2.
El día siguiente del encuentro fortuito con Alexandra lo pasé encerrado en el despacho. Solo salí al alba, con la fresca, para hacer jogging a la orilla del lago.
Sin saber aún qué iba a hacer con ello, se me había metido en la cabeza describir en forma de notas los elementos relevantes de la historia de los Goldman-de-Baltimore. Para empezar, dibujé un árbol genealógico de nuestra familia, antes de darme cuenta de que había que añadir algunas explicaciones, concretamente sobre los orígenes de Woody. El árbol no tardó en adoptar el aspecto de un bosque de comentarios al margen y pensé que, en aras de la claridad, valía más pasarlos a fichas. Tenía delante aquella foto que mi tío Saul había encontrado dos años antes. Era una foto mía, con diecisiete años menos, rodeado de los tres seres a los que más he querido: Hillel y Woody, mis primos del alma, y Alexandra. Esta nos había enviado una copia a cada uno y había escrito detrás:
OS QUIERO, CHICOS GOLDMAN
En aquella época, Alexandra tenía diecisiete años y mis primos y yo, quince recién cumplidos. Contaba ya con todas las cualidades por las que iban a quererla millones de personas, pero no teníamos que compartirla con nadie. Esa foto me sumergía de nuevo en los meandros de nuestra juventud, mucho antes de que me quedase sin mis primos, mucho antes de que me convirtiera en la figura ascendente de la literatura estadounidense y, sobre todo, mucho antes de que Alexandra Neville se convirtiera en la estrella inmensa que es hoy. Mucho antes de que todo Estados Unidos se enamorase de su personalidad, de sus canciones, mucho antes de que trastornara, con un álbum tras otro, a millones de fans. Mucho antes de las giras, mucho antes de convertirse en el icono que la nación llevaba tanto tiempo esperando.
A última hora de la tarde, Leo, fiel a sus costumbres, llamó a mi puerta.
—¿Va todo bien, Marcus? No he sabido nada de usted desde ayer. ¿Encontró al dueño del perro?
—Sí. Es el último noviete de una chica de la que estuve enamorado varios años.
Se quedó muy sorprendido.
—El mundo es un pañuelo —me dijo—. ¿Cómo se llama?
—No se lo va a creer. Alexandra Neville.
—¿La cantante?
—La misma.
—¿La conoce usted?
Fui a buscar la foto y se la alargué.
—¿Es Alexandra? —preguntó Leo señalándola con el dedo.
—Sí. En la época en que éramos unos adolescentes felices.
—¿Y quiénes son los otros chicos?
—Mis primos de Baltimore y yo.
—¿Qué ha sido de ellos?
—Es una larga historia…
Leo y yo estuvimos jugando al ajedrez esa noche hasta las tantas. Me alegraba de que hubiese venido a distraerme: así pude pensar en algo que no fuese Alexandra durante varias horas. Me había alterado volver a verla. Durante todos estos años, no había podido olvidarla jamás.
Al día siguiente, no pude resistirme a regresar por los alrededores de la casa de Kevin Legendre. No sé qué me esperaba que pasase. Sin duda, cruzarme con ella. Volver a hablarle. Pero se pondría furiosa al verme allí de nuevo. Estaba aparcado en un camino paralelo a la finca de la pareja cuando vi que el seto se movía. Miré con atención, intrigado, y vi al bueno de Duke salir de entre los arbustos. Me bajé del coche y lo llamé bajito. Se acordaba muy bien de mí y acudió corriendo para que lo acariciara. Se me vino a la cabeza una idea absurda que no pude refrenar. ¿Y si Duke fuera el medio para reconciliarme con Alexandra? Abrí el maletero del coche y el perro accedió dócilmente a subir. Estaba confiado. Me fui a toda prisa y volví a casa. Duke ya la conocía. Me acomodé en el despacho y él se tumbó a mi lado y me hizo compañía mientras me sumergía de nuevo en la historia de los Goldman-de-Baltimore.
*
La denominación «Goldman-de-Baltimore» hacía juego con la que nos correspondía a mis padres y a mí por lugar de residencia: los Goldman-de-Montclair, Nueva Jersey. El tiempo y las abreviaturas los habían convertido a ellos en los Baltimore y a nosotros, en los Montclair. Los que inventaron estas apelaciones fueron los abuelos Goldman, quienes, para aclararse cuando hablaban, dividieron a la familia con toda naturalidad en dos entidades geográficas. De ese modo, cuando, por ejemplo, nos reuníamos en su casa, en Florida, al llegar las fiestas de fin de año, podían decir: «Los Baltimore llegan el sábado y los Montclair, el domingo». Pero lo que al principio solo había sido una manera cariñosa de identificarnos se acabó convirtiendo en una forma de expresar la superioridad de los Goldman-de-Baltimore incluso dentro de su propio clan. Los hechos hablaban por sí solos: los Baltimore eran un abogado casado con una médica, y su hijo estaba en el mejor colegio privado de la ciudad. Por parte de los Montclair, mi padre era ingeniero; mi madre, dependienta en la sucursal de Nueva Jersey de una marca neoyorquina de ropa elegante, y yo, un buen alumno en un centro público.
Al pronunciar el léxico familiar, mis abuelos habían terminado asociando la entonación con la preferencia que sentían por la tribu de los Baltimore: cuando salía de su boca, la palabra Baltimore parecía fundida en oro puro, mientras que Montclair lo dibujaban con rastros de babosa. Los elogios eran para los Baltimore; los reproches, para los Montclair. Si el televisor ya no funcionaba, era porque lo había estropeado yo, y si el pan estaba correoso, era porque lo había comprado mi padre. Las hogazas que traía Tío Saul, en cambio, eran de una calidad excepcional, y si el televisor volvía a funcionar, era seguramente porque Hillel lo había arreglado. Incluso en situaciones idénticas, la forma de tratarnos no lo era: cuando una de las familias llegaba tarde a cenar, mis abuelos, si eran los Baltimore, sentenciaban que a los pobres los habían pillado los embotellamientos; pero como fueran los Montclair, les faltaba tiempo para quejarse de los plantones que supuestamente les dábamos de forma sistemática. En todas las situaciones, Baltimore era el no va más de lo bueno y Montclair del podría-estar-mejor. El caviar más exquisito de Montclair nunca estaría a la altura de un bocado de repollo podrido de Baltimore. Y en los restaurantes y los centros comerciales por los que íbamos todos juntos, cuando nos cruzábamos con algún conocido suyo, la abuela hacía las presentaciones:
—Este es mi hijo Saul, es un gran abogado. Su mujer, Anita, es una médica muy importante del Johns Hopkins, y su hijo Hillel, nuestro joven portento.
Cada uno de los Baltimore recibía entonces un apretón de manos y una inclinación. Tras lo cual, la abuela seguía con el recital, señalándonos a mis padres y a mí vagamente con el dedo:
—Y estos son mi hijo pequeño y su familia.
Y a nosotros nos dedicaban un ademán con la cabeza bastante parecido a los que se usan para darles las gracias al aparcacoches o a la asistenta.
La única igualdad perfecta entre los Goldman-de-Baltimore y los Goldman-de-Montclair consistía, durante los años de mi primera juventud, en el número de miembros: tres en ambas familias. Pero aunque en el registro civil los Goldman-de-Baltimore estaban censados oficialmente como tres, quienes llegaron a conocerlos bien os dirán que eran cuatro. Porque rápidamente, mi primo Hillel, con el que yo compartía hasta entonces la tara de ser hijo único, tuvo el privilegio de que la vida le concediera un hermano. Tras los acontecimientos que voy a narrar más adelante, pronto se lo vio, en cualesquiera circunstancias, en compañía de un amigo que podría haber pasado por imaginario si no fuera porque lo conocíamos: Woodrow Finn —al que llamábamos Woody—, más guapo, más alto, más fuerte, capaz de cualquier cosa, muy considerado y siempre dispuesto a ayudar cuando se lo necesitaba.
Woody pronto consiguió entre los Goldman-de-Baltimore el estatus de parte integrante y se convirtió a la vez en uno de los suyos y en uno de los nuestros, un sobrino, un primo, un hijo y un hermano. Su existencia en el seno de esa parte de la familia se hizo evidente de inmediato, hasta el punto de que —símbolo definitivo de su integración— si no aparecía en una reunión familiar, enseguida todo el mundo preguntaba por él. Nos preocupábamos por que no hubiera venido, convirtiendo su presencia, más que en un derecho legítimo, en una necesidad para que la unidad familiar fuera perfecta. Pedidle a cualquiera que haya conocido esa época que nombre a los Goldman-de-Baltimore y mencionará a Woody sin planteárselo siquiera. También en eso ganaban ellos: en el partido de Montclair contra Baltimore, que hasta entonces siempre había ido 3 a 3, en adelante el marcador iba a ser 4 a 3.
Woody, Hillel y yo fuimos los amigos más fieles que darse pueda. En presencia de Woody pasé mis mejores años con los Baltimore, los que vivimos entre 1990 y 1998, época dorada al tiempo que telón de fondo de todo cuanto precedió al Drama. De los diez a los dieciocho años, los tres fuimos absolutamente inseparables. Juntos constituíamos una entidad fraterna de tres caras, una tríada o trinidad a la que nos referíamos muy ufanos como «la Banda de los Goldman». Nos quisimos como pocos hermanos llegan a quererse: nos hicimos unos a otros los juramentos más solemnes, mezclamos nuestra sangre, nos juramos fidelidad y nos prometimos un amor mutuo y eterno. A pesar de todo lo que pasó luego, recordaré siempre esos años como un período excepcional: la epopeya de tres adolescentes felices en un Estados Unidos bendecido por los dioses.
Ir a Baltimore, estar con ellos, eso era todo lo que me importaba. Solo me sentía completo estando ellos presentes. Benditos sean mis padres por haberme concedido, a una edad en la que pocos niños viajan solos, permiso para ir a Baltimore y reunirme con ellos durante largos fines de semana, para ir yo solo a Baltimore y encontrarme con aquellos a quienes tanto quería. Para mí fue el comienzo de una nueva vida, que pautaba el calendario perpetuo de las vacaciones escolares, las jornadas pedagógicas y las conmemoraciones de los héroes americanos. La proximidad de fechas como el Veterans Day, el Martin Luther King Day o el Presidents’ Day me causaba una sensación de alegría inaudita. La emoción de volver a verlos no me dejaba parar. ¡Alabados sean los soldados caídos por la patria, alabado sea el doctor Martin Luther King Jr. por haber sido un hombre tan bueno, alabados sean nuestros presidentes, honrados y valientes, que nos daban vacaciones el tercer lunes de febrero, año tras año!
Para ganar un día, había conseguido que mis padres me dejaran marcharme directamente al salir del colegio. En cuanto acababan las clases, regresaba a casa a la velocidad del rayo para recoger mis cosas. Con la bolsa preparada, esperaba a que mi madre volviese de trabajar para que me llevara a la estación de Newark. Me sentaba en el sillón de la entrada, ya calzado y con la cazadora echada por los hombros, dando pataditas de pura impaciencia. Yo iba adelantado y ella llegaba tarde. Para matar el tiempo, me dedicaba a mirar las fotos de las dos familias dispuestas en el mueble que tenía al lado. Cuanto más sosos nos veía a nosotros, más maravillosos me parecían ellos. Sin embargo, yo tenía una vida privilegiada en Montclair, un bonito barrio periférico de Nueva Jersey, una vida apacible y feliz, a salvo de cualquier necesidad. Pero nuestros coches me parecían menos rutilantes; nuestras conversaciones, menos divertidas; nuestro sol, menos resplandeciente, y nuestro aire, menos puro.
Entonces sonaba la bocina de mi madre. Salía corriendo y me subía al viejo Honda Civic. Ella estaba retocándose la laca de uñas, bebiéndose un café en taza de cartón, comiéndose un sándwich o rellenando un impreso promocional. A veces, todo al mismo tiempo. Estaba elegante, siempre muy bien arreglada. Guapa, maquillada con esmero. Pero cuando volvía de trabajar, todavía llevaba en la chaqueta la chapa con su nombre y, debajo, la indicación que rezaba «a su servicio» y que me parecía tremendamente humillante. Los Baltimore eran los servidos y nosotros, los sirvientes.
Le echaba en cara a mi madre el retraso y ella me pedía disculpas. Yo no la perdonaba y ella me acariciaba el pelo cariñosamente. Me daba un beso, dejándome en la mejilla la marca de la barra de labios que enseguida me limpiaba con un gesto rebosante de amor. Luego me llevaba a la estación donde yo cogía un tren para Baltimore a última hora de la tarde. Por el camino, mi madre me decía que me quería y que ya me estaba echando de menos. Antes de dejarme subir al vagón, me alargaba un cucurucho de papel con unos sándwiches que había comprado en el mismo sitio que el café y me obligaba a prometerle que iba a «portarme bien y ser educado». Me daba un abrazo y aprovechaba para meterme un billete de veinte dólares en el bolsillo, luego me decía:
—Te quiero, cariño.
Entonces me plantaba dos besos en la mejilla, aunque a veces eran tres o cuatro. Decía que con uno no bastaba, aunque a mí me parecía que había más que de sobra. Cuando lo pienso ahora, me guardo rencor por no haberle dejado darme diez besos cada vez que me iba. Me guardo rencor incluso por haberme marchado, dejándola, tantas veces. Me guardo rencor por no haberme acordado lo suficiente de lo efímeras que son las madres y de no haberme repetido más a menudo: quiere a tu madre.
Apenas dos horas de tren y llegaba a la estación central de Baltimore. Por fin podía comenzar la transferencia de familia. Me deshacía del traje de los Montclair, que me venía estrecho, y me envolvía en el tejido opulento de los Baltimore. En el andén, en medio de la noche incipiente, me esperaba ella. La belleza de una reina, el resplandor y la elegancia de una diosa, aquella cuyo recuerdo llenaba a veces, avergonzándome, mis jóvenes noches: mi tía Anita. Corría hasta ella, la abrazaba. Aún siento su mano en el pelo, siento su cuerpo contra mí. Oigo su voz diciéndome:
—Markie, cariño, cuánto me alegro de verte.
No sé por qué, pero la que casi siempre venía a buscarme era ella, sola. Seguramente el motivo sería que Tío Saul solía salir tarde del bufete y que no quería que Hillel y Woody la estorbaran. Yo aprovechaba para volver a verla como si fuera mi novia: unos minutos antes de que llegara el tren, me arreglaba la ropa, me peinaba en el reflejo de la ventanilla y cuando el tren por fin se detenía, me bajaba con el corazón palpitante. Engañaba a mi madre con otra.
Tía Anita conducía un BMW negro que probablemente costaría lo que mis padres ganaban en un año entre los dos. Subir en él era la primera etapa de mi transformación. Renegaba del Civic hecho un caos y me consagraba a la adoración de ese coche enorme, de un lujo y una modernidad escandalosos, en el que dejábamos atrás el centro urbano para dirigirnos a Oak Park, el barrio de postín en el que vivían. Oak Park era un mundo aparte: las aceras eran más anchas, bordeaban las calles árboles inmensos. Las casas eran a cual más grande, las verjas de entrada rivalizaban en arabescos y el tamaño de las vallas era desmesurado. Los transeúntes me parecían más guapos; sus perros, más elegantes; los corredores domingueros, más atléticos. Mientras que en nuestro barrio, en Montclair, yo solo conocía casas acogedoras sin barrera alguna en torno al jardín, en Oak Park, a la inmensa mayoría las protegían setos y tapias. En las calles tranquilas, el servicio de seguridad privado transitaba en coches con luces giratorias naranja y el rótulo Patrulla de Oak Park en la carrocería, velando por la paz de sus habitantes.
Mientras cruzaba Oak Park con Tía Anita, experimentaba la segunda fase de mi transformación: empezar a sentirme superior. Todo me parecía obvio: el coche, el barrio, mi presencia. Los agentes de la patrulla de Oak Park acostumbraban a saludar a los vecinos haciendo un rápido ademán con la mano al cruzarse con ellos, y los vecinos les correspondían. Un ademán para confirmar que todo iba bien y que la tribu de los ricos podía salir a pasear confiadamente. Al cruzarnos con la primera patrulla, el agente hacía un ademán. Anita se lo devolvía y yo me apresuraba a hacer otro tanto. Ahora, yo era uno de los suyos. Al llegar a su casa, Tía Anita anunciaba nuestra llegada con dos bocinazos antes de pulsar un mando a distancia que abría las dos mandíbulas metálicas de la verja de entrada. Se adentraba en la avenida y se metía en el garaje de cuatro plazas. Apenas me bajaba del coche, la puerta de entrada de la casa se abría con un estrépito alegre y ahí estaban ellos, corriendo hacia mí escaleras abajo, Woody y Hillel, esos hermanos que la vida nunca había querido darme. En todas las ocasiones entraba en la casa con mirada embelesada: todo era bonito, lujoso, colosal. Su garaje era tan grande como nuestro salón. Su cocina era tan grande como nuestra casa. Sus cuartos de baño eran tan grandes como nuestros dormitorios y tenían dormitorios suficientes para albergar a varias generaciones nuestras.
Cada estancia allí era mejor que la anterior y no hacía sino aumentar aún más la admiración que sentía por mis tíos, y sobre todo la química perfecta de la Banda que formábamos Hillel, Woody y yo. Eran como sangre de mi sangre y carne de mi carne. Nos gustaban los mismos deportes, los mismos actores, las mismas películas, las mismas chicas, y no porque nos hubiésemos puesto de acuerdo o lo hubiésemos consensuado, sino porque cada uno era la prolongación del otro. Desafiábamos a la naturaleza y la ciencia: los árboles de nuestros ancestros no compartían el mismo tronco pero nuestras secuencias genéticas seguían, sin embargo, las mismas vueltas y revueltas. A veces íbamos a visitar al padre de Tía Anita, que vivía en una residencia de ancianos —la «Casa de los muertos», así la llamábamos— y me acuerdo de que sus amigos un poco seniles o con la memoria deshilachada hacían constantemente preguntas sobre la identidad de Woody, confundiéndonos a unos con otros. Lo señalaban con sus dedos retorcidos y hacían sin reparos la eterna pregunta: «¿Este es un Goldman-de-Baltimore o un Goldman-de-Montclair?». Si la que respondía era Tía Anita, les explicaba: «Es Woodrow, el amigo de Hill. Es ese crío que acogimos. Es tan encantador». Antes de decir eso, siempre comprobaba que Woody no estaba en la misma habitación para no violentarlo, aunque por el sonido de su voz se comprendía inmediatamente que estaba dispuesta a quererlo como a su propio hijo. Para esa misma pregunta, Woody, Hillel y yo teníamos una respuesta que nos parecía la que más se aproximaba a la realidad. Y cuando, durante esos inviernos, en los pasillos donde flotaban los extraños olores de la vejez, esas manos arrugadas nos retenían agarrándonos por la ropa y nos obligaban a dar nuestros nombres para colmar la inevitable erosión de su cerebro enfermo, respondíamos: «Soy uno de los tres primos Goldman».
*
Me interrumpió a media tarde mi vecino Leo Horowitz. Le preocupaba no haberme visto en todo el día y venía a asegurarse de que todo iba bien.
—Todo va bien, Leo —lo tranquilicé desde el umbral.
Le debió de parecer raro que no le dejase pasar y sospechó que le ocultaba algo.
—¿Está usted seguro? —preguntó una vez más con tono curioso.
—Por completo. No pasa nada especial. Estoy trabajando.
De repente, vio que detrás de mí aparecía Duke, que se había despertado y quería ver qué sucedía. Se le pusieron unos ojos como platos.
—Marcus, ¿qué hace ese perro en su casa?
Agaché la cabeza, avergonzado.
—Lo he cogido prestado.
—¿Que lo ha qué?
Le indiqué por señas que entrara rápidamente y volví a cerrar la puerta a su espalda. Nadie podía ver a ese perro en mi casa.
—Quería ir a ver a Alexandra —le expliqué— y vi que el perro salía de la finca. Me dije que podría traérmelo aquí, quedarme con él durante el día y devolverlo por la noche haciéndole creer que había vuelto a mi casa por propia voluntad.
—Está usted mal de la cabeza, hombre de Dios. Eso es robar en el sentido más estricto de la palabra.
—Es un préstamo, no tengo intención de quedarme con él. Solo lo necesito durante unas horas.
Mientras me escuchaba, Leo se dirigió a la cocina, se sirvió agua, sin preguntarme nada, de una botella de la nevera y se sentó delante de la barra. Estaba encantado del giro excepcionalmente entretenido que estaba tomando el día. Me sugirió con expresión radiante:
—¿Y si empezáramos echando una partidita de ajedrez? Así se relaja.
—No, Leo, la verdad es que ahora no tengo tiempo para eso.
Se puso serio y se volvió hacia el perro, que lamía ruidosamente el agua de una cazuela puesta en el suelo.
—Entonces, explíquemelo, Marcus: ¿por qué necesita a este perro?
—Para tener un buen motivo para volver a ver a Alexandra.
—Eso ya lo había entendido. Pero ¿por qué necesita una razón para ir a verla? ¿No puede, sencillamente, ir a saludarla como una persona civilizada, en lugar de secuestrarle al perro?
—Me ha pedido que no intente volver a verla.
—¿Y por qué ha hecho eso?
—Porque corté con ella. Hace ocho años.
—Demonios. En efecto, no se portó usted muy bien que digamos. ¿Ya no la quería?
—Todo lo contrario.
—Pero cortó con ella.
—Sí.
—¿Por qué?
—Por culpa del Drama.
—¿Qué Drama?
—Es una larga historia.
*
Baltimore
Década de 1990
Los momentos de felicidad con los Goldman-de-Baltimore los contrarrestaban dos ocasiones al año, cuando las dos familias se reunían: en Acción de Gracias, en casa de los Baltimore, y durante las vacaciones de invierno en Miami, en Florida, en casa de los abuelos. Desde mi punto de vista, aquellas citas familiares tenían más de partido de fútbol que de reencuentro. En un lado del campo, los Montclair; en otro, los Baltimore, y en el centro, los abuelos Goldman, que ejercían de árbitros y contaban los goles.
Acción de Gracias era la fecha de la coronación anual de los Baltimore. La familia se reunía en su casa inmensa y lujosa de Oak Park donde todo era perfecto, de principio a fin. Yo dormía, en el colmo de la dicha, en el cuarto de Hillel, y Woody, que ocupaba el dormitorio contiguo, arrastraba el colchón hasta nuestro cuarto para no estar separados y compartir incluso el mismo sueño. Mis padres ocupaban una de las habitaciones de invitados con baño y mis abuelos, la otra.
Era Tío Saul quien iba a buscar a los abuelos al aeropuerto, y durante la primera hora posterior a su llegada a casa de los Baltimore la conversación giraba en torno a lo cómodo que era el coche.
—¡Tenéis que verlo! —exclamaba la abuela—, ¡de verdad que es apabullante! ¡Espacio para las piernas como en ningún otro sitio! Me acuerdo de haber subido en tu coche, Nathan [mi padre], pensando: ¡una y no más! ¡Y qué sucio, por Dios! ¿Tanto cuesta pasarle la aspiradora? El de Saul está como nuevo. El cuero de los asientos está perfecto, se nota que lo cuidan con mucho mimo.
Y cuando ya no le quedaba nada que decir del coche, se hacía lenguas de la casa. Exploraba todos los pasillos, como si fuera la primera vez que la visitaba, y se maravillaba del buen gusto de la decoración, de la calidad de los muebles, del suelo con calefacción radiante, de la limpieza, de las flores y de las velas que perfumaban las estancias.
Durante la comida de Acción de Gracias no dejaba de celebrar la perfección de los platos. A cada bocado emitía sonidos entusiastas. Cierto es que la comida era suntuosa: sopa de calabaza castaña, un pavo tiernísimo asado con jarabe de arce y salsa a la pimienta, macarrones con queso, pastel de calabaza, puré de patata cremoso, tallos de acelga suculentos y judías finísimas. Los postres no se quedaban atrás: mousse de chocolate, tarta de queso, tarta de pacanas y tarta de manzana con una masa fina y crujiente. Después de la comida y el café, Tío Saul sacaba a la mesa botellas de licores fuertes cuyos nombres, a la sazón, no me decían nada, pero recuerdo que el abuelo cogía las botellas como si fueran de una poción mágica y se extasiaba con el nombre, la añada o el color, mientras que la abuela le daba un último repaso a la calidad de la comida y, por extensión, a la de la casa y la vida de sus dueños, antes de alcanzar la apoteosis final (que siempre era la misma): «Saul, Anita, Hillel y Woody, queridos míos: gracias, ha sido extraordinario».
Me hubiese gustado que vinieran ella y el abuelo a pasar una temporada a Montclair para poder demostrarles de lo que éramos capaces nosotros. Se lo pedí una vez, con la suficiencia de los diez años de edad.
—Abuela, ¿por qué no venís alguna vez el abuelo y tú a dormir a casa, a Montclair?
Pero me contestó:
—Ya no podemos ir a tu casa, ¿sabes, cariño? No es lo bastante grande ni lo bastante cómoda.
La segunda gran reunión anual de los Goldman acontecía en Miami, con motivo de las fiestas de fin de año. Hasta que cumplimos los trece, los abuelos Goldman vivían en un piso lo bastante grande para alojar a las dos familias y pasábamos una semana todos juntos, sin separarnos ni un momento. Aquellas temporadas en Florida eran para mí la ocasión de comprobar cuantísimo admiraban los abuelos a los Baltimore, aquellos marcianos formidables que, en el fondo, no tenían nada en común con el resto de la familia. Podía ver los rasgos de parentesco evidentes entre mi abuelo y mi padre. Se parecían físicamente, tenían las mismas manías y padecían ambos del síndrome del colon irritable, sobre el que se podían tirar horas hablando. El colon irritable era uno de los temas de conversación favoritos del abuelo. Recuerdo a mi abuelo como un hombre amable, distraído, cariñoso y, sobre todo, estreñido. Se iba a evacuar como quien se va a la estación. Con el periódico debajo del brazo, nos anunciaba:
—Voy al retrete.
Le daba a la abuela un besito de despedida en los labios y ella le decía:
—Hasta ahora, cariño mío.
Al abuelo le preocupaba que algún día a mí también me afectara ese mal de los Goldman-de-fuera-de-Baltimore: el famoso colon irritable. Tenía que prometerle que comería muchas verduras fibrosas y que nunca me iba a contener si tenía necesidad de «hacer aguas mayores». Por la mañana, mientras Woody y Hillel se atiborraban de cereales azucarados, el abuelo me obligaba a atiborrarme de All-Bran. Era el único al que obligaban a comer eso, lo que demostraba que los Baltimore debían de tener enzimas adicionales de las que los demás carecíamos. El abuelo me hablaba de los problemas digestivos que me esperaban por ser hijo de mi padre:
—Pobrecito Marcus, tu padre tiene el colon como yo. Ya verás como tú tampoco te libras. Come mucha fibra, hijo, eso es lo más importante. Tienes que empezar ya a cuidarte el sistema.
Se quedaba detrás de mí mientras me zampaba los All-Bran y me ponía en el hombro una mano llena de empatía. Obviamente, a base de comer tanta fibra, me pasaba la vida en el baño y cuando salía, el abuelo cruzaba una mirada conmigo, como diciéndome: «Tú también lo tienes, muchacho. Estás jodido». Aquella historia del colon me tenía obsesionado. Consultaba regularmente los diccionarios médicos de la biblioteca municipal, acechando con aprensión los primeros síntomas de la enfermedad. Me decía que si no la padecía, era porque quizá fuera diferente, diferente como un Baltimore. Porque en el fondo, los abuelos se identificaban con mi padre, pero a quien reverenciaban era a Tío Saul. Y yo era el hijo de uno, pero lamentaba a menudo no haber sido hijo del otro.
Esa mezcla de Montclair y Baltimore era lo que me hacía darme cuenta realmente del profundo abismo que escindía mi vida en dos: una vida oficial, un Goldman-de-Montclair, y una vida confidencial, un Goldman-de-Baltimore. De mi segundo nombre, Philip, conservaba la inicial y en los cuadernos y deberes escolares escribía «Marcus P. Goldman». Luego le añadía una curva a la P que se transformaba en Marcus B. Goldman. Yo era la P que a veces se transformaba en B. Y la vida, como si quisiera darme la razón, a veces me hacía curiosas jugarretas: cuando estaba en Baltimore sin mis padres, me sentía como uno de ellos. Si Hillel, Woody y yo íbamos por el barrio, los agentes de la patrulla nos saludaban y nos llamaban por nuestro nombre. Pero cuando iba a Baltimore con mis padres para celebrar Acción de Gracias, recuerdo la vergüenza que me embargaba al enfilar las primeras calles de Oak Park a bordo de nuestro coche viejo, en cuyo parachoques estaba escrito que no pertenecíamos a la dinastía de los Goldman de allí. Si nos cruzábamos con una patrulla de seguridad, le hacía la seña secreta de los iniciados y mi madre, que no entendía nada, me regañaba:
—Pero bueno, Markie, ¿quieres parar de hacer el imbécil y no hacerle más señales estúpidas a ese agente?
El colmo de lo horrible era cuando nos perdíamos por Oak Park, cuyas calles circulares solían inducir a error. Mi madre se ponía nerviosa y mi padre se paraba en medio de algún cruce y empezaban a discutir sobre qué dirección era la correcta hasta que se presentaba una patrulla para ver qué se tramaba en ese coche abollado y, por tanto, sospechoso. Mi padre explicaba por qué estábamos allí mientras yo hacía la seña de la cofradía secreta para que el agente no pensase que podía existir algún vínculo familiar entre aquellos dos forasteros y yo. Podía ocurrir que el agente se limitase a indicarnos el camino, pero, a veces, se ponía suspicaz y nos escoltaba hasta la casa de los Goldman para asegurarse de que llevábamos buenas intenciones. Tío Saul, al vernos llegar, salía enseguida.
—Buenas, señor Goldman —decía el agente—, siento molestarlo pero solo quería asegurarme de que está usted en efecto esperando a estas personas.
—Gracias, Matt (o cualquier otro nombre, según el que figurase en la chapa, mi tío siempre llamaba a la gente por el nombre que figuraba en la chapa en los restaurantes, los cines o el peaje de la autopista). Sí, está todo en orden, gracias, todo va bien.
Decía: todo va bien. No decía: Matt, so patán, ¿cómo has podido desconfiar de mi propia sangre, de la carne de mi carne, de mi hermano del alma? El zar habría mandado que empalasen al guardia que hubiese tratado así a los miembros de su familia. Pero en Oak Park, Tío Saul felicitaba a Matt como quien recompensa a un buen perro guardián por haber ladrado, para tener la seguridad de que ladrará siempre. Y cuando el agente se estaba yendo, mi madre decía: «Eso, venga, lárguese, ya ha visto que no somos unos bandidos», mientras mi padre le rogaba que se callase y que no nos pusiera en evidencia. Solo éramos unos invitados.
En el patrimonio de los Baltimore, solo había un lugar a salvo de la contaminación de los Montclair: la casa de vacaciones de los Hamptons, donde mis padres tenían el buen gusto de no haber ido jamás —al menos estando yo delante—. Para quien no sepa en qué se han convertido los Hamptons desde la década de 1980, se trataba de un lugar pequeño y tranquilo de la costa oceánica a las puertas de la ciudad de Nueva York que acabó siendo uno de los destinos de vacaciones de mayor postín de la Costa Este. Así pues, la casa de los Hamptons había conocido varias vidas sucesivas y Tío Saul nunca dejaba de contar que cuando compró aquella casucha de madera en East Hampton por una miseria, todo el mundo se burló de él asegurándole que había hecho la peor inversión de su vida. No contaban con el boom de Wall Street de la década de 1980, que anunciaba el inicio de la edad de oro de una generación de operadores financieros: las fortunas recientes tomaron por asalto los Hamptons, la región se aburguesó de la noche a la mañana y su valor inmobiliario se disparó.
Yo era muy pequeño para acordarme, pero me han contado que a medida que Tío Saul ganaba casos, la casa iba mejorando poco a poco hasta el día en que la tiraron abajo para construir en su lugar una casa nueva, magnífica, rebosante de encanto y comodidades. Amplia, luminosa, sabiamente cubierta de hiedra y con una terraza en la parte de atrás rodeada de matas de hortensias azules y blancas, además de la piscina y el cenador cubierto de aristoloquia en el que comíamos.
Después de Baltimore y Miami, los Hamptons eran la conclusión del tríptico geográfico anual de la Banda de los Goldman. Todos los años, mis padres me daban permiso para pasar allí el mes de julio. Fue allí, en la casa de vacaciones de mis tíos, donde pasé los veranos más felices de mi juventud en compañía de Woody y Hillel. También fue allí donde se plantaron las semillas del Drama que iba a sacudirlos. Aun así, conservo de aquellas estancias un recuerdo de felicidad plena. De aquellos veranos bienaventurados recuerdo días idénticos en los que flotaba el aroma de la inmortalidad. ¿Que qué hacíamos allí? Vivíamos nuestra juventud triunfal. Nos dedicábamos a domar el océano. A cazar chicas como si fueran mariposas. A pescar. A buscar rocas desde las que zambullirnos en el océano y medirnos con la vida.
El lugar que más nos gustaba de todos era la finca de un matrimonio adorable, Seth y Jane Clark, de edad relativamente avanzada y sin hijos, muy ricos —creo que él tenía fondos de inversión en Nueva York—, con los que Tío Saul y Tía Anita se habían encariñado a lo largo de los años. Su finca, llamada El Paraíso en la Tierra, se encontraba a una milla de la casa de los Baltimore. Era un lugar fabuloso: recuerdo el parque frondoso, los árboles de Judas, los macizos de rosales y la fuente con cascada. Detrás de la casa había una piscina a cuyo pie se extendía una playa privada de arena blanca. Los Clark nos dejaban disfrutar de la finca cuanto queríamos y siempre estábamos metidos en su casa, zambulléndonos en la piscina o nadando en el océano. Tenían incluso un bote amarrado a un embarcadero de madera que utilizábamos de vez en cuando para recorrer la bahía. Para agradecerles a los Clark que fueran tan amables, solíamos hacerles favorcillos, sobre todo tareas de jardinería, que se nos daban especialmente bien por motivos que explicaré más adelante.
En los Hamptons perdíamos la cuenta de la fecha y los días. Quizá fue eso lo que me engañó: aquella sensación de que todo duraría para siempre. De que duraríamos para siempre. Como si en ese lugar mágico, en las calles y en las casas, la gente pudiera zafarse del tiempo y sus estragos.
Me acuerdo de la mesa que había en la terraza de la casa, donde Tío Saul había montado lo que llamaba su «despacho». Justo al lado de la piscina. Después de desayunar, disponía allí sus expedientes, se llevaba el teléfono y trabajaba por lo menos hasta mediodía. Sin romper el secreto profesional, nos hablaba de los casos que llevaba. Me fascinaban sus explicaciones. Le preguntábamos cómo tenía previsto ganar y contestaba:
—Voy a ganar porque es lo que debo hacer. Los Goldman no pierden nunca.
Nos preguntaba lo que haríamos si estuviésemos en su lugar. Nosotros nos imaginábamos entonces que éramos tres ilustres letrados y berreábamos todas las ideas que se nos pasaban por la cabeza. Él sonreía y nos decía que íbamos a ser unos abogados estupendos y que algún día podríamos trabajar en su bufete. Y, según lo decía, yo me ponía a fantasear.
Meses después, al pasar por Baltimore, encontraba los recortes de prensa referidos a los casos que había preparado en los Hamptons y que Tía Anita conservaba como oro en paño. Tío Saul había ganado. Toda la prensa hablaba de él. Todavía me acuerdo de algunos titulares:
El invencible Goldman
Saul Goldman, el abogado que nunca pierde
Goldman ataca de nuevo
Podía decirse que nunca había perdido un caso. Y enterarme de aquellas victorias reafirmaba aún más la pasión que sentía por él. Era el mejor tío y el mejor abogado que darse pueda.
*
Ya estaba atardeciendo cuando desperté a Duke en plena siesta para llevarlo de vuelta a su casa. Se encontraba bien en la mía y me dejó claro que no le apetecía demasiado moverse. Tuve que arrastrarlo hasta el coche, que estaba delante de la casa, y cogerlo en brazos para meterlo en el maletero. Leo me observaba, regocijado, desde el porche de su casa.
—Buena suerte, Marcus. Estoy convencido de que si no quiere volver a verlo, eso significa que lo quiere mucho.
Conduje hasta casa de Kevin Legendre y llamé al telefonillo.