13.

En Boca Ratón, después de haber sorprendido a ese hombre al volante de la furgoneta negra, Leo y yo nos pasamos dos noches vigilando la calle, escondidos en la cocina de mi casa. En la oscuridad, escudriñábamos el menor movimiento sospechoso. Pero aparte de una vecina que salía a hacer jogging en mitad de la noche, de una patrulla de policía que pasaba a intervalos regulares y de los mapaches que fueron a saquear los cubos de basura que estaban en la calle, no pasó nada.

Leo tomaba notas.

—¿Qué es lo que escribe? —le pregunté susurrando.

—¿Por qué susurra?

—No lo sé. ¿Qué es lo que escribe?

—Los detalles sospechosos. La loca que corre, los mapaches…

—Pues anote los policías, ya que está.

—Ya lo he hecho. Sabe, muchas veces el culpable es el poli. Sería una buena novela. ¿Quién sabe dónde nos llevará esto?

No nos llevó a ninguna parte. No hubo ya señales de vida de la furgoneta ni del conductor. Me preocupaba no saber qué había ido a buscar. ¿Iría a por Alexandra? ¿Debería yo ponerla sobre aviso?

Aunque no tardaría en saber quién era.

Sucedió a finales del mes de marzo de 2012, aproximadamente un mes y medio después de que me instalara en Boca Ratón.

*

Baltimore

1994

A medida que avanzaba la temporada, Hillel y Scott se fueron integrando cada vez más en los Gatos Salvajes. Estaban presentes en todos los entrenamientos y se cambiaban en el vestuario con los jugadores para ponerse el chándal antes de ocupar su banco de observación. Los días que jugaban fuera, viajaban en el autobús con el equipo, vestidos con traje y corbata como todos los demás. Esa omnipresencia suya junto al equipo los convirtió rápidamente en miembros de pleno derecho. Bendham, a quien conmovía tanta entrega, quiso otorgarles un papel más oficial ofreciéndoles que se encargaran del material. La prueba no duró más de un cuarto de hora: Hillel tenía los brazos demasiado débiles y Scott se quedaba sin aliento.

Entonces los sentó en el banquillo de los entrenadores y les sugirió que les dieran consejos a los jugadores. Así lo hicieron, analizando la forma de jugar de cada uno con una precisión poco corriente. Luego iban llamando por turno a los chicos, que acudían a ellos como si fueran el Oráculo de Delfos.

—Despilfarras la energía corriendo como un caballo cuando no hace falta. Mantente en tu puesto y muévete cuando la acción vaya hacia ti.

Todos aquellos gigantes con casco los escuchaban atentamente. Hillel y Scott se convirtieron en los primeros y los únicos alumnos de la historia del instituto Buckerey en llevar la cazadora ocre y negra de los Gatos Salvajes sin pertenecer oficialmente al equipo. Y cuando al final de un entrenamiento el entrenador soltaba un «Buen trabajo, Goldman», Woody y Hillel se volvían al mismo tiempo y respondían como un solo hombre:

—Gracias, entrenador.

Muy pronto, durante la cena, en casa de los Goldman-de-Baltimore solo se habló de fútbol. Cuando volvían del entrenamiento, Woody y Hillel contaban con todo lujo de detalles las proezas del día.

—Y al margen de esto —preguntaba Tía Anita—, ¿qué tal van las clases?

—Bien —contestaba Woody—. No es que sea fácil, pero Hillel me echa una mano. Él no necesita estudiar, lo entiende todo a la primera.

—Yo me aburro un poco, papi —explicaba a menudo Hillel—. El instituto no es para nada como me lo imaginaba.

—¿Y cómo te imaginabas que era?

—No lo sé. Más estimulante, quizá. Pero bueno, por suerte está el fútbol.

Aquel año, los Gatos Salvajes de Buckerey llegaron a los cuartos de final del campeonato. A la vuelta de las vacaciones de invierno, como la temporada de fútbol había terminado, Woody, Hillel y Scott se buscaron otro entretenimiento. A Scott le gustaba el teatro. Y daba la casualidad de que era una actividad recomendable para su problema de respiración. Se apuntaron a las clases de arte dramático que impartía la señorita Anderson, su profesora de Literatura, una mujer joven y extremadamente amable.

Hillel tenía un talento natural para guiar a las personas. En el campo de fútbol era entrenador y en el escenario se convirtió en director. Le propuso a la señorita Anderson montar una adaptación de De ratones y hombres, cosa que ella aceptó entusiasmada. Y ahí fue donde empezaron de nuevo los problemas.

Hillel decidió el reparto después de organizar una audición trucada entre los asistentes a las clases. A Scott, para mayor alegría suya, le asignó el papel de George y a Woody, el de Lennie.

—Tú interpretas al retrasado —le explicó Hillel a Woody.

—Eh, yo no quiero un papel de retrasado… Señorita Anderson, ¿no se lo puede dar a otro? Además, a mí estas cosas se me dan fatal. Lo mío es el fútbol.

—Cierra el pico, Lennie —le ordenó Hillel—. Coge tu texto y vamos a ensayar. Venga, todo el mundo en posición.

Pero después del primer ensayo, varios padres se quejaron al director del contenido del texto que se pretendía que interpretasen los alumnos. El señor Burdon les dio la razón y le pidió a la señorita Anderson que eligiera un texto más adecuado. Furioso, Hillel se fue a ver al director a su despacho para pedirle explicaciones.

—¿Por qué le ha prohibido a la señorita Anderson que representemos De ratones y hombres?

—Varios padres de alumnos se han quejado de la obra y creo que tienen razón.

—Tengo curiosidad por saber por qué se han quejado.

—El texto está lleno de palabrotas y lo sabes muy bien. Vamos, Hillel, ¿de verdad quieres que una función que se supone que tiene que ser el orgullo del colegio sea un compendio de jerga y blasfemias soeces?

—¡Pero es que es John Steinbeck, caramba! ¿Es que está completamente loco, señor director?

Burdon lo fulminó con la mirada.

—El que está loco eres tú, Hillel, por atreverte a hablarme en ese tono. Pero te voy a hacer el inmenso favor de fingir que no he oído nada.

—¡Pero bueno, no puede prohibir un texto de Steinbeck!

—De Steinbeck o de otro, me niego a que ese libro espantoso y provocador se lea en este centro.

—¡Pues entonces, menuda birria de centro!

Hillel, furioso, decidió dejar las clases de arte dramático. Estaba enfadado con Burdon, con lo que representaba, con el instituto. Volvió a tener el aspecto triste de sus peores momentos en Oak Tree, se sentía deprimido. Los resultados escolares empezaron a ser catastróficos y la señorita Anderson llamó a sus padres. A Tía Anita y Tío Saul los pilló desprevenidos y descubrieron a un Hillel muy distinto al niño luminoso que podía llegar a ser. El colegio había dejado de interesarle, era insolente con los profesores y sacaba una mala nota tras otra.

—Creo que no atiende porque no está motivado —explicó amablemente la señorita Anderson.

—Y entonces, ¿qué hacemos?

—Hillel es inteligentísimo, de verdad. Le interesan muchísimas cosas. Sabe mucho más que la mayoría de sus compañeros. La semana pasada intenté, con mucho esfuerzo, explicar en clase las bases del federalismo y el funcionamiento del Estado estadounidense. Pues él ya se sabe la política de corrido y me hacía comparaciones con la Grecia antigua.

—Sí, le encanta la Antigüedad —comentó con sonrisa agridulce Tía Anita.

—Señores Goldman, Hillel tiene catorce años y lee libros sobre el Derecho Romano…

—¿Qué está intentando decirnos? —preguntó Tío Saul.

—Que es probable que Hillel fuera mucho más feliz en un colegio privado. Con un programa a su medida. Sería mucho más estimulante para él.

—Pero si viene de uno… Además, nunca aceptará separarse de Woody.

Tío Saul y Tía Anita intentaron hablar con él para entender lo que pasaba.

—El problema es que creo que soy un negado —dijo Hillel.

—Pero ¿cómo puedes decir algo así?

—Porque no consigo hacer nada. No consigo concentrarme en absoluto. Aunque quisiera, no lo conseguiría. No entiendo nada en clase, estoy totalmente perdido.

—¿Qué es eso de que «no entiendes nada»? ¡Pero hombre, Hillel, si eres un chico inteligentísimo! Tienes que encontrar los medios para conseguirlo.

—Prometo que intentaré esforzarme —contestó Hillel.

Tía Anita y Tío Saul también pidieron una entrevista con el señor Burdon.

—Puede que Hillel se aburra en clase —dijo Burdon—, pero sobre todo, lo que le pasa a Hillel ¡es que es un llorica al que no le gusta que le lleven la contraria! Empezó a ir a la clase de teatro y, de repente, lo manda todo a paseo.

—Lo dejó porque usted le censuró la obra…

—¿Que la «censuré»? ¡Pfff! Querido señor Goldman, de tal palo tal astilla, me parece estar oyendo a su hijo. Que sean de Steinbeck o de cualquier otro, las groserías no pintan nada en una función de instituto. Ya se nota que no es a usted a quien luego se le echan encima los padres. ¡Lo único que tenía que hacer Hillel era elegir una obra más adecuada! ¿Quién quiere representar a Steinbeck a los catorce años?

—Es posible que Hillel sea un chico adelantado para su edad —sugirió Tía Anita.

—Ya, ya, ya —respondió Burdon con un suspiro—, esa historia me la sé: «Mi hijo es tan inteligente que casi parece que es retrasado». Me la cuentan constantemente, ¿sabe? «Mi hijo es muy peculiar y bla, bla, bla…» y «necesita que le hagan caso y bla, bla, bla…». La verdad es que estamos en un centro público, señores Goldman, y que en los centros públicos a todo el mundo se lo mete en el mismo saco. No podemos empezar a dar consignas nuevas para Fulano, aunque los motivos sean buenos. ¿Se imaginan que cada alumno tuviera su propio programa a medida porque es «peculiar»? Bastante tengo ya en el comedor con esa pesadez de hindúes, de judíos y de musulmanes que no pueden comer como todo el mundo.

—Entonces, ¿qué sugiere usted? —preguntó Tío Saul.

—Pues que Hillel quizá tenga que estudiar más, así de fácil. No saben la de niños que he tenido en este centro cuyos padres estaban convencidos de que eran unos genios y a los que, años más tarde, me los he vuelto a encontrar trabajando de cajeros en una estación de servicio.

—¿Qué problema hay con la gente que trabaja en las estaciones de servicio? —preguntó Tío Saul.

—¡Ninguno, ninguno! Qué barbaridad, no puede uno decir nada. ¡Pero qué agresivos son en esta familia! Lo único que digo es que Hillel lo que debería hacer es estudiar en lugar de creerse que ya lo sabe todo y que es más listo que todos los profesores juntos. Si saca malas notas, es porque no estudia bastante, y sanseacabó.

—Pues claro que no estudia bastante, señor Burdon —explicó Tía Anita—. Ese es el problema y por eso estamos aquí. No estudia porque se aburre. Necesita que lo estimulen. Necesita que lo animen. Que le den un empujón. Está malgastando todo el potencial que tiene…

—Señores Goldman, he estado mirando detenidamente sus notas. Entiendo que les cueste aceptarlo pero, en general, cuando uno saca malas notas, significa que no es muy inteligente.

—Le informo de que estoy oyendo todo lo que dice, señor Burdon —comentó Hillel, que estaba presente en la conversación.

—¡Ya vuelve a la carga el muy insolente! ¡Es que no sabe quedarse callado, el niño este! Hillel, ahora con quien estoy hablando es con tus padres. ¿Sabes? Si este es el comportamiento que tienes con tus profesores, no me extraña que les caigas tan mal a todos. En cuanto a ustedes, señores Goldman, ya me suena la cantinela esa de «mi niño tiene malas notas porque es superdotado» y siento mucho comunicarles que eso se llama negación. ¡A los superdotados aquí ni les vemos el pelo porque a los doce años ya se están licenciando en Harvard!

Woody decidió tomar cartas en el asunto y volver a motivar a Hillel dejándole hacer lo que mejor se le daba: entrenar al equipo de fútbol. Fuera de temporada, no había entrenamientos periódicos porque lo prohibía el reglamento de la Liga. Pero nada impedía a los jugadores reunirse por su cuenta para hacer ejercicios colectivos. De modo que, a petición de Woody, todo el equipo empezó a reunirse dos veces semanales para entrenar a las órdenes de Hillel, al que ayudaba Scott. El objetivo de esa preparación era ganar el campeonato del otoño siguiente y, según iban pasando las semanas, los jugadores ya se veían enarbolando el trofeo, todos, incluido Scott, que un día le confesó a Hillel:

—Hill, me gustaría jugar. No me gusta ser entrenador. Me gustaría jugar al fútbol. Yo también quiero estar en el campo el curso que viene. Me gustaría formar parte del equipo.

Hillel lo miró, consternado.

—Pero Scott, tus padres jamás lo aprobarán.

Scott puso cara afligida, se sentó en el césped y empezó a arrancar briznas de hierba. Hillel se sentó a su lado y le pasó el brazo por los hombros.

—No te preocupes —le dijo—. Encontraremos una solución. Basta con que tengas cuidado, como nos dijo tu padre. Beber mucho, hacer descansos y lavarte las manos.

Y así fue como Scott se unió oficialmente al equipo no oficial de los Gatos Salvajes. Calentaba como podía y participaba en algunos ejercicios. Pero enseguida se quedaba sin resuello. Soñaba con jugar de alero: recibir el balón en las 50 yardas, hacer un esprint espectacular, atravesar la defensa del adversario y marcar un touchdown. Y con que el resto del equipo lo llevara a hombros, con oír al estadio gritar su nombre. Hillel le asignó la posición de lateral, pero era obvio que no podía correr más de diez metros. Así que decidieron adoptar un método nuevo: pondrían a Scott en una carretilla y un jugador lo empujaría hasta la línea de anotación, donde volcaría la carretilla para que Scott, al entrar en contacto con el suelo abrazado al balón, marcara un touchdown. Esa nueva maniobra, llamada «carretilla», tuvo un éxito rotundo dentro del equipo. Muy pronto dedicaron parte del entrenamiento a que los jugadores se empujaran unos a otros en carretilla, lo que mejoró muchísimo su esprint, pues cuando corrían sin carretilla parecían auténticos cohetes.

Nunca tuve la suerte de ver con mis propios ojos una «carretilla». Pero debía de ser un espectáculo fascinante, porque los alumnos de Buckerey no tardaron en acudir en masa a los entrenamientos, a los que antes apenas asistían unas pocas admiradoras. Hillel les ordenaba a los jugadores ejecutar algunas maniobras y de repente, a una señal suya, surgiendo de la nada, uno de los jugadores más corpulentos —a menudo Woody— cruzaba el campo empujando a Scott, que iba metido en su carretilla como un señor. El quarterback le lanzaba el balón desde el fondo del campo: el que empujaba tenía que ser excepcionalmente ágil y fuerte para conseguir que Scott cogiera el balón y luego seguir hasta la línea de anotación zigzagueando y esquivando a los defensas, que no se andaban con chiquitas al interceptar violentamente a Woody, la carretilla y Scott. Pero cuando la carretilla llegaba a la línea de anotación y Scott, tirándose al suelo, marcaba el touchdown, el público lanzaba alaridos de alegría. Y todos gritaban:

—¡Carretilla! ¡Carretilla!

Y Scott se levantaba, recibía primero las felicitaciones de sus compañeros y luego iba a saludar y a celebrar el tanto con su séquito de admiradores, cada vez más nutrido. Por último, se retiraba a beber, a respirar y a lavarse las manos.

Esos meses de entrenamiento fueron los más felices de la escolaridad de la Banda de los Goldman reconstituida. Woody, Hillel y Scott eran las estrellas del equipo de fútbol y el orgullo del instituto. Hasta aquel día de primavera, poco después de Pascua, en que Gillian Neville, que estaba esperando a su hijo en el aparcamiento del instituto, se sorprendió al oír a una multitud gritando de alegría. Scott acababa de marcar un touchdown. Gillian fue hasta el campo de fútbol para ver qué sucedía y se encontró con su hijo, vestido con prendas desparejadas del uniforme de fútbol y metido en una carretilla. Se puso a pegar alaridos:

—¡Scott, por todos los santos! ¿Qué haces ahí, Scott?

Woody se paró en seco. Los jugadores se inmovilizaron, el público enmudeció. Se hizo un silencio de muerte.

—¿Mamá? —dijo Scott levantándose el casco.

—¿Scott? Me habías dicho que estabas en clase de ajedrez…

Scott agachó la cabeza y se bajó de la carretilla.

—Era mentira, mamá. Lo siento…

Gillian corrió hacia su hijo y lo abrazó, intentando contener los sollozos.

—Scott, no me hagas esto. Por favor, no me hagas esto. Sabes el miedo que tengo a que te pase algo.

—Ya lo sé, no quería preocuparte. En realidad, no estábamos haciendo nada malo.

Gillian Neville alzó la mirada y vio a Hillel, con un bloc de notas en la mano y un silbato colgado del cuello.

—¡Hillel! —gritó yendo hacia él—. ¡Me lo prometiste!

Y, perdiendo la compostura, se abalanzó sobre él y le soltó una sonora bofetada.

—¿Es que no entiendes que vas a matar a Scott con tus idioteces?

A Hillel el golpe lo dejó impactado.

—¿Dónde está el entrenador? —vociferó Gillian—. ¿Dónde está el señor Bendham? ¿Por lo menos está enterado de lo que hacéis?

Esas fueron las primicias del escándalo. Se avisó a Burdon y el asunto pasó a la jurisdicción del distrito escolar de Maryland. Burdon reunió en su despacho al entrenador, a Scott y a sus padres, a Hillel, a Tío Saul y a Tía Anita.

—¿Sabía usted que sus jugadores organizan entrenamientos? —le preguntó el director a Bendham.

—Sí —respondió el entrenador.

—¿Y no le pareció oportuno ponerles fin?

—¿Y por qué iba a hacerlo? Los jugadores están progresando. Ya conoce usted el reglamento, señor director: los entrenadores no pueden establecer contacto con los jugadores fuera de temporada. Que Hillel organice entrenamientos en grupo es una bendición y totalmente reglamentario.

Burdon suspiró y se volvió hacia Hillel:

—¿Nunca te ha dicho nadie que a los niños enfermos no se los lleva en carretilla? ¡Es humillante!

—Señor Burdon —protestó Scott—, ¡no es lo que usted se piensa! Al contrario, nunca he sido tan feliz como en estos últimos meses.

—¿O sea, que te pasean en una carretilla y tú, tan contento?

—Sí, señor Burdon.

—¡Pero por todos los santos, que esto es un instituto, no un circo!

Burdon se despidió del entrenador y de Scott y sus padres para hablar a solas con los Goldman.

—Hillel —dijo—, eres un chico inteligente. ¿Tú has visto en qué estado está el pobre Scott Neville? Para él, el ejercicio es un peligro.

—Todo lo contrario, a mí me parece que hacer un poco de ejercicio le sienta de maravilla.

—¿Eres médico? —preguntó Burdon.

—No.

—Pues entonces resérvate tu opinión, so impertinente. No te estoy pidiendo un favor, te estoy dando una orden. No vuelvas a meter a ese chiquillo enfermo en una carretilla ni lo pongas a hacer ningún tipo de ejercicio físico. Es importantísimo.

—De acuerdo.

—No me conformo con eso. Y quiero que me lo prometas.

—Se lo prometo.

—Bien. Muy bien. De ahora en adelante, se acabaron los entrenamientos clandestinos. No eres miembro del equipo, no pintas nada con los jugadores, no quiero volver a verte con ellos ni en el autobús, ni en el vestuario, ni en ninguna otra parte. Y no quiero más conflictos contigo.

—Primero el teatro y ahora el fútbol. ¡No me deja usted hacer nada! —se indignó Hillel.

—No es que no te deje hacer nada, sencillamente sigo las reglas de convivencia vigentes en este centro.

—No he contravenido ninguna regla, señor director. Nada me impide entrenar al equipo fuera de temporada.

—Te lo prohíbo yo.

—¿Con qué base legal?

—Hillel, ¿quieres que te expulsen del instituto?

—No, ¿qué problema hay con que entrene al equipo fuera de temporada?

—¿Entrenar al equipo? ¿A eso lo llamas entrenamiento? ¿Meter a un niño con fibrosis quística en una carretilla para que cruce el campo, a eso lo llamas entrenamiento?

—Pues sepa que me he leído el reglamento y no hay nada que prohíba que un jugador transporte al que lleve el balón.

—Muy bien, Hillel —bramó Burdon, que ya había perdido la paciencia—, ¿quieres jugar a los abogados? ¿Quieres ser el defensor de la causa de los pobrecitos enfermos en carretilla?

—Lo único que quiero es que no sea usted tan psicorrígido.

El director puso cara contrita y sentenció, dirigiéndose a Tío Saul y Tía Anita:

—Señores Goldman, Hillel es un buen chico. Pero aquí estamos en el sistema público. Si no están satisfechos, tendrán que volver al privado.

—Le recuerdo que fue el instituto Buckerey quien vino a buscarnos —replicó Hillel.

—A Woody sí, pero lo tuyo es distinto: tú estás aquí porque Woody quería que estuvieses con él y lo aceptamos. Pero nadie te impide cambiar de centro si eso es lo que quieres.

—Qué desagradable es eso que ha dicho. ¡Significa que yo le importo un bledo!

—¡Pero bueno, pues claro que no me importas un bledo! Opino que eres muy buen chico y te aprecio mucho, pero eres un alumno como los demás, eso es todo. Si quieres quedarte en un instituto público, tienes que acatar las normas. Así es como funciona este sistema.

—¡Qué mediocre es usted, señor director! ¡Qué mediocre es su instituto! Mandar a la gente a la enseñanza privada, ¿esa es su respuesta para todo? ¡Lo iguala todo a la baja! ¡Prohíbe a Steinbeck porque en el texto aparecen tres palabrotas, pero es incapaz de entender el alcance de su obra! Y se esconde detrás de unos reglamentos opacos para justificar su falta de ambición intelectual. Y no me hable de un sistema que funciona porque nuestro sistema público de enseñanza es totalmente disfuncional y usted lo sabe. ¡Y un país cuyo sistema de enseñanza no funciona no es ni una democracia ni un Estado de derecho!

Hubo un prolongado silencio. El director suspiró y finalmente preguntó:

—¿Cuántos años tienes, Hillel?

—Catorce, señor Burdon.

—Catorce años. ¿Y por qué no estás montando en monopatín con tus compañeros en lugar de preguntar si la garantía del Estado de derecho depende de la calidad del sistema de enseñanza?

Burdon se puso de pie y fue a abrir la puerta del despacho, dando por concluida la reunión. Woody, que estaba esperando en el pasillo sentado en una silla, oyó que el director les decía a Tío Saul y Tía Anita estrechándoles la mano:

—Creo que su hijo Hillel nunca encontrará su lugar aquí.

Hillel rompió a llorar:

—¡Que no, no ha entendido nada! Me he pasado una hora hablando y ni siquiera ha tenido la decencia de escucharme —y dirigiéndose a sus padres añadió—: ¡Mamá, papá, solo quiero que me escuchen! ¡Que me tengan un poco de consideración!

Para apaciguar los ánimos, los cuatro Baltimore se fueron a tomar un batido al Dairy Shack de Oak Park. Sentados en dos asientos corridos, frente a frente, se mostraron inusualmente silenciosos.

—Hillel, tesoro —dijo al fin Tía Anita—, tu padre y yo hemos estado hablando mucho de esta situación… Está ese colegio especialmente adaptado…

—¡No, que no quiero un «colegio especial»! —exclamó Hillel—. ¡Nada de eso, por favor os lo pido! No podéis separarme de Woody.

Anita sacó un folleto del bolso y lo dejó encima de la mesa.

—Por lo menos, échale un vistazo. Es un sitio que se llama Blueberry Hill. Yo creo que estarías muy bien. Ya no aguanto más que seas tan desgraciado en este instituto.

Hillel, de mala gana, hojeó el documento.

—¡Encima está a sesenta millas de aquí! —se indignó—. ¡Totalmente descartado! ¡No querréis que me haga ciento veinte millas de ida y vuelta todos los días!

—Hillel, cariño, ángel mío…, te quedarías a dormir allí…

—¿Qué? ¡No, no! ¡Ni hablar!

—Cielo, volverías a casa todos los fines de semana. Así podrías aprender un montón de cosas. En este centro te aburres…

—No, mamá, ¡no quiero! ¡NO QUIERO! ¿Por qué voy a tener que ir?

Aquella noche, Woody y Hillel leyeron juntos el folleto de Blueberry Hill.

—¡Wood, tienes que ayudarme! —le suplicó Hillel, angustiadísimo—. No quiero ir a ese sitio. No quiero que nos separen.

—Yo tampoco quiero. Pero no sé qué puedo hacer por ti: se supone que el listo en clase eres tú. Intenta no llamar tanto la atención. ¿Eso crees que puedes hacerlo? ¡Lograste que eligieran al presidente Clinton! ¡Lo sabes todo sobre cualquier cosa! Haz un esfuerzo. No dejes que el idiota ese de Burdon te hunda. Venga, no te preocupes, Hill, no voy a dejar que te vayas.

Hillel, aterrorizado ante la perspectiva de que lo mandaran al «colegio especial», ya no tuvo ánimos para hacer nada de nada. El viernes por la noche, Tía Anita entró en el cuarto de Woody, que estaba haciendo los deberes en su escritorio.

—Woody, me ha llamado por teléfono el señor Bendham. Me ha dicho que le has dejado una nota comunicándole que abandonabas el equipo de fútbol. ¿Es cierto?

Woody bajó la cabeza.

—De todas formas, ¿de qué me sirve?

—¿A qué te refieres, tesoro? —preguntó ella poniéndose de rodillas para estar a su misma altura.

—Si Hill se va al «colegio especial», entonces yo ya no podré vivir en vuestra casa, ¿no?

—Nada de eso, Woody, por supuesto que podrás. Esta es tu casa, eso no va a cambiar. Te queremos como a un hijo, ya lo sabes. El «colegio especial» es un lugar para Hillel, para que pueda realizarse. Es por su bien. Tú aquí siempre estarás en tu casa.

A Woody le corrió una lágrima por la mejilla. Ella lo atrajo hacia sí y lo estrechó con fuerza.

El domingo, poco antes de la hora de comer, Bendham se dejó caer sin avisar por casa de los Goldman-de-Baltimore. Le propuso a Woody ir a comer juntos y lo llevó a tomar una hamburguesa a un diner del que era cliente habitual.

—Siento lo de la carta, entrenador —se disculpó Woody en la mesa—. En realidad, no quiero irme del equipo. Es que estaba enfadado por todo ese jaleo que le están montando a Hillel.

—¿Sabes, hijo? Tengo sesenta años. Llevo unos cuarenta entrenando a equipos de fútbol y en toda mi carrera nunca había ido a comer con uno de mis muchachos. Yo tengo mis reglas y eso no está en ellas. ¿Por qué iba a hacerlo? Muchos tipos han decidido que querían dejar mi equipo. Preferían ir detrás de las tías a correr abrazados a un balón. Eso era una señal, significaba que no eran formales. No perdí el tiempo en convencerlos de que volvieran. ¿Por qué iba a perder el tiempo con unos tíos que no querían jugar cuando tenía otros muchos haciendo cola para entrar en el equipo?

—Yo soy formal, entrenador. ¡Se lo prometo!

—Ya lo sé, hijo, por eso estoy aquí.

Un camarero les trajo lo que habían pedido. El entrenador esperó a que se marchara para continuar:

—Escúchame, Woody, sé que escribiste esa nota por una buena razón. Quiero que me digas qué es lo que está pasando.

Woody le explicó los problemas a los que se enfrentaba Hillel, que el director no atendía a razones y la amenaza latente del «colegio especial».

—No tiene ningún problema de atención —dijo Woody.

—Ya lo sé, hijo —respondió el entrenador—, no hay más que oír cómo se expresa. Dentro de esa cabeza suya, ha alcanzado ya un grado de desarrollo superior al de la mayoría de sus profesores.

—¡Hillel necesita un reto! Necesita que tiren de él desde arriba. Con usted, es feliz. ¡Es feliz en el campo!

—¿Quieres meterlo en el equipo? Pero ¿qué vamos a hacer con él? Es el tío más flaco que he visto en toda mi vida.

—No, entrenador, no es en ficharlo como jugador en lo que estaba pensando exactamente. Tengo una idea, pero va a tener que confiar en mí…

Bendham lo escuchó atentamente, asintiendo con la cabeza para manifestar que aprobaba lo que le proponía. Cuando acabaron de comer, lo llevó en coche hasta un barrio residencial cercano. Se detuvo frente a una casita de una sola planta delante de la cual había aparcada una autocaravana.

—Fíjate, hijo, esta es mi casa. Y la autocaravana es mía. Me la compré el año pasado, pero todavía no la he utilizado como es debido. Era una oportunidad, la compré para cuando me jubile.

—¿Por qué me cuenta todo eso, entrenador?

—Porque me jubilaré dentro de tres años. Que es el tiempo que te queda para acabar el instituto. ¿Sabes lo que me haría ilusión? Irme con la copa ganada y enviando al mejor jugador al que he dirigido nunca a la NFL. A cambio, quiero que me prometas que vas a volver a entrenar, que vas a trabajar tan duro como lo has hecho hasta ahora. Quiero verte algún día en la NFL, hijo. Y yo me subiré a mi autocaravana y recorreré la Costa Este para no perderme ningún partido tuyo. Los veré desde la tribuna y le diré a los tíos que tenga al lado: a ese chico lo conozco muy bien, yo fui quien lo entrenó en el instituto. Prométemelo, Woodrow. Prométeme que tú y el fútbol estáis al principio de una gran aventura.

—Se lo prometo, señor Bendham.

El hombre sonrió.

—Entonces, ven conmigo, vamos a anunciarle la noticia a Hillel.

Veinte minutos después, en la cocina de los Goldman-de-Baltimore, Hillel, Tío Saul y Tía Anita no daban crédito a lo que les acababa de decir Bendham.

—¿Quiere que yo sea su asistente, señor? —repitió Hillel, incrédulo.

—Exactamente. En cuanto empiece el próximo curso. Mi asistente oficial. Tengo derecho a contratarte, Burdon no puede impedirlo. Además, vas a ser un asistente fabuloso: conoces a los muchachos, tienes una buena visión del juego y sé que haces fichas de los otros equipos.

—¿Se lo ha contado Wood?

—Eso da igual. Lo que quiero decirte es que tenemos tres temporadas muy crudas por delante, que ya no soy ningún niño y no me vendría mal que me echaran una mano.

—¡Ay, Dios mío! ¡Sí! ¡Sí! ¡Me encantaría!

—Solo pongo una condición: para estar en el equipo, hay que sacar buenas notas. Lo dice el reglamento. Los miembros del equipo de fútbol deben tener la media en todas las asignaturas y eso también es válido para ti. Así que, si quieres formar parte del equipo, vas a tener que remontar en clase desde ahora mismo.

Hillel se lo prometió. Para él fue como una resurrección.