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Domingo, 8 de junio de 1924, 14.07

Cuando George volvió a alzar la vista, y a pesar de que el altímetro indicaba que todavía quedaban cien metros de escalada, tuvo la impresión de que podía tocar la cima con los dedos. A pesar de que les estaba costando más de lo previsto alcanzarla, se hallaba vertiginosamente cerca.

Después de conquistar el segundo escalón, él e Irvine fueron subiendo, lenta y trabajosamente por la cresta, conscientes de que la nieve que se acumulaba a derecha e izquierda se mantenía en su lugar como las tejas de un tejado, sin que nada la sostuviera por debajo. Bastaría que se desviaran apenas unos centímetros para que…

La superficie, blanca y virgen, tenía sesenta centímetros de profundidad y casi les impedía dar un paso; y, cuando lo conseguían, era para avanzar solo unos centímetros antes de hundirse nuevamente.

Doscientos once pasos más adelante —George los contó todos y cada uno—, lograron salir por fin del ventisquero y se enfrentaron a una imponente pared de roca que a Mallory le habría supuesto todo un reto incluso un día de verano a mil metros de altura, y aún más en ese momento, cuando tenía todo el cuerpo empapado de sudor, las extremidades casi congeladas y se sentía tan agotado que solo deseaba tumbarse y dormir, aunque sabía que, a cuarenta bajo cero, le bastaría con quedarse inmóvil un momento para morir congelado.

George sopesó incluso la posibilidad de dar media vuelta mientras tuvieran una oportunidad de estar de regreso y a salvo en la tienda antes de la puesta de sol. Sin embargo, sabía que si lo hacía tendría que pasar el resto de su vida explicando por qué había dejado escapar la oportunidad en el último momento, y aún peor, todas las noches soñaría con escalar esos últimos cien metros y despertaría de la pesadilla bañado en sudor frío.

Miró hacia atrás y vio que Irvine, exhausto, salía de la nieve y contemplaba con incredulidad la pared de roca que los esperaba. Por un momento George vaciló. ¿Tenía derecho a arriesgar la vida de Irvine, además de la suya propia? ¿Debía proponerle que diera la vuelta mientras él seguía solo o que se quedara y descansara esperando que él volviera? Sin embargo, acabó apartando esos pensamientos. Después de todo, Irvine se había ganado el derecho a compartir el triunfo con él. Se quitó la boquilla del respirador de los labios.

—Ya casi hemos llegado, amigo mío —le dijo—. Esta pared es nuestro último obstáculo antes de llegar a la cima. Irvine le sonrió débilmente.

George se volvió para encararse con el muro vertical cubierto de hielos perpetuos y buscó un punto de apoyo. En circunstancias normales habría empezado a un par de palmos del suelo; pero no ese día, cuando solo unos centímetros representaban una montaña en sí misma. Con mano temblorosa se sujetó a un saliente por encima de su cabeza y se izó con todas sus fuerzas mientras buscaba con la punta de la bota un hueco que le permitiera subir el otro brazo y avanzar poco a poco hacia lo alto de la losa de piedra. Intentó no pensar en cómo sería el descenso. Su cerebro le gritaba «¡vuelve!», pero el corazón le susurraba «sigue adelante».

Cuarenta minutos más tarde, se encaramó a lo alto de la pared y tensó la cuerda para facilitar la tarea a su compañero. Cuando Irvine se reunió con él finalmente, George comprobó el altímetro: les quedaban treinta y cinco metros. Alzó la vista y se encontró con una capa de hielo acumulada durante años en la cornisa que asomaba en voladizo sobre la cara este, un obstáculo que habría impedido el paso incluso a un animal de cuatro patas y pezuñas.

George intentaba seguir hacia arriba cuando un relámpago centelló por debajo de ellos, seguido del retumbar del trueno. Supuso que una tormenta iba a abatirse sobre ellos, pero cuando miró hacia el valle se dio cuenta de que se encontraban muy por encima de la tempestad, que debía de estar desatando su furia sobre sus compañeros, situados a más de seiscientos metros por debajo de ellos. Era la primera vez que veía una tormenta desde arriba y no tuvo más remedio que confiar en que hubiera pasado para cuando iniciaran el descenso, dejando tras ella el limpio ambiente que a menudo seguía a tanta furia.

Una vez más, levantó la bota e intentó hallar un lugar donde apoyarse en el hielo. De repente la superficie se quebró y el pie le resbaló por la pendiente. Estuvo a punto de echarse a reír. ¿Acaso podía empeorar la situación? Golpeó el hielo con el piolet. La superficie no se quebró tan fácilmente, pero cuando lo hizo pudo meter el pie en el agujero. Aun así, resbaló hacia atrás unos centímetros. No se rio cuando se acordó del viejo dicho: «Dos pasos adelante y uno hacia atrás», y se conformó con ir un palmo hacia delante, medio hacia atrás. Al cabo de una docena de pasos como ese, la estrecha cresta se redujo aún más hasta que se vio obligado a avanzar a gatas. Evitó mirar a derecha o izquierda porque sabía que a ambos lados se abrían abismos de cientos de metros. Mira hacia arriba, prescinde de lo que te rodea y sigue luchando, se dijo. Un metro más ganado y medio perdido. ¿Cuánto podría soportar el cuerpo humano? Entonces, de repente, notó el contacto con roca desnuda y logró arrastrarse fuera de la placa de hielo. Se puso en pie sobre el suelo pedregoso, a solo quince o veinte metros de la cima. Se dio la vuelta y vio que Irvine, completamente agotado, seguía gateando hacia él.

—¡Solo veinte metros más! —le gritó mientras desataba la cuerda para que cada uno pudiera continuar a su ritmo.

Transcurrieron otros veinte minutos antes de que George Leigh Mallory apoyara la mano, la derecha, en la cima del mundo. Se arrastró lentamente hasta llegar a lo alto y se quedó tendido boca abajo.

«Menudo momento de triunfo», fue su primer pensamiento. Se puso lentamente de rodillas y, luego, haciendo un esfuerzo supremo, consiguió levantarse. El primer hombre en alcanzar el techo del mundo.

Contemplo los Himalayas y admiró un paisaje que ningún ser humano había visto antes que él. Deseó saltar de alegría y gritar su triunfo, pero no le quedaban la energía ni el aliento necesarios para hacerlo, así que se conformó con girar lentamente sobre sí mismo. El gélido viento que parecía arremeter contra él desde cualquier ángulo no le permitió moverse más deprisa. Una multitud de montañas invictas se alzaban orgullosas ante él, con la frente inclinada en presencia de su monarca.

Una idea curiosa le cruzó por la mente: debía acordarse de explicarle a Clare que la cumbre del Everest no era mucho más grande que la mesa que tenían en el comedor.

Miró la hora: las 15.36, e intentó convencerse de que todavía disponían de tiempo suficiente para regresar a la seguridad de su pequeña tienda en el Campamento Seis, especialmente si tenían una noche despejada, con luna y sin viento.

Miró hacia abajo y vio que Irvine se acercaba, aunque a paso de caracol. ¿Fallaría en el último momento? Entonces, igual que un niño que no sabe caminar, el joven se arrastró a gatas hasta la cima.

Cuando lo hubo ayudado a ponerse en pie, George metió la mano en el bolsillo interior de su chaquetón Shackleton, rogando no haber olvidado lo que estaba buscando. Tenía los dedos tan entumecidos por el frío que estuvo a punto de dejar caer pendiente abajo su cámara de bolsillo. Plantó bien los pies en el suelo e hizo una foto de Irvine con los brazos en alto, como si acabara de ganar la regata Oxford-Cambridge. A continuación, entregó la Kodak a su compañero, quien sacó una instantánea mientras George intentaba aparentar que acababa de dar un paseo por las colinas de Gales.

Mallory consultó de nuevo el reloj, torció el gesto e indicó a Irvine que debían iniciar el descenso sin tardanza. Este se guardó la cámara en un bolsillo del pantalón y abotonó la prueba de lo que habían conseguido.

George se disponía a dar el primer paso cuesta abajo cuando se acordó de la promesa que había hecho a Ruth. Con movimientos torpes sacó de la cartera la foto color sepia de su mujer que llevaba con él en todos sus viajes. Le echó un último vistazo, sonrió y la depositó en el punto más alto del globo. Luego, volvió a buscar en el fondo de sus bolsillos mientras decía en voz alta:

—El rey de Inglaterra le envía sus respetos, señora —saludó, haciendo una reverencia ante la montaña— y confía en que permitirá que sus humildes siervos regresen sanos y salvos a su hogar.

Sonrió y de pronto soltó una maldición.

Se había olvidado de coger el soberano de Young.