instancias mías, revisó algunas composiciones antiguas. Al mismo tiempo, observaba cómo reaccionaba el público actuando todo lo que podía en los bares de Nashville con escenario de libre acceso. De uno en concreto, el Nightingale, se decía que acudían a él, camuflados entre el público, productores en busca de nuevos talentos. Alexandra cantaba allí todas las semanas con la esperanza de que se fijaran en ella.
Teníamos unas jornadas muy largas. Por la noche, después de haber tocado en los cafés, acabábamos exhaustos, desplomados en un asiento corrido en un diner que nos gustaba y que abría día y noche. Estábamos agotados y hambrientos, pero felices. Pedíamos unas hamburguesas enormes y cuando ya habíamos comido suficiente, nos quedábamos allí un rato. Estábamos a gusto. Alexandra me decía:
—Cuéntamelo, Markie, cuéntame cómo seremos algún día…
Y yo le contaba lo que iba a ser de nosotros.
Le contaba el éxito que iba a tener su música, los conciertos con todo el aforo vendido, los estadios llenos, los millares de personas que irían a oírla, a ella. La describía hasta que podía verla en el escenario, hasta que podía oír los vítores del público.
Y luego le hablaba de nosotros. De Nueva York, donde íbamos a vivir, y de Florida, donde tendríamos una casa de vacaciones.
—¿Por qué Florida? —preguntaba ella.
—Porque estará muy bien —respondía yo.
Normalmente, era tan tarde que apenas había clientes en el restaurante. Alexandra cogía la guitarra, se apoyaba contra mí y se ponía a cantar. Yo cerraba los ojos. Me sentía bien.
Durante el otoño, encontramos un estudio que nos hizo un buen precio y Alexandra grabó una maqueta.
Lo siguiente era darla a conocer.
Hicimos la ronda de todas las discográficas de la ciudad. Se presentaba tímidamente en la recepción llevando en la mano un sobre con un CD donde ella misma había grabado sus mejores temas. La recepcionista la miraba con cara de pocos amigos y ella acababa por decir:
—Hola, me llamo Alexandra Neville, estoy buscando una discográfica y…
—¿Trae una maqueta? —preguntaba la recepcionista entre rumia y rumia y dejando asomar el chicle.
—Esto… sí, aquí tiene.
Le alargaba el preciado sobre a la empleada, que lo dejaba en una bandeja de plástico que tenía detrás, rebosante ya de otras maquetas.
—¿Ya está? —preguntaba Alexandra.
—Ya está —contestaba la recepcionista con un tono muy desagradable.
—¿Me llamarán ustedes?
—Si la maqueta es buena, sí, seguro.
—Pero ¿cómo puedo estar segura de que la van a escuchar?
—¿Sabe, jovencita? En la vida no se puede estar seguro de nada.
Salía del edificio desanimada y se subía al coche, donde yo la estaba esperando.
—Dicen que si les gusta ya llamarán —me contaba.
En varios meses, no llamó nadie.
Aparte de mis padres, nadie supo exactamente a qué me dedicaba. Oficialmente, estaba en mi estudio de Montclair escribiendo mi primera novela.
No había nadie para comprobarlo.
La otra persona que sabía la verdad era Patrick Neville, a través de Alexandra. Yo no había conseguido reconciliarme con él. Era el hombre que me había arrebatado a mi tía.
Eso era lo único que empañaba la relación con Alexandra. No quería verlo por si me daba por saltarle a la yugular. Era mejor que me mantuviera alejado de él. A veces, Alexandra me decía:
—Oye, quería decirte que mi padre…
—No quiero hablar de eso. Tiene que pasar más tiempo.
Y ella no insistía.
En el fondo, a la única persona a quien quería ocultarle la verdad sobre Alexandra era a Hillel. Me había enredado en una mentira de la que ya no podía salir.
Teníamos contacto muy esporádicamente, ya no era como antes. Era como si al morir Tía Anita, nuestra relación se hubiese roto. Pero no era solo eso, había algo más, ajeno a la desaparición de su madre, que yo no supe captar de inmediato.
Hillel se había vuelto formal. Iba a clase a la facultad de Derecho y con eso se conformaba. Había perdido la magia. Y había perdido a su alter ego. Había cortado todos los vínculos con Woody.
Woody había rehecho su vida en Madison. Yo lo llamaba de vez en cuando: ya no tenía nada que contarme. Comprendí cuál era el mal que los aquejaba cuando un día me dijo por teléfono:
—No hay ninguna novedad. La estación de servicio, el curro en el restaurante… La rutina de siempre, vamos.
Habían dejado de soñar: habían dejado que se los tragase una especie de renuncia a la vida. Se habían convertido en gente del montón.
Ellos, que habían defendido a los oprimidos, creado su empresa de jardinería y soñado con el fútbol y la amistad eterna. Ese era el aglutinante de la Banda de los Goldman: que éramos unos soñadores de primera categoría. Por eso éramos únicos. Pero ahora yo era el último en seguir persiguiendo un sueño. El sueño primigenio. ¿Por qué quería convertirme en un escritor famoso y no en escritor a secas? Por culpa de los Baltimore. Habían sido mi modelo y se habían convertido en mis rivales. Solo aspiraba a superarlos.
Ese mismo año de 2002, mis padres y yo fuimos a Oak Park a celebrar Acción de Gracias. Solo estaban Hillel y Tío Saul para tomarse desganadamente la comida que había preparado Maria.
Ya no era como antes.
Esa noche, no podía dormirme. Hacia las dos de la madrugada, bajé a la cocina a por una botella de agua. Vi luz en el despacho de Tío Saul. Fui a ver y me lo encontré sentado en un sillón, contemplando una foto suya con Tía Anita.
Se percató de mi presencia y yo le hice una seña tímida, apurado por haber interrumpido sus reflexiones.
—¿No duermes, Marcus?
—No. No consigo coger el sueño, Tío Saul.
—¿Estás preocupado por algo?
—¿Qué pasó con Tía Anita? ¿Por qué te dejó?
—No tiene importancia.
Se negaba a tratar el tema. Por primera vez, entre los Baltimore y yo se había levantado un muro infranqueable: los secretos.
*
Nueva York
Agosto de 2011
¿Quién era ese Tío Saul al que yo no conocía? ¿Por qué me había echado de su casa?
Por teléfono, le noté dureza en la voz.
Florida me gustaba porque me había devuelto a mi tío Saul. Entre la muerte de Tía Anita, en 2002, y el Drama, en 2004, había tenido motivos de sobra para sumirse en una depresión profunda. Pero al mudarse a Coconut Grove en 2006, se transfiguró. El tío Saul de Florida volvió a ser mi tío del alma. Y durante cinco años viví con la alegría de haberlo recuperado.
Pero ahora, una vez más, sentía que nuestra relación volvía a peligrar. Volvía a ser el tío Saul que me ocultaba algo. Tenía un secreto, pero ¿cuál? ¿Tenía que ver con el estadio de Madison? Como yo insistía por teléfono, me dijo:
—¿Quieres saber por qué me hice cargo del mantenimiento del estadio de Madison?
—Me gustaría.
—Por culpa de Patrick Neville.
—¿De Patrick Neville? ¿Qué pintaba él en todo esto?
Cuando Woody y Hillel se fueron a la universidad, en la vida de Tío Saul y Tía Anita se produjeron cambios que yo nunca había sospechado. Durante años, los niños habían sido el núcleo existencial de la vida de los Baltimore. Todo giraba en torno a ellos: los gastos académicos, las vacaciones, las clases extraescolares… La rutina diaria estaba organizada en función de la suya. Los entrenamientos de fútbol, las excursiones, los problemas en el colegio… Durante años, Tío Saul y Tía Anita habían vivido para ellos y a través de ellos.
Pero la rueda de la vida sigue girando: a los treinta años, Tío Saul y Tía Anita tenían la vida por delante. Nació Hillel y compraron una casa enorme. Y de repente, ya habían pasado veinte años. En un abrir y cerrar de ojos, Hillel, el hijo que tanto se había hecho esperar, ya tenía edad para ser estudiante universitario.
Un día de 1998, en Oak Park, al volante del coche que les acababa de regalar Tío Saul, Hillel y Woody se fueron a la universidad. Y tras veinte años de plenitud, la casa se quedó súbitamente vacía.
Se acabaron el colegio, los deberes, las clases de fútbol, las etapas por cumplir. Solo quedó una casa tan desierta que las voces retumbaban. Sin ruido y sin alma.
Tía Anita se esfuerza en cocinar para su marido. A pesar de los horarios inflexibles del hospital, se las apaña para preparar platos elaborados y complejos. Pero cuando se sientan a la mesa, comen en silencio. Antes, las conversaciones surgían solas: Hillel, Woody, el colegio, los deberes, el fútbol… Ahora, un silencio de plomo.
Invitan a los amigos, van a veladas benéficas: la presencia de terceras personas les evita el aburrimiento. Les resulta más fácil entablar conversación. Pero a la vuelta, en el coche, ni una palabra. Hablan de Fulano o de Mengano. Pero nunca de sí mismos. Han estado tan ocupados con los niños que no se han dado cuenta de que ya no tenían nada que decirse.
Se parapetan en el silencio. Y en cuanto vuelven a ver a Woody y a Hillel, se animan. Ir a verlos a la universidad los mantiene ocupados. Tenerlos de vuelta en casa unos días los llena otra vez de alegría. Se reanuda la actividad, la casa cobra vida, hay que hacer compra para cuatro. Y, cuando se marchan de nuevo, vuelve a reinar el silencio.
Paulatinamente, no solo la casa de Baltimore se fue apagando al quedarse vacía de Hillel y Woody, sino también todo el ciclo vital de Tía Anita y Tío Saul. Todo era distinto. Se esforzaron por hacer lo que hacían siempre: los Hamptons, La Buenavista, Whistler… Pero sin Hillel y Woody, aquellos lugares dichosos se convirtieron en lugares aburridos.
Para acabar de estropearlo todo, la universidad fue absorbiendo poco a poco a Hillel y a Woody. Tío Saul y Tía Anita tuvieron la sensación de que los estaban perdiendo. Tenían el fútbol, el periódico universitario, las clases. Cada vez tenían menos tiempo para sus padres. Cuando por fin volvían a reunirse, hablaban demasiado a menudo de Patrick Neville.
Para mi tío fue un golpe terrible.
Empezó a sentirse menos importante, menos indispensable. Él, que era el cabeza de familia, el consejero, el guía, el sabio, el omnipotente…, estaba perdiendo terreno. Sobre Hillel y Woody planeaba la sombra de Patrick Neville. En el desierto de Oak Park, Tío Saul sentía que Woody y Hillel lo estaban relegando poco a poco en favor de Patrick.
Cuando Hillel y Woody volvían a Baltimore, contaban lo maravilloso que era Patrick, y cuando eran Tío Saul y Tía Anita los que iban a Madison para ver los partidos de los Titanes, veían con sus propios ojos que había algo fuera de lo común entre Patrick y sus dos hijos. Mis primos habían encontrado un nuevo modelo en el que fijarse, más guapo, más poderoso y más rico.
Siempre que Patrick surgía en la conversación, Tío Saul rezongaba:
—¿Por qué les parece tan maravilloso el Neville ese?
En Madison, Patrick estaba en territorio propio. Si Woody y Hillel necesitaban ayuda, a quien recurrían ahora era a Patrick. Y cuando surgían dudas sobre las distintas alternativas que ofrecía la carrera futbolística, también le preguntaban a Patrick.
—¿Por qué siempre tienen que llamar a Patrick? —se irritaba Tío Saul—. ¿Es que ya no nos tienen en cuenta? ¿No valemos lo suficiente? ¿Qué tiene ese maldito Neville-de-Nueva-York que no tenga yo?
Pasa un año, y luego otro. Tío Saul cae en picado. La existencia que lleva en Baltimore ya no lo llena. Quiere que vuelvan a admirarlo. Ya no piensa en Tía Anita, solo piensa en sí mismo. Pasan unos días juntos en La Buenavista para volver a encontrarse. Pero ya no es lo mismo. Le falta el amor de sus hijos, le falta el deslumbramiento de su sobrino Marcus ante el lujo del piso.
Tía Anita le dice que la hace feliz que estén solo los dos, que por fin tengan tiempo para sí mismos. Pero a Tío Saul no lo interesa esa tranquilidad. Su mujer acaba por decirle:
—Saul, echo de menos tu compañía. Vuelve a decirme que me quieres. Dime lo que me decías hace treinta años.
—Cariño, si quieres compañía, vamos a comprar un perro.
No se da cuenta de que su mujer está cada vez más preocupada: ve claramente en los espejos que ha envejecido. Se hace mil preguntas: ¿Saul la tiene descuidada porque está obsesionado con Patrick Neville o porque ya no la encuentra atractiva? En Madison se fija en esas veinteañeras de cuerpo prieto y pecho firme, y se da cuenta de que él las desea. Incluso consulta a un cirujano plástico, le pide que, por favor, la ayude. Que le levante los pechos, que le borre las arrugas, que le ponga más firmes las nalgas.
Es desgraciada. Su marido se siente desatendido y, de rebote, la desatiende a ella. Le gustaría suplicarle que no aparte la vista solo porque hayan envejecido. Le gustaría que le dijera que no se han perdido mutuamente. Le gustaría que se acostara con ella como antes, una última vez nada más. Le gustaría que la deseara. Le gustaría que la poseyera, como hacía antes. Como lo hizo en el cuartito de la universidad de Maryland, como lo hizo en La Buenavista, como lo hizo en los Hamptons, como lo hizo en su noche de bodas. Como lo hizo para concebir a Hillel; como lo hizo en un camino rural, en el asiento de atrás del viejo Oldsmobile; como lo hizo innumerables veces, en las noches calurosas, en la terraza de Baltimore.
Pero Saul ya no tiene tiempo para ella. No quiere arreglar su matrimonio, no quiere rememorar el pasado. Quiere volver a nacer. En cuanto puede, se va a correr por el barrio.
—Pero si tú nunca has corrido —le dice Tía Anita.
—Pues ahora corro.
A la hora de comer, ya no quiere los platos que le lleva del Stella. Ya no quiere pasta ni pizza, sino ensaladas sin aliñar y fruta. Coloca unas pesas en el cuarto de invitados y un espejo de cuerpo entero. Empieza a hacer ejercicio cada dos por tres. Adelgaza, se arregla, cambia de fragancia, se compra ropa nueva. Los clientes lo entretienen hasta tarde. Ella lo espera.
«Disculpa, tenía una cena». «Lo siento, pero tengo un viaje de negocios acá y un viaje de negocios acullá». «Las navieras nunca me habían necesitado tanto». De repente, está de un humor excelente.
Ella quiere gustarle y hace cuanto está en su mano. Se pone un vestido, le prepara la cena y enciende unas velas: en cuanto entre por la puerta, se le echará al cuello para besarlo. Espera mucho rato. Suficiente como para darse cuenta de que no va a volver esa noche. Él acaba llamando por teléfono para farfullar que lo han entretenido.
Quiere gustarle y hace cuanto está en su mano. Va al gimnasio, renueva el armario. Se compra picardías de encaje y le ofrece jugar como antes, desnudarse poco a poco para él, que le contesta:
—Esta noche no, pero gracias.
Y ahí la deja, abandonada y desnuda.
¿Quién es ella? Una mujer que ha envejecido.
Quiere gustarle y hace cuanto está en su mano. Pero él ya no la mira.
Vuelve a ser el Saul de hace treinta años: baila, canturrea y es divertido.
Vuelve a ser el Saul al que tanto quería. Pero él ya no la quiere a ella.
Él a quien quiere es a una tal Cassandra que da clases de tenis en Oak Park. Es guapa y es el doble de joven que ellos. Pero lo que le gusta a Tío Saul es que, cuando habla, a Cassandra le brillan los ojos. Lo mira como hacían antes Hillel y Woody. A ella puede impresionarla: le cuenta la operación bursátil magistral que hizo en su momento, el caso de Dominic Pernell y sus hazañas judiciales.
Tía Anita encuentra mensajes de Cassandra; la ha visto ir al despacho de Tío Saul con tarrinas de ensalada y de verdura ecológica. Una noche, Tío Saul sale de casa para «ir a cenar con unos clientes». Cuando por fin vuelve, Tía Anita lo está esperando y le nota el olor de la otra en la piel. Le dice:
—Quiero dejarte, Saul.
—¿Dejarme? ¿Por qué?
—Porque me estás engañando.
—No te estoy engañando.
—¿Y qué pasa con Cassandra?
—Cuando estoy con Cassandra no te estoy engañando a ti. Estoy engañando a mi propia tristeza.
Durante los años en que Woody y Hillel estuvieron en Madison, nadie sospechó nunca lo mucho que sufrió Tío Saul por culpa del apego que le tenían a Patrick Neville.
Cuando Tío Saul y Tía Anita iban a Madison a ver un partido de los Titanes, se sentían como unos forasteros. Cuando llegaban al estadio, Hillel ya estaba sentado al lado de Patrick en una fila donde no quedaban sitios libres. Ellos se sentaban justo detrás. Después de las victorias, iban a ver a Woody a la salida de los vestuarios: Tío Saul rebosaba de orgullo y alegría, pero sus enhorabuenas no tenían tanto peso como las de Patrick Neville. Su opinión no era tan válida como la suya. Cuando Tío Saul le daba algún consejo para jugar, Woody contestaba:
—Igual tienes razón. Se lo comentaré a Patrick a ver qué le parece.
Después de los partidos, Tío Saul y Tía Anita les proponían a Woody y a Hillel ir a cenar juntos. La mayoría de las veces mis primos declinaban la invitación so pretexto de que iban a tomar algo con todo el equipo.
—¡Pues claro, que os lo paséis bien! —les decía Tío Saul.
Un día, después del partido, Tío Saul fue a cenar con Tía Anita a un restaurante de Madison. Al entrar en el local, se paró en seco y dio media vuelta.
—¿Qué pasa? —preguntó Tía Anita.
—Nada —contestó Tío Saul—, que no tengo hambre.
Se puso delante de su mujer e intentó convencerla para que no entrara. Ella comprendió que pasaba algo y, al mirar por la luna del restaurante, vio a Woody, a Hillel y a Patrick sentados a una mesa.
Un día, Woody y Hillel llegan a Baltimore montados en un Ferrari negro. Tío Saul, despechado, les dice:
—¿Qué pasa, que el coche que os compré yo no es lo bastante bueno?
Tiene la sensación de que Patrick Neville lo ha superado. Ya no es una cuestión de carrera profesional, de éxito, de pisazo en Nueva York ni de sueldo exorbitante. Sus dos chicos pasan los fines de semana con él en Nueva York. Patrick Neville se ha convertido en su mejor amigo.
Y cuantos más partidos de los Titanes van a ver, cuanto más gana Woody, más ninguneado se siente Tío Saul. Woody habla de las oportunidades y los planes de su carrera deportiva con Patrick. Va a cenar después de los partidos con Patrick.
—Pues si sigue jugando al fútbol, nos lo debe a nosotros —se queja Tío Saul, apesadumbrado, a solas con su mujer en el coche.
Al final, acaban yéndose a cenar con ellos después de los partidos. Cuando Patrick Neville se las apaña para pagar la cuenta discretamente, a Saul le sienta fatal:
—¿Qué se cree? ¿Que no estoy en situación de invitar yo? ¿Quién se ha creído que es?
Mi tío Saul estaba derrotado.
¿Que él volaba en primera clase? Patrick Neville volaba en jet privado.
Patrick tenía un coche que costaba lo mismo que ganaba Saul en un año. Los cuartos de baño de Patrick eran tan grandes como sus dormitorios; los dormitorios, como su salón; y el salón, como su casa.
Escucho a Tío Saul por teléfono y al final le digo:
—Estás equivocado, Tío Saul. Siempre te quisieron y te admiraron muchísimo. Woody te estaba muy agradecido por cómo lo ayudaste. Decía que sin ti, habría acabado en la calle. Fue él quien pidió que en su camiseta figurase el apellido Goldman.
—No es cuestión de estar equivocado o no, Marcus. Es lo que uno siente. Nadie puede controlarlo ni razonarlo. Lo que uno siente. Yo estaba celoso, no me sentía a la altura. Patrick era un Neville-de-Nueva-York y nosotros solo éramos unos Goldman-de-Baltimore.
—Y entonces pagaste seis millones de dólares para que pusieran tu nombre en el estadio de Madison.
—Sí. Para que mi nombre estuviera escrito en letras enormes a la entrada del campus. Para que todo el mundo me viera. Y para reunir ese dinero, hice una tremenda tontería. ¿Y si todo lo que ha pasado fuera culpa mía? ¿Y si mi trabajo en el supermercado no fuera en realidad más que una penitencia por mis pecados?